ESCRIBIR CONTRA LA REVOLUCIÓN. FRANCIA Y LA TRADICIÓN NEGATIVA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Writing against revolution. France and the negative tradition of the French revolution
RESUMEN
En este artículo se propone un concepto, el de tradición negativa, y se desarrolla históricamente desde el ejemplo de Francia y la Revolución francesa. El objetivo consiste en mostrar y explicar a partir de los escritos que la componen cómo hay tradiciones históricas que sobre todo se entienden no tanto en una clave positiva como en una negativa o condenatoria, en este caso contraria o enemiga del acontecimiento revolucionario francés. Para ello se recorre la historia intelectual y la memoria contraria a la Revolución francesa de los últimos dos siglos y se analizan las diferentes formas de influencia, diálogo y actualización entre sus principales representantes, desde Burke, Barruel o De Maistre hasta autores contemporáneos, como Secher, Chaunu o la obra colectiva El libro negro de la Revolución francesa, pasando por Taine, Cochin, Gaxotte, Bainville, Maurras o Talmon. Entre otras cosas, se observa que esta tradición negativa se define por su dinamismo, su discontinuidad, su pluralidad, su complejidad, su carácter pragmático y agregativo o diferentes formas de porosidad con la tradición positiva de la Revolución francesa.
Palabras clave: Tradición negativa; Revolución francesa; Ilustración; contrailustración; memoria.
ABSTRACT
This article proposes a concept, that of negative tradition, and develops it historically from the example of France and the French Revolution. The objective is to show and explain on the basis of his writings how there are historical traditions that should be understood not so much in a positive key as in a negative or condemnatory one, in this case against or contrary to the French revolutionary event. To this end, the intellectual history and the memory contrary to the French Revolution of the last two centuries are reviewed and the different forms of influence, dialogue and updating among its main representatives are analysed, from Burke, Barruel or De Maistre to contemporary authors such as Secher, Chaunu or the collective work The Black Book of the French Revolution, passing through Taine, Cochin, Gaxotte, Bainville, Maurras or Talmon. Among other things, it is observed that this negative tradition is defined by its dynamism, its discontinuity, its plurality, its complexity, its pragmatic and aggregative character or different forms of porosity with the positive tradition of the French Revolution.
Keywords: Negative tradition; French Revolution; Enlightenment; Counter-Enlightenment; memory.
De todos los escritores notables que han agitado las mentes en nuestro siglo, no hay ninguno que no se haya preocupado de explicar la Revolución.
Paul Janet. Philosophie de la Révolution Française (1875)
La Revolución francesa es un acontecimiento tan extraordinario que por ella se debe abrir toda serie de consideraciones sobre los asuntos de nuestro tiempo. Nada de importancia ocurre en Francia que no sea consecuencia directa de este hecho capital, el cual ha cambiado profundamente las condiciones de vida en nuestro país [...]. La Revolución francesa será durante siglos el tema con el que se entretendrá el mundo, sobre el cual se dividirá, que servirá de pretexto para amarse y odiarse y proporcionará temas para dramas y novelas.
Ernest Renan. La Réforme intellectuelle et morale (1871)
Se puede decir, aplicándole una famosa frase, que el mundo parece vacío desde la Revolución. Cuando no nos posee por el amor, nos posee entonces por el odio; y son sus detractores quienes más sufren esta especie de tiranía. Nacen bajo su terrible luz y no pueden apartar los ojos de ella.
Pierre Lanfrey. Essai sur la révolution française (1858)
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
Muchas veces se ha hablado de la tradición revolucionaria y no poco importante ha sido su reverso, la contrarrevolucionaria. En estas páginas se quiere analizar un rostro distinto y relacionado como lo que proponemos denominar la tradición negativa de la Revolución, enfocada aquí desde un acontecimiento de tanta trascendencia histórica como la Revolución francesa. Este ejemplo resulta especialmente útil por haber sido un episodio de referencia para numerosos movimientos políticos posteriores y del cual incluso se ha declarado su carácter fundacional a nivel nacional, como se atestigua actualmente por el hecho de que La marsellesa, la bandera tricolor o el 14 de Julio sean símbolos nacionales franceses, y también internacional. Ya en su momento se vio este acontecimiento como el origen de la era de las revoluciones e incluso la madre del mundo moderno[1]. Con frecuencia es considerado como el episodio inaugural de la era contemporánea.
Todo eso explica que el recuerdo de la Revolución francesa haya consistido desde hace tiempo no en un pasado pasado sino uno vivo, un pasado presente que desde la tradición positiva puede ser reivindicado y desde la negativa combatido y vituperado, colaborando así las dos en la prolongación de su recuerdo. Por ello, ocupa un lugar muy relevante en las actuales luchas de la memoria. Eso se ha manifestado en libros recientes, como Creer o morir (2019) de Claude Quétel, subtitulado historia políticamente incorrecta de la Revolución francesa; películas como Vencer o morir (2023), largometraje de Paul Mignot y Vincent Mottez sobre la trágica memoria de la Vendée, o el muy visitado parque temático Puy de Fou. Incluso en su reciente best-seller Destin français (2019), Eric Zémmour, famoso polemista y reciente candidato a la presidencia de Francia, se ha presentado como heredero de la contrarrevolucionaria Vendée.
Dicho sucintamente, la tradición negativa no se caracteriza tanto por sus contenidos positivos, y promover una suerte de identidad específica o proyecto político concreto, como por aquello que rechaza y contra lo que se posiciona activa e, incluso, virulentamente. De hecho, es una tradición que en buena medida se entiende a sí misma desde ese antagonismo o identificación negativa. En este caso hace referencia a una diversa nómina de figuras que descollaron por la fecundidad y amplio predicamento de sus críticas a la Revolución francesa. Por eso, y frente a las tradiciones positivas con las que igualmente se relacionan, complementan o retroalimentan, la negativa sobresale porque puede asociarse a posiciones políticas distintas y no solo tuvo a los reaccionarios o conservadores como integrantes. Un caso interesante fue la compleja tradición liberal, dado que, si bien habitualmente antijacobina, sus relaciones con la memoria de 1789 han sido bastante dispares a lo largo del tiempo y en buena medida deben comprenderse desde cada coyuntura histórica concreta. Todo eso explica que la pluralidad sea probablemente un rasgo más central en la tradición negativa que en la positiva. Aquella no se define tanto por una suerte de doctrina específica y afirmativa como por un contra al que se puede llegar desde diferentes lados ideológicos.
En este artículo abordaremos la tradición negativa sobre todo desde Francia, donde comprensiblemente ha tenido una mayor importancia e influencia. Si bien no debería menospreciarse la relevancia de ese mismo recuerdo en otros países, esta elección deriva de la centralidad del episodio revolucionario en la propia historia nacional francesa, donde cada generación ha tenido que posicionarse respecto al recuerdo de 1789. Además, la especial atención dedicada a los autores galos desde el extranjero también se debe al propio influjo de la historiografía y de la cultura francesa en el continente europeo e incluso más allá. Eso ocurrió en España, donde muchos autores contrarrevolucionarios fundamentalmente repitieron o adaptaron contribuciones originadas en el país vecino. Sin embargo, y debido a la propia trascendencia histórica de la Revolución francesa, figuras asimismo importantes de otros países han desempeñado un papel nada desdeñable, incluso uno fundacional en el caso de Edmund Burke, y testimonian sus porosidades y su carácter transnacional, lo que explica la necesidad en este artículo de abordar ejemplos que van más allá del territorio galo.
II. LA TEMPRANA REACCIÓN A LA REVOLUCIÓN FRANCESA[Subir]
La tradición negativa de la Revolución francesa se inició casi al mismo tiempo que estalló ese acontecimiento. Ya en 1789 el abate Augustin Barruel publicó Le patriote véridique ou Discours sur les vraies causes de la révolution actuelle y achacó la erupción de la revolución al «progreso del filosofismo»[2]. Barruel estableció así un vínculo, uno asimismo reivindicado públicamente por los revolucionarios, entre la Ilustración y la revolución, razón por la que los ataques contra la primera se extendieron a menudo a la segunda y viceversa. Ya el panfleto contrarrevolucionario La décadence de l’empire françois (1790) afirmó que «la secta de los filósofos» es «una filosofía sediciosa y asesina que es la causa de nuestras desgracias»[3]. Así pues, la tradición contrarrevolucionaria y la contrailustrada coincidieron muchas veces desde un principio[4]. Dado que una tradición negativa se sumó a la otra, se confundieron o retroalimentaron frecuentemente, lo que explica la celeridad con la que, gracias a sus precedentes antiilustrados, se desarrolló la tradición contraria a la revolución. Según Jacques Godechot, en un muy temprano 1790 «la contrarrevolución ya está dotada de elementos de una doctrina y posee la mayor parte de sus medios de acción»[5]. De hecho, Barruel mismo había sobresalido previamente por posiciones antiilustradas en Les Helviennes, cuyo primer volumen era de 1781.
Barruel tuvo mayor éxito con sus Memorias para servir a la historia del jacobinismo, cuyos cinco volúmenes aparecieron entre 1797 y 1803, fueron velozmente traducidos a los idiomas inglés, alemán, italiano, español, sueco y ruso y de los que en seguida se editaron versiones abreviadas como el Abrégé de 1800. Barruel explicó la Revolución francesa desde la óptica de una prolongada y pertinaz conspiración de masones e iluminados y afirmó que «todo fue el efecto de la más profunda malicia, ya que todo fue preparado, llevado a cabo por hombres que habían fingido el hilo de conspiraciones largamente tramadas en sociedades secretas, y que fueron capaces de elegir y acelerar los momentos favorables a los complots»[6]. Como culpables señaló al filosofismo y a los ilustrados, concretamente a Voltaire, D’Alembert, Diderot y Federico II de Prusia, acusados de querer destruir la religión cristiana.
La obra de Barruel tuvo un amplísimo eco y recibió el respaldo de diferentes obras, como las anónimas Lettres d’un voyageur à l’abbé Barruel (1800) o Louis xvi détrôné avant d’être roi (1800), del abate Proyart. De hecho, sus tesis ya habían sido en parte anticipadas por el abate Jacques-François Lefranc, asesinado en las Matanzas de Septiembre y autor de los libros Le Voile levé pour les curieux, ou le Secret de la Révolution révélé, à l’aide de la Franc-Maçonnerie (1791) y Conjuration contre la religion catholique et les souverains, dont le projet conçu en France doit s’exécuter dans l’univers entier (1792). Por esas fechas también Aloys Hoffmann había adelantado tesis parecidas desde Austria[7]. Además, desde un prisma semejante se publicó el coetáneo y exitoso Proofs of a conspiracy against all the religions and Governments of Europe (1797), de John Robison, quien agregó que los jesuitas, tras suprimirse su orden, se habían sumado a la masonería para preservar su influencia[8].
De todos modos, la obra contrarrevolucionaria más célebre e influyente en esos años fue las Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), de Edmund Burke, después un declarado admirador de Barruel[9]. Ya entonces fue considerado como el gran manifiesto de la contrarrevolución y fue alabado por Novalis como un libro revolucionario contra la Revolución. Numerosos autores contrarios a la Revolución francesa la citaron: desde Joseph de Maistre, August Wilhelm Rehberg o Ernst Brandes hasta Rivarol, Adam Müller o Friedrich von Gentz, cuyo libro Origen y principios de la Revolución americana comparada con el origen y los principios de la francesa (1800) bebe indisimuladamente de Burke, a quien tradujo al alemán. De esta manera se constataba la fecundidad de la reacción a la Revolución francesa. De hecho, y pese a su carácter reactivo, se suele considerar el clásico de Burke como una obra fundacional del pensamiento conservador. Por cierto, el citado escrito de Gentz, traducido inmediatamente al inglés por John Quincy Adams, tuvo asimismo una amplia repercusión y ayudó a establecer el influyente esquema de las dos revoluciones contrapuestas, la americana como buena y la francesa como mala. Y es que no toda la tradición contraria a la Revolución francesa fue por ello contraria a toda revolución. Naturalmente, dicho marco también tuvo muchos oponentes, como Barruel, que veían en la Revolución americana un peligroso precedente de la francesa.
Por otro lado, el influjo de Burke no solo se dio entre las filas contrarrevolucionarias, sino también a contrario entre los partidarios o simpatizantes de la Revolución francesa, evidenciando la retroalimentación entre las tradiciones positiva y negativa de la Revolución francesa. La primera (y furibunda) reacción crítica a Burke, publicada a las pocas semanas e inicialmente de forma anónima, fue la Vindicación de los derechos del hombre (1790), de Mary Wollstonecraft. Después aparecieron más de cincuenta más, entre las cuales las Observations on the Reflections of the Rt. Hon. Edmund Burke, on the Revolution in France (1790) de Catharine Macaulay; la célebre Enquiry concerning political justice and its influence on morals and happiness (1793), de William Godwin; Los derechos del hombre (1791-1792), de Thomas Paine, o la Vindiciae Gallicae. Defence of the French Revolution and its English admirers (1791), de James Mackintosh, el único crítico respondido por Burke y quien luego acercó sus posturas a las de este.
Si bien numerosos autores franceses o francoparlantes escribieron tempranamente contra la Revolución francesa, como Gabriel Senac de Meilhan, el vizconde de Calonne, el conde de Montlosier, el conde de Antraigues, Jean-Baptiste Duvoisin, el conde de Ferrand, Alexandre de Tilly o el reconvertido Jean François de la Harpe, no todos tuvieron el mismo impacto. Solo algunos, especialmente Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Barruel o, en menor medida, Mallet du Pan y Rivarol, lograron ser repetidamente reivindicados más tarde e incorporarse a una tradición negativa que rápidamente comprendió que ese acontecimiento contra el cual escribían era mucho más que un mero episodio histórico. Ya el propio De Maistre, famoso por su lectura providencialista y quien situó a Lutero como el origen de la futura deriva revolucionaria[10], confesó haber caído en el espejismo de pensar que esta no era más que un acontecimiento, cuando se trataba de algo peor: una época[11]. Otro representante fundacional de la tradición reaccionaria, De Bonald, coincidió en gran medida en sus reflexiones y advirtió que «la revolución de Inglaterra ha sido un accidente; la nuestra ha sido un sistema»[12]. En definitiva, la Revolución francesa también revolucionó el significado de la palabra revolución[13]. Por añadidura, a De Bonald no solo le turbaba el pasado o el presente de la revolución, sino el futuro que su recuerdo podía hacer florecer. Ya al inicio del consulado de Napoleón lanzó esta advertencia:
Se ha destronado el poder de la anarquía y los ejércitos del ateísmo ya no existen más, pero los ejemplos sobreviven a los éxitos y los principios a los ejemplos. Una generación ha comenzado en el odio al poder y la ignorancia de los deberes; ella transmitirá a las siguientes edades la fatal tradición de tantos errores demostrados, el recuerdo contagioso de tantos crímenes sin castigo; y las causas del desorden, que siempre subsisten en el seno de la sociedad, reproducirán tarde o temprano sus terribles efectos[14].
Esta profecía anticipó la dificultad de una Restauración borbónica que debió afrontar los efectos de una revolución que, desde su perspectiva, había durado más de un cuarto de siglo en Francia, e impulsó una memoria negativa centrada en episodios luctuosos, como las Matanzas de Septiembre, el Terror jacobino o los regicidios de Luis xvi y María Antonieta. Además, como apuntó Jean-Claude Leblanc de Beaulieu, desde un principio se sintió el miedo a que el funesto espíritu de la Revolución despertase de nuevo. En su opinión,
la revolución en Francia presenta a la imaginación la forma de una larga serpiente, de la espantosa boa, por ejemplo, que después de haber infectado con sus venenos el terreno que ha atravesado, se pliega sobre sí misma y acerca su cola a su cabeza. En esta situación, que es actualmente la del sistema revolucionario, el peligroso reptil parece descansar; pero cuidado con acercarse a él; este pretendido sueño es el de la perfidia; si descansa, es para hincharse con un nuevo veneno y suplir el que ha vomitado en sus ataques de ira. Tal es el emblema de esa terrible revolución que durante tanto tiempo ha desolado a Francia y espantado Europa, y que amenaza aún a ambos[15].
Por ello, lo importante no solo era aplastar a los revolucionarios, sino también erradicar los medios que propalaban sus ideas e impulsar campañas como las de recatolización del territorio francés[16]. Un problema fue que se veían revolucionarios y criptorrevolucionarios por doquier. Barruel apuntó en 1817 que «durante la Restauración, el espectro de la Revolución francesa fue el telón de fondo de toda la vida política»[17]. Ese año se publicaron las Recherches del caballero de Malet, escrito que, apuntalado sobre referentes como Barruel, remontaba los orígenes de la conspiración masona y revolucionaria hasta la Antigüedad y añadía que «los autores de la revolución no son más franceses que alemanes, italianos, ingleses, etc. Forman una nación particular, que tiene sus propias particularidades. Son una nación particular, que se ha originado y engrandecido en la oscuridad, en medio de todas las naciones civilizadas, con el objetivo de someterlas a todas a su dominio»[18].
Se desarrolló un clima generalizado de sospecha, agravado con la oleada revolucionaria europea de 1820, el asesinato del duque de Berry en 1820 y la llegada al poder de Carlos X en 1824. Se denunció por igual como seguidores de 1789 a jacobinos, carbonarios, masones, críticos con la religión, defensores de la Ilustración o liberales. Incluso, el doctrinario François Guizot perdió su puesto en la Sorbona en 1828. En paralelo, pensadores como De Bonald se esforzaron por desautorizar y desactivar peligrosas aportaciones históricas, como las de todos modos críticas Consideraciones sobre la Revolución francesa (1818), de la liberal Madame de Staël en sus Observations sur l’ouvrage de madame la baronne de Staël (1818). En otros casos, como Charles de Lacretelle, fue el propio historiador quien viró su posición ideológica y, como en su Histoire de la révolution française (1821-1826), modificó su interpretación histórica del pasado revolucionario.
III. LA TRADICIÓN NEGATIVA Y LAS REVOLUCIONES DE 1830 Y 1848[Subir]
La Revolución de 1830 condujo a que la relación oficial con la memoria revolucionaria se transformara. La nueva monarquía de Luis Felipe de Orleans, y no sin pocas contradicciones, se propuso encarar serena y productivamente la herencia revolucionaria para integrarla y domesticarla mediante un complejo juego de equilibrios[19], lo que llevó a muchos legitimistas a denigrar al nuevo monarca y motejarle burlonamente como «el rey de las barricadas». Se certificó así el desplazamiento de la tradición negativa más enconada a la oposición al Gobierno. Un primer foco de esta resistencia fue la revista L’Écho de la Jeune France, fundada en 1833 por Alfred Nettement y defensora de la candidatura real de Enrique V de Borbón.
Una obra interesante que atestiguaba la gran productividad historiográfica acerca del episodio revolucionario fue la Histoire des histoires de la Révolution Française (1834), de Cyprien Desmarais. Este no solo denunció la Revolución francesa en tanto orgía sangrienta, nueva forma de barbarie y donde «el mal se hizo por amor al mal»[20], sino que, apoyado en referentes como Burke, intentó refutar otras obras de historia coetáneas, como las de Buchez, Thiers o Mignet. Su gran enemigo era la Monarquía de Julio, que veía como continuación de la catástrofe de 1789.
En paralelo, la memoria de la Vendée, región que protagonizó una importante insurrección legitimista en 1832, fue cultivada cada vez con mayor fuerza. Hay que tener en cuenta que entre los defensores de la memoria vandeana, como fue el caso de Eugène Veuillot, también se denunció su desprecio por parte de monarcas anteriores como Luis XVIII, quien los habría visto como meros y rudos fanáticos religiosos[21]. En esa coyuntura descollaron los cuatro influyentes volúmenes, luego ampliados, de la Historia de la Vendée militaire (1841-1842), de Jacques Cretineau-Joly, quien al final del primero se refirió así a los «héroes» vandeanos:
Ellos hicieron todo lo que dependió del poderío (puissance) y la voluntad del hombre. Y Michelet, el historiador revolucionario, ha podido decir con toda justicia: «Hay un punto de Francia donde el realismo fue heroico: la Vendée». Ellos fueron libres, cuando el país estaba encadenado por el Terror al pie de sus árboles de la libertad [...]. Ellos fueron pueblo, cuando la Convención no quería más que esclavos. Es por eso que están muertos [...]. Ellos han legado a las naciones el modelo más sublime de probidad y de fe. ¡Gloria a ellos![22]
Los marcos conceptuales de De Bonald o De Maistre continuaron siendo hegemónicos en esos años y sus principales libros, presentados como proféticos, se siguieron reeditando y no aparecieron nuevas obras de referencia que impulsaran una auténtica renovación de los marcos discursivos de la tradición negativa. Y eso pese a la publicación de obras tan importantes, como las voluminosas Memorias de ultratumba (1849-1850), de Chateaubriand, cuyas críticas al episodio revolucionario se perdían en un mar de otras informaciones de otros temas y épocas, incluyendo no pocos reproches a la Restauración borbónica.
La productividad de las décadas de 1850 y 1860, marcadas por el Segundo Imperio de Napoleón III, tuvo una mayor repercusión, en buena medida gracias al inconcluso y muy influyente El antiguo régimen y la revolución (1856), de Tocqueville, más un estudio que una historia. De grandísima importancia fue que, frente a las tesis de una traumática ruptura revolucionaria en 1789, resaltara más los elementos de continuidad, lo que condujo a numerosos cambios y el desarrollo de nuevos marcos en la tradición negativa de la Revolución francesa. No por casualidad, Burke fue uno de los autores que criticó el pensador francés. La obra obtuvo un importante éxito inicial y fue inmediatamente traducida al inglés (1856) y al alemán (1857). Un aspecto destacado es que, en parte como reacción a los conflictos habidos en la Revolución de 1848 y las sangrientas Jornadas de Junio, se defendía desde una óptica liberal y crítica, mas no catastrofista. Aunque la obra no dejase de contener ciertos elogios, y por ello no formase propiamente parte de la tradición negativa, sí que fue profusamente utilizada por esta y con ello se reflejaba el alejamiento, cuando menos parcial, de muchos liberales respecto a un legado revolucionario sentido cada vez más como peligroso. También facilitó que el desarrollo de esta tradición negativa no se restringiese a un marco legitimista o nostálgico del Antiguo Régimen.
Más prolijas y menos conocidas fueron la Histoire de la Convention (1851-1853) en seis tomos del monárquico barón de Barante o, luego, los ocho volúmenes de la Histoire de la Terreur, del orleanista Louis Mortimer-Ternaux, acompañados de un gran número de documentos hasta entonces inéditos. En esta época también se publicó la Nouvelle Histoire de la révolution de 1789 (1862), del ya citado Alfred Nettement, en la que no faltaba la referencia a la conspiración masónica[23]. A finales del Segundo Imperio se comenzó a publicar la prolija Histoire de la persécution révolutionnaire dans le département du Doubs de 1789 à 1801 (1867-1873), de Jules Sauzay, por la que se acabó llevando el premio Bordin. Paradójicamente, una de las más conocidas monografías críticas sobre la Revolución francesa de esta época, Idea general de la revolución en el siglo xix (1851), provino de la pluma del anarquista Proudhon, quien profirió durísimos ataques contra Rousseau, Robespierre y los jacobinos a causa de la idea de contrato social o de su centralismo.
Entretanto, fuera de Francia hubo renombrados intelectuales involucrados en su recuerdo negativo que indirectamente influyeron en el país galo. Por ejemplo, Thomas Carlyle escribió una larga, exitosa, crítica y muy literaria monografía histórica, su French Revolution: a History (1837), en la que también se mostró duro con la monarquía borbónica. Traducida al francés en 1865, fue elogiada entonces por autores como Barbey d’Aurevilly o Léon Bloy. Antes, había sido duramente criticada por Michelet, quien en el segundo volumen de su famosa Historia de la revolución francesa (1847) añadió una nota para comentar que para el autor británico la Revolución francesa no era más que «el cementerio de Hamlet»[24]. En un escrito tan popular como Los héroes (1841), agregó Carlyle que «la Revolución francesa no la produjo solo el hambre; fue la resultante de todos los delitos perpetrados a la sombra de la hipocresía, de la injusticia, de la falsedad. Llegó, finalmente, el día en que la pública conciencia no pudo resistir más tiempo aquel peso abrumador. La nonentidad, el hambre y universal penuria patentizaron a los ojos de todos la falsedad monstruosa de aquella corrupción»[25].
En esos mismos años se compusieron otras prolijas obras foráneas, como el best-seller History of Europe from the commencement of the French Revolution in 1789 to the Restoration of the Bourbons in 1815 (1833-1843), de Archibald Alison, traducida al francés a partir de 1855 y que seguía la estela de autores como Burke; o la Historia de la época revolucionaria de 1789-1795 (1853-1879), en varios volúmenes del nacionalista germano Heinrich von Sybel, quien analizó el acontecimiento desde una perspectiva geográfica no tanto francesa como europea, y desde un poco disimulado chauvinismo. Sin ir más lejos, destacó que la Revolución francesa no fue el punto de partida de una nueva época, sino la continuación de una serie de transformaciones que tenían su origen en las reformas religiosas del siglo xvi[26]. La obra fue traducida al inglés a partir de 1867 y al francés como Histoire de l’Europe pendant la Révolution française entre 1866 y 1888. En un marco habitualmente destacado en la tradición negativa, Sybel también elogió la capacidad profética de Burke, de quien remarcó que ya en 1790 había predicho que la Revolución concluiría en un despotismo militar[27].
IV. LA TERCERA REPÚBLICA Y UNA TRADICIÓN NEGATIVA RENOVADA[Subir]
Tras la caída de Napoleón III y el breve episodio de la Comuna, la memoria contrarrevolucionaria continuó bien viva. Sin embargo, la relación con el recuerdo de 1789 estuvo influida en numerosas ocasiones por el mucho más reciente trauma parisino de 1871. El apesadumbrado tono lo marcó el filósofo católico Antoine Blanc de Saint Bonnet, quien, además de identificarla con una perpetua negación de todas las ideas que han iluminado el mundo y de los principios que lo han fundado, deploró que «es un hecho que no se puede disimular más que hemos sido vencidos por la Revolución. La sociedad ha sucumbido»[28]. Por ello mismo, cargó contra esos «conservadores de la revolución»[29] que mantenían vivo los detestados espíritus ilustrado y revolucionario. Hay que tener en cuenta que la memoria revolucionaria se consagró oficialmente bajo la Tercera República y al cabo de unos años se instituyeron como símbolos nacionales La marsellesa, el 14 de Julio y la bandera tricolor.
En paralelo, la tradición negativa también se renovó. Por ejemplo, el relato de la conspiración masónica se actualizó con obras como Les Sociétés secrètes et la société, Ou philosophie de l’histoire contemporaine (1874), de Nicolas Deschamps, quien retrató la masonería como «la madre universal» de las revoluciones contemporáneas[30]; la más resumida La Franc-maçonnerie et la Révolution (1884), de Louis d’Estampes y Claudio Jannet; o La Conspiration Révolutionnaire de 1789 (1909), de Gustave Bord. Además, la memoria de la Vendée reforzó más aún su presencia y, según Jean-Clément Martin, fue «reafirmada en su papel de principal adversario de la República»[31]. A fin de cuentas, funcionaba más como memoria negativa que como positiva y resultaba de mayor utilidad frente a un Gobierno basado y legitimado en la memoria revolucionaria, y uno con no pocos enfrentamientos con el Papado, como los derivados de las leyes de educación de Jules Ferry a favor de la laicización a partir de 1881 o de la Ley de separación de la Iglesia y el Estado de 1905. Para acabar, la Tercera República coincidió con la celebración del primer centenario de la Revolución francesa, lo que lógicamente favoreció la publicación de obras para analizarla, enaltecerla o criticarla. Un caso interesante fue la obra La Révolution française à propos du centenaire de 1789 (1889), de Charles-Émile Freppel, combativo obispo de Angers, quien en esa obra defendió «romper resueltamente con la revolución» y que esta no era sino «el acontecimiento más funesto de nuestra historia nacional»[32].
En estos años, y negativamente afectado por episodios como la Comuna de 1871, también creció la crucial figura de Hippolyte Taine. Mientras que en su Historia de la literatura inglesa (1864-1869) todavía había acusado a Carlyle de hacer un retrato de la Revolución francesa que se asemejaba más al «delirio» de un iluminado puritano[33], después escribió Los orígenes de la Francia contemporánea (1875-1893), publicada entonces en seis volúmenes e interrumpida debido al deceso del autor. Esta prolija y reflexiva obra, animada por un espíritu cientifista, fue elevada a nuevo texto de referencia de una tradición negativa de la Revolución francesa que ayudó a modernizar y supuso un gran cambio en la consideración pública de Taine. Como ha escrito Jacques Leblois, su imagen «como librepensador, anticlerical y liberal se difuminó brutalmente. Los conservadores, que siempre le habían rehuido, empezaron a verle de otra manera. Contra todo pronóstico, descubrieron en Taine no solo a un aliado inesperado, sino al historiador que les faltaba»[34]. En efecto, su larga obra servía para desafiar desde la historia a otros textos canónicos sobre la Revolución francesa, como las de Thiers, Blanc, Lamartine, Quinet o Michelet, a quien de todos modos citó en múltiples ocasiones. Además, permitió renovar los marcos contrarrevolucionarios de De Maistre y De Bonald, a quienes prácticamente ignoró, desde tesis no católicas ni providencialistas. Para ello se basó en contribuciones más recientes, como las de Tocqueville, Mortimer-Ternaux, cuyo principal escrito fue definido concisamente como «la historia verdadera de la revolución»[35], o Jules Sauzay, cuya obra consideró como un monumento de referencia para los historiadores del futuro[36]. Según Alice Gérard, Los orígenes de la Francia contemporánea de Taine fue «la máquina de guerra más eficaz que, desde Burke, se haya arrojado sobre la Revolución francesa»[37]. Sintomáticamente, el escrito condenatorio La révolution française et la critique contemporaine (1889), de Gaston Feugère, se apoyó mucho en Taine (y en un Mallet du Pan reivindicado por este), al mismo tiempo que criticaba a De Maistre. Pese a su tamaño, los primeros volúmenes de la obra de Taine se tradujeron enseguida al inglés (1876) y al alemán (1877), aunque no llegó al español hasta 1922.
La magna obra de Taine, como ya había sucedido con Burke, Barruel, De Maistre o Tocqueville, tampoco era exactamente una historia de la Revolución francesa, pues más bien pretendía deconstruir en clave crítica e histórica el mundo contemporáneo a partir de examinar unas causas que ligaba a ese acontecimiento y a la Ilustración. Entre otras cosas, desgranaba críticamente lo que denominó el esprit classique, representativo de la herencia ilustrada, y enfatizó que el Terror ya era una realidad en 1789, por consiguiente algo intrínseco a una revolución de la que, apuntó, no se podía salvar una parte buena frente a otra mala. En otro texto se refirió a la personalidad del jacobino como «un loco que tiene lógica y un monstruo que se cree con conciencia. Bajo la obsesión de su dogma y su orgullo, ha contraído dos deformidades, una de la mente, la otra del corazón: ha perdido el sentido común y ha pervertido en sí mismo el sentido moral»[38]. Otro pasaje duro, entre muchos otros, afirmaba que en el contexto de la toma de la Bastilla «de repente surge el bárbaro, mucho peor, el animal primitivo, el simio burlón, sanguinario y lúbrico, que mata haciendo befa y se pavonea del daño que causa. Tal es el gobierno efectivo al que se entrega Francia y, tras dieciocho meses de experiencia, el observador más competente, juicioso y profundo de la Revolución no encontrará nada con qué compararla, sino con la invasión del Imperio romano en el siglo IV».[39]
En una línea parecida, Paul Bourget, antiguo discípulo de Taine, sentenció que se debía «deshacer sistemáticamente la obra asesina de la Revolución francesa»[40], frase después retomada por autores como Charles Maurras[41]. Otro contemporáneo, el antisemita Édouard Drumont, denunció en su best-seller La France juive (1886) que «el único que se ha beneficiado de la Revolución es el judío. Todo viene del judío; todo vuelve al judío», o que «desde 1394, cuando expulsó a los judíos, Francia siempre estuvo en ascenso. Desde 1789, cuando los recuperó, no ha dejado de ir cuesta abajo»[42]. No por casualidad resumió así el propósito de su obra: «Taine escribió La conquista jacobina. Yo quiero escribir La conquista judía»[43].
Por otro lado, Émile Keller, vinculado al catolicismo, se propuso explicar la historia de Francia como una guerra sin tregua entre dos principios imperecederos: el evangelio cristiano y un paganismo que asociaba al mal y a la revolución.[44] También se puede recordar al católico Charles Maignen, quien en Nationalisme, catholicisme, révolution (1901) siguió apelando a De Maistre para mostrar el antagonismo entre la Iglesia y la Revolución francesa. Partiendo del pensador reaccionario señaló que «Joseph de Maistre dijo: “La Revolución, que comenzó con la declaración de los derechos del hombre, terminará con la declaración de los derechos de Dios”. Los derechos de la Iglesia son los derechos de Dios: proclamémoslos sin miedo y venceremos a la Revolución»[45]. Finalmente, la memoria vandeana se continuó cultivando con obras premiadas, como L’Épopée vendéenne (1914), de Gustave Gautherot, autor católico que no paró de escribir contra la Revolución francesa en escritos como La Démocratie révolutionnaire (1912), Le vandalisme jacobin (1914) o Les Suppliciées de la Terreur (1926), que simultaneó referentes como De Maistre, De Bonald y Taine y que finalmente acabó apoyando el Gobierno de Vichy.
Otra obra relevante fue La Révolution française et la Psychologie des révolutions (1912), de Gustave Le Bon, libro que debe leerse en conexión con su famosa Psicología de las masas (1895) y que en verdad colisiona con Taine. Pese a valorarlo y citarlo reiteradamente, criticó que sobrevalorara el racionalismo de los revolucionarios, a su juicio caracterizados por su irracionalidad e incluso carácter religioso, algo que solo habría captado Tocqueville. De ahí que comparase la fe revolucionaria con la mahometana y desde este marco explicase la veloz expansión de sus ideas por Europa[46]. Como conclusión señaló que «los hechos de la Revolución enseñan [...] que un pueblo liberado de las restricciones sociales, los fundamentos de la civilización, y abandonado a sus impulsos instintivos, pronto recae en su salvajismo ancestral. Toda revolución popular que triunfa es un retorno momentáneo a la barbarie»[47].
Además, hubo diálogos o disputas con la tradición positiva. Uno conocido lo protagonizó François-Alphonse Aulard, autor del destructivo libro Taine: historiador de la Revolución francesa (1907). En esta detallada refutación le reprochó su distorsión de la realidad, sus graves omisiones al explicar la evolución de la Revolución (como el Estado de guerra o las insurrecciones y complots realistas) y una pobreza documental además sesgada. Aulard se enfrentó no tanto ideológica como metodológicamente para desacreditar a Taine, denunciar el carácter selectivo de sus informaciones e, incluso, se refirió a su obra como «casi inútil a la historia».[48] Poco después fue respondido por Augustin Cochin, quien en La crisis de la historia revolucionaria. Taine y Aulard (1909) quiso rescatar la dignidad y valía historiográfica del historiador conservador y desautorizar a su antagonista[49]. Cochin mismo fue posteriormente replicado por Charles Seignobos y Albert Mathiez.
Por otro lado, Cochin promovió un enfoque sociológico de la Revolución francesa en la estela de Durkheim que se desmarcaba del psicológico de Taine y desembocó en análisis más tarde famosos como el de las «sociedades de pensamiento». A su juicio, estas habrían logrado imponer ya bastante antes de la Bastilla una en verdad represiva «república de las letras» que habrían conducido más tarde al «reino permanente y absoluto de la opinión»[50]. Por ello, Cochin proyectó el Terror a la propia Ilustración y aseveró que «antes del sangriento Terror del 93, hubo de 1765 a 1780 en la república de las letras un terror seco, del que la Enciclopedia fue el comité de salvación pública y d’Alembert Robespierre. Siega reputaciones como el otro siega cabezas; su guillotina es la difamación»[51]. Pese a distanciarse de lo que llamó «la conspiración de melodrama» de Barruel[52], el católico Cochin también fomentó el relato de la masonería en libros, publicados póstumamente a causa de su muerte con solo cuarenta años durante la Primera Guerra Mundial, como La Révolution et la Libre pensée (1923) o Les Sociétés de pensée et la Révolution en Bretagne (1788-1789) (1925), galardonado póstumamente con el Grand prix Gobert de la Academia Francesa, anteriormente ganado por Nettement, Mortimer-Ternaux o Funck-Brentano.
V. EL MOMENTO DE ACTION FRANÇAISE[Subir]
La figura más conocida de Action Française, fundada en 1899, fue Charles Maurras, quien criticó la Revolución francesa en muchos textos, especialmente en sus Réflexions sur la révolution de 1789 (1948) o en L’ordre et le desordre: les «idées positives» et la révolution (1948). Mientras que en este último asoció la herencia revolucionaria a una «tradición de la muerte» y la propia a una «tradición de la vida»[53], en sus Réflexions señaló que «no sé si la Revolución es satánica, como decía Joseph de Maistre. Ella es cierta e inevitablemente antifrancesa [...]. Ella ha destruido Francia»[54]. Por eso prefirió retratarla como un acontecimiento en verdad no galo, sino judío y germánico. Ya antes, en el prefacio añadido a la edición de 1922 de Romantisme et révolution, y refiriéndose a figuras como Rousseau o Lutero, Maurras había señalado adaptando a De Maistre que «los padres de la Revolución se encuentran en Ginebra, en Wittenberg y, más antiguamente, en Jerusalén. Derivan del espíritu judío y de las variedades de cristianismo independiente que hicieron estragos en los desiertos de Oriente o en los bosques germánicos; es decir, en las diversas rotondas de la barbarie»[55].
Por su parte, Louis Dimier salió en defensa de la historia prerrevolucionaria del país galo en Les prejugés ennemis de l’histoire de France (1908), donde confesaba que «siempre había odiado la Revolución de todo corazón», y posteriormente se refería a esta como «el enemigo de la integridad de la historia»[56]. Antes había escrito Les Maîtres de la contre-Révolution au dix-neuvième siècle (1907), donde reivindicó la existencia de esta tradición contrarrevolucionaria y apuntó que «deshacer la Revolución es todo el problema. Este mal no es un accidente; este mal no es una decadencia [...]. El mal revolucionario es una enfermedad, una enfermedad que padece la inteligencia francesa»[57]. Para ello propuso una suerte de panteón intelectual de Action Française, donde incluyó a De Maistre, De Bonald, Rivarol y Taine, pero también a Renan, Coulanges, Proudhon, Le Play, Sainte-Beuve, Balzac o los hermanos Goncourt. El objetivo de esta selección era ampliar la extensión de la tradición negativa y vanagloriarse de su grandeza y presunta transversalidad. Como expuso Dimier, «todo eso que la razón y la clarividencia, en una palabra la inteligencia, ha engendrado bajo la forma de grandes genios en este siglo [el xix], no proporciona a la posteridad más que una refutación de estas doctrinas [...]. Todo eso que piensa, en tanto que piensa, en la medida exacta en que piensa, está con nosotros contra la Revolución»[58].
Hubo muchas otras figuras de referencia: desde Léon de Montesquiou, quien reivindicó a De Bonald en obras como Le réalisme de Bonald (1911) o Bonald. Une philosophie contre-révolutionnaire (1913), hasta Jacques Bainville, quien en su popular Historia de Francia (1924) se refirió a la revolución como un fenómeno cíclico en el pasado galo, uno muy anterior a 1789 y contra el cual luchar. Eso se habría evidenciado en una figura histórica reivindicada durante la Comuna y la Tercera República como Étienne Marcel, a quien juzgó como un precursor medieval «casi revolucionario» de la Revolución francesa[59].
Sin embargo, el referente historiográfico de la época fue Pierre Gaxotte, autor de la revisionista La revolución francesa (1928), que fijó la interpretación más desarrollada e ilustre de Action Française sobre el acontecimiento revolucionario[60] y que se tradujo al inglés (1932), español (1934), alemán (1949), italiano (1949) e, incluso, polaco (2001). Para ello se apoyó en referentes como Taine, Cochin o Bainville y en un capítulo sintomáticamente titulado «El terror comunista» aseveró que «el comunismo no se concebía sin un inaudito despliegue de coacciones y de fuerza. En realidad, él es quien da su sentido al Terror, lo que puede explicar su marcha y su duración»[61]. Luego añadió:
Jamás cayó un poder más terrible en manos más despreciables. Lo mejor de Francia está escondido o se ha ido a los ejércitos. Lo que gobierna es lo último, o, como dice Taine, los notables de la improbidad, de la mala conducta, del vicio, de la ignorancia, de la torpeza y de la grosería: «Gentes desprestigiadas, pervertidos de toda clase y condición, subalternos envidiosos y llenos de odio, pequeños tenderos llenos de deudas, obreros vividores y nómadas, puntos fuertes de café y de taberna, vagabundos de la calle y del campo, hombres del arroyo y mujeres de la acera; en resumen, toda la gusanera antisocial masculina y femenina; en este montón informe hay algunos energúmenos de buena fe, cuyos cerebros perturbados han dado espontáneamente acceso a la teoría de moda; pero los otros, en número mucho mayor, son verdaderos animales de presa, que explotan el régimen establecido y no han adoptado la fe revolucionaria más que porque ofrece pasto a sus codicias.[62]
Así se mostraba que la actualización o renovación de esta tradición implicaba a su vez que los posteriores colectivos detestados, desde los communards hasta los comunistas, pudiesen ser incorporados dentro de la tradición de una Revolución francesa que, en consecuencia, podía ser descrita anacrónicamente con esos apelativos. Así se evidencia también cómo esta memoria negativa no solo se ha renovado con nuevas informaciones o puntos de vista a la hora de retratar el pasado, sino también con el vocabulario derivado de posteriores episodios odiados que, en clave retroactiva, pasaban a ser oportunamente redirigidos para reforzar aún más el relato negativo de la Revolución francesa. Más tarde sucederá lo mismo, cuando se la quiera describir en términos de totalitaria o genocida o querer hacer de Robespierre una especie de precursor de Hitler.
Un hecho significativo vinculado a la tradición negativa fue la fundación en 1930 del finalmente efímero Círculo Augustin Cochin, cuyo presidente era Frantz Funck-Brentano, su vicepresidente Robert Vallery-Radot y su presidente de honor Paul Bourget. También Maurras se declaró admirador suyo y en 1942 escribió acerca de Cochin: «Era un maestro. Tenía la ciencia del historiador, el arte del escritor y el pleno atrevimiento del filósofo y del lógico»[63].
En 1939 Léon Daudet cargó con dureza contra la conmemoración del sesquicentenario de 1789 y se refirió a la fiesta del 14 de Julio como «la fiesta de los caníbales»[64]. En otro artículo, respondiendo a la famosa expresión de Clemenceau, destacó de la Revolución francesa que era «un bloque de sangre y pus»[65]. En su libro Deux idoles sanguinaires. La Révolution et son fils Bonaparte (1939) ahondó en esa expresión, apeló a referentes como Taine, Maurras, Bainville, Gaxotte o Cochin y destacó que
quiero demostrar que, conforme a las palabras de Clemenceau, la Revolución es un bloque... un bloque de estupidez, —de tontería, como habría dicho Montaigne— de estiércol y sangre. Su forma virulenta fue el Terror. Su forma atenuada es la democracia actual, con el parlamentarismo y el sufragio universal, y la elección, como fiesta nacional, del inmoral catorce de julio, cuando, con la mentira de la Bastilla, comenzó el paseo de las cabezas sobre las picas. El catorce de julio, verdadero inicio del periodo terrorista y completado por el gran miedo. Una fecha fatal para el país[66].
Ese mismo año, una figura muchas veces cercana como Daniel Halévy, tío del historiador libertario Daniel Guérin, publicó su Histoire d’une histoire esquissée pour le troisième Cinquantenaire de la Révolution française (1939). Este libro testimoniaba la relevancia de las luchas de la memoria del momento y combatió el relato oficial de 1789 desde referentes de esta tradición negativa, como Taine, Péguy, Barrès y Maurras, pero también Michelet y Proudhon. Este ya había servido de inspiración para la fundación en 1911 del Cercle Proudhon por Georges Valois y Édouard Berth. Antes, su recuerdo había influido en el Esquisse d’une histoire de France (1910), de Eugène Cavaignac[67], libro deudor de Burke, Renan y Taine que no olvidó las tesis masónicas, situó la fecha de 1789 como el origen de la decadencia de Francia y fue galardonado con el primer premio de Historia concedido por el Institut d’Action Française, dirigido por el mencionado Dimier.
VI. EL FASCISMO, VICHY Y LA MEMORIA ANTIRREVOLUCIONARIA[Subir]
La Revolución francesa y la Ilustración fueron dos de los episodios más demonizados por los movimientos fascistas. Según Zeev Sternhell, «el fascismo, antes de convertirse en fuerza política, fue un fenómeno cultural. El crecimiento del fascismo no hubiera sido posible sin la rebelión contra la Ilustración y la Revolución francesa que barrió Europa a fines del siglo xix y principios del xx»[68]. Todo eso se manifestó de diversas maneras. Por ejemplo, Mussolini proclamó que los fascistas «representamos un principio nuevo en el mundo; representamos la antítesis neta, categórica, definitiva, de todo el mundo de la democracia, de la plutocracia, de la masonería; por decirlo en una palabra, de todo el mundo de los inmortales principios del 89»[69]. Por su parte, Hitler describió ya en 1923 a la Revolución francesa como una tentativa judía por establecer su dominio frente a los arios y a la aristocracia[70], mientras que en su Denkschrift de 1936 la asoció críticamente al bolchevismo y al judaísmo[71]. Tras llegar los nazis al poder, Goebbels exclamó incluso en 1933 que se iba a proceder a una revolución del espíritu con la que borrar «el año 1789 de la historia»[72]. Por poner un último ejemplo, Alfred Rosenberg aseveró en El mito del siglo xx (1930) que «la Revolución francesa de 1789 no fue más que un gran colapso sin pensamientos creadores. Nosotros vivimos hoy su desmoronamiento y nuestro tiempo de cambios y de conocimiento de las especificidades de la sangre significa la mayor revolución del alma que conscientemente comienza hoy»[73].
Un acto simbólico contra la memoria revolucionaria lo protagonizó Rosenberg en el mismo territorio francés, entonces ocupado. En noviembre de 1940 pronunció la triunfalista conferencia «Oro y sangre» (Gold und blut) en la Asamblea Nacional en París y ajustó cuentas con la herencia de 1789. Criticó la Revolución francesa por cuestiones como la emancipación de los judíos, y por extensión de los negros, con lo que a su juicio se habría facilitado la corrupción de la nación francesa. Siguiendo a Barruel, también la censuró por propagar la masonería y haber contribuido a expandir el principio del oro y del dinero por el mundo, frente a lo cual reivindicó la revolución alemana fundada en la sangre. De ahí que escribiera que «los epígonos de la Revolución francesa se han topado con las primeras tropas de la gran revolución alemana» y que «con ello en principio se ha decidido hoy una lucha mundial»[74]. Su conclusión no era otra que afirmar que la era abierta en 1789 llegaba a su fin.
Finalmente, también el régimen de Vichy tuvo una relación muy conflictiva con la memoria de la Revolución francesa y recurrió a referentes contrarrevolucionarios, como De Maistre, De Bonald o Blanc de Saint Bonnet[75]. Eso condujo a perseguir libros como Quatre-vingt neuf (1939), celebratoria obra del historiador Georges Lefebvre, o se postergó La Marsellesa mientras se impulsaba la composición Maréchal, nous voilà! como himno alternativo y cooficial. La divisa «libertad, igualdad, fraternidad» fue sustituida por la de «trabajo, familia, patria» y numerosas imágenes o bustos de Marianne fueron retirados del espacio público mientras se promovía a Juana de Arco como imagen contrapuesta. En un gesto sintomático, Pétain quiso resignificar la famosa tríada revolucionaria con discursos como este:
Nosotros les diremos [a los jóvenes] que es bello ser libre, pero que la «libertad» real no se puede ejercer más que al abrigo de una autoridad tutelar que deben respetar y a la que deben obedecer [...]. Les diremos a continuación que la «igualdad» es una cosa bella, bajo ciertos ángulos y límites [...], pero que las diferentes clases de igualdad se deben encuadrar en una jerarquía racional, fundada sobre la diversidad de funciones y méritos y ordenada, ella también, hacia el bien común. Nosotros les diremos finalmente que la «fraternidad» es un ideal magnífico, pero que, en la época dolorosa que atravesamos, solo podría haber una fraternidad verdadera en el interior de los grupos naturales que son la familia, la ciudad y la patria[76].
De todos modos, convendría no tachar de fascistas todas las fuentes que estos usaron, muchas en clave pragmática o apropiada. Un caso interesante fue Gaxotte, representante conspicuo de la tradición negativa y miembro activo de Action Française. En su prólogo a la edición española de 1938 declaró que «la Revolución de 1789 señaló el comienzo de una era democrática que parece tocar a su fin. Después de haber conocido durante un siglo triunfos continuos y sin precedentes, las ideas revolucionarias se baten hoy en retirada en casi todas partes y llegará el día en que se podrá hablar de esta historia muerta, sin despertar más pasiones que si se tratase de la guerra de los cien años o de la revuelta de los cabochianos»[77].
Sin embargo, se debe decir que Gaxotte se negó a colaborar con el gobierno de Vichy y que fue perseguido por la Gestapo. Por su parte, Maurras manifestó su postura aislacionista, ni probritánica ni progermana, en La seule France (1941), lo que le llevó a recibir duras críticas, como la del germanófilo Lucien Rebatet en su best-seller Les décombres (1942). Maurras ya había tomado antes distancias con la antisemita revista Je suis partout, donde escribían Robert Brasillach, Louis-Ferdinand Céline o Rebatet. Nuevamente, pues, deben recalcarse los matices y diferencias de los componentes de esta tradición negativa. Compartir como enemiga una misma memoria no significa compartir un mismo proyecto político.
En cambio, Bernard Faÿ, historiador que revitalizó las tesis masónicas de Barruel y fue nombrado director de la Biblioteca Nacional Francesa en 1940, sí fue un significado colaboracionista. Ya en 1935 había publicado La francmasonería y la revolución intelectual del siglo xviii, donde, aupándose sobre trabajos como los de Cochin, se proponía subrayar la centralidad de los masones, y especialmente de Benjamin Franklin, en la «preparación» de la Revolución francesa. Su conclusión fue que «la masonería del siglo xviii ha hecho el espíritu revolucionario; el espíritu revolucionario ha forjado las revoluciones y las revoluciones han creado una masonería nueva»[78]. Otro colaboracionista fue Robert Vallery-Radot, autor de La dictadura masónica (1934) y de Sources d’une doctrine nationale, de Joseph de Maistre à Charles Péguy (1942). Esta obra, como si fuera una actualización de la antes citada de Dimier, era una suerte de antología de autores, entre los cuales estaban De Maistre, Proudhon, Coulanges o Péguy, que debían ayudar a definir el espíritu nacional frente al de 1789.
Faÿ, Vallery-Radot y Jean Marquès-Rivière, autor del libro pronazi Les ouvriers et Hitler (1941) y guionista de la película antimasónica Forces occultes (1943) de Paul Riche, impulsaron también la revista Documents maçonniques (1941-1944). En sus números hubo artículos sobre la divisa «libertad, igualdad y fraternidad» o sobre el 14 de Julio para desacreditarlos o buscar sus conexiones con la masonería. Por ejemplo, Faÿ insistió en que el origen intelectual de las ideas revolucionarias no se debía a autores ilustrados como Rousseau, Voltaire o Diderot, sino a las logias masónicas, o afirmó que «todos los puestos importantes en política, entre 1788 y 1792, han estado ocupados por masones»[79]. También aseveró que la masonería conectaba con todas las revoluciones anteriores, desde la americana de 1776, y que su espíritu animaba asimismo la cruzada antifascista[80]. No faltó la reivindicación de Drumont para insuflar de carácter antisemita a la tradición negativa.
VII. DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL AL PRESENTE[Subir]
El fin de la Segunda Guerra Mundial certificó el fin del Gobierno de Vichy y el declive de Action Française, pero no comportó ni mucho menos la desaparición de la tradición negativa. Como advirtió Raymond Aron en El opio de los intelectuales (1955), «grandiosa u horrible, la catástrofe o la epopeya revolucionaria corta en dos la historia de Francia. Parece levantar y oponer a dos Francias: una que no se resigna a desaparecer, y otra que no se cansa de continuar su cruzada contra el pasado»[81]. De hecho, en sus Réflexions sur la Révolution de 1789 (1948), Maurras había señalado en una línea parecida que «la crisis revolucionaria no se ha terminado. El debate no ha sido juzgado ni intelectual ni moral ni políticamente. De este costado, nada se ha acabado ni ha recibido una forma definitiva»[82].
Además, la memoria de la Revolución francesa ganó una renovada importancia indirecta a nivel internacional, que también influyó en el país galo. La sustitución de la amenaza fascista por la comunista en el contexto de la Guerra Fría ayudó a esa transformación, pues la memoria de la Revolución francesa fue frecuentemente asociada a la de la Revolución rusa. En realidad, habían sido los revolucionarios rusos los primeros en reivindicar ese vínculo, incluso de la mano de Lenin, quien recurrió al ejemplo jacobino de cara al presente[83] y, ya en el poder, decidió erigir un monumento a Robespierre. Esa conexión histórica entre las dos revoluciones fue rápidamente ratificada desde Francia por un historiador tan importante como Albert Mathiez. En el célebre artículo «El bolchevismo y el jacobinismo» (1920) señaló muchos paralelismos entre las dos revoluciones y resaltó la voluntad de emulación de Lenin respecto al pasado revolucionario francés y, en concreto, respecto a Robespierre. También retrató el bolchevismo como un jacobinismo perfeccionado y criticó la Tercera República francesa por declararse heredera de la revolución al mismo tiempo que era antibolchevique y no homenajeaba la memoria del dirigente jacobino[84].
Gestos como los de Lenin y Mathiez facilitaron que se efectuara el ejercicio inverso desde posiciones antirrevolucionarias: condenar a la Revolución francesa como precursora de una Revolución rusa con la que guardaría destacables semejanzas. Un adalid central de esta postura, ya durante la Guerra Fría, fue el liberal Jacob Talmon, autor de Los orígenes de la democracia totalitaria (1952), traducido rápidamente al español (1956) o al francés (1966). El más influyente representante de esta nueva perspectiva liberal fue François Furet, aunque, más que un contrarrevolucionario, fue un fecundo revisionista anticomunista que se apoyó en historiadores como Tocqueville, Cochin o Alfred Cobban y fue muy usado desde la tradición negativa. En parte porque en su obra más conocida y crítica, Pensar la Revolución francesa (1978), dejó sentencias como que «la Revolución francesa ha terminado» o que «en 1920, Mathiez justificaba la violencia bolchevique por medio de su antecedente francés, en nombre de circunstancias comparables. En la actualidad el Gulag obliga a reflexionar sobre el Terror, en virtud de proyectos idénticos»[85]. En cambio, Gaxotte y Bainville, citados meramente de pasada, no desempeñan ningún papel relevante. El marco furetiano ayudó a dar fuerza a la manida contraposición entre la democracia (liberal) y el totalitarismo (fuese de izquierdas o de derechas) y, por extensión, a tejer un halo de sospecha contra todo movimiento revolucionario. Como muestra de su impacto, esta obra se tradujo velozmente al español (1980), alemán (1980), inglés (1981), portugués (1988), japonés (1989) y, tras la caída del muro de Berlín, al húngaro (1994), polaco (1994), checo (1994) o ruso (1998).
Con todo ello se mostraba que muchas obras contrarias a la Revolución francesa (e incluso a la Ilustración) preferían centrarse más en su futuro que en su pasado. Habiendo transcurrido tanto tiempo desde ese acontecimiento el mayor problema no era este, sino sus supuestas «derivaciones históricas». Ya no importaban fundamentalmente los hechos históricos tal y como sucedieron, sino presentarlos en una clave prospectiva como un anuncio de las pesadillas y tragedias del siglo xx. Según el caso, el nazismo, el estalinismo o el totalitarismo, como si fuera la etiqueta integradora de ambos. Eso explica que Talmon situara a Rousseau como el representante intelectual de la democracia totalitaria[86]. O que Isaiah Berlin cargara contra el pensador ginebrino y, debido a las consecuencias que atribuyó a sus reflexiones en el siglo xx, lo retratase como «uno de los más siniestros y de los más formidables enemigos de la libertad en toda la historia del pensamiento moderno»[87]. También el libertario y antijacobino Daniel Guérin coqueteó con esta perspectiva y señaló que «los hebertistas plebeyos prefiguraban en más de un sentido a los burócratas rusos de la era estalinista»[88]. Para acabar, Eric Voegelin asoció la Revolución francesa a una teocracia totalitaria y acerca del famoso Esquisse de Condorcet, y pese a haber sido perseguido por los jacobinos, aseveró que su programa
parece ser el primer proyecto sistemático elaborado por un totalitario occidental para la destrucción radical de todas las civilizaciones de la humanidad, tanto las altas civilizaciones como las civilizaciones nativas menos diferenciadas, y para transformar la superficie del globo en el hábitat de una humanidad estandarizada y formada por la ideología de un puñado de intelectuales megalómanos. No hay apenas diferencias discernibles en este punto entre el progresista totalitario y sus sucesores comunistas y nacionalsocialistas[89].
No debe extrañar que la memoria negativa de la Revolución francesa siguiera bien viva más adelante, como se atestiguó especialmente con la celebración del Bicentenario. Entonces se promovió una publicación periódica como L’anti-89, se reforzó el recuerdo de la Vendée y se la definió repetidamente como genocidio, gracias también a nuevas obras como Le Génocide franco-français (1986) de Reynald Secher, Cristianismo y revolución (1986), de Jean de Viguerie o los posteriores escritos de Alain Gérard, primer y muy duradero director del Centre vendéen de recherches historiques. Después, Secher ha acuñado el neologismo «memoricidio» para denunciar el supuesto olvido de la cuestión vandeana[90]. Un historiador comprometido con estos relatos fue Pierre Chaunu, quien, debido a la poca aceptabilidad de muchos de los integrantes de la tradición negativa en la academia, deploró que «la historiografía de la Revolución, como la Revolución misma, es un gigantesco desperdicio»[91]. También agregó que «la deriva jacobina aparece hoy en día solo como el primer acto, el acontecimiento fundador de una larga y sangrienta serie, que va desde 1792 hasta nuestros días: desde el genocidio franco-francés del Occidente católico hasta el gulag soviético, pasando por la destrucción de la revolución cultural china y el autogenocidio jemer rojo en Camboya»[92].
Por su parte, Philippe de Villiers, gran impulsor del Puy du Fou, inaugurado justamente en 1989, diputado de la Vendée a partir de 1987, candidato a presidente de Francia en 2007 y miembro de Reconquête en las elecciones de 2022, publicó su virulenta diatriba Lettre ouverte aux coupeurs de têtes et aux menteurs du bicentenaire (1989). Ahí destacó que «el robespierrismo es una teocracia que, en su impaciencia, prefigura la demencia de Jomeini» o que el Terror jacobino fue «la matriz de los grandes terrores del siglo xx», entre los cuales el infierno nazi, el Gulag, los jemeres rojos, la Revolución cultural de Mao e, incluso, «las hambres de Estado de Mengistu»[93]. El libro concluía así: «¿Por qué debemos hablar sin cesar de la Vendée en relación con el Bicentenario? Porque ha salvado la libertad de la conciencia [...]. La Vendée ha salvado el honor. Todos nosotros somos vandeanos»[94].
Un ejemplo más reciente ha sido El libro negro de la Revolución francesa (2008), revisionista, presentista e inclasificable obra colectiva de novecientas páginas que apela a referentes como Burke, De Maistre, De Bonald, Mallet du Pan, Tocqueville, Taine, Maurras, Cochin, Bainville, Gaxotte, Talmon o Furet, vincula repetidamente la Revolución francesa al totalitarismo, describe la guerra de la Vendée como genocidio o, apoyándose en Malraux, sugiere que Saint-Just era un fascista o protofascista[95]. Entre sus colaboradores figuran los citados Chaunu, Secher, Viguerie o Sévillia. También participaron Jean Tulard, Emmanuel Le Roy Ladurie o Stéphane Courtois, este último editor una década antes de un libro relacionado como El libro negro del comunismo (1997).
En paralelo, y desde una perspectiva más moderada que evita términos como el de totalitario o el de genocidio, la liberal herencia furetiana se ha encarnado en obras como La politique de la terreur (2000) de Patrice Gueniffey, uno de los estudios más importantes sobre el tema de los últimos lustros. Ahí planteó la conexión inevitable no solo de la Revolución francesa, sino de cualquier revolución, con el Terror. En una tesis que abre y recorre el libro llegó a aseverar que «el Terror no fue ni el producto de una ideología ni una reacción motivada por las circunstancias. No es imputable a los derechos del hombre ni a las conspiraciones de los emigrados de Coblenza, ni siquiera a la utopía jacobina de la virtud: es el producto de la dinámica revolucionaria, y tal vez de toda dinámica revolucionaria. En este sentido, es la naturaleza misma de la revolución, de cualquier revolución»[96].
Mientras tanto, desde fuera de Francia ha habido todavía intentos por «querer acabar» con el legado de la Revolución francesa que al mismo tiempo han apuntado contra la Ilustración o la Modernidad. Una importante muestra ha sido The roads to Modernity (2004), de Gertrude Himmelfarb, muy influyente en el entorno neoconservador norteamericano y de todos modos prologado por el laborista Gordon Brown en su edición inglesa. El objetivo del libro era reivindicar que la auténtica y valiosa Ilustración no era la francesa, sino la británica y, con ella, la americana. Su rostro no sería uno racionalista y antirreligioso, sino uno espiritual que, entre otros, tendría en el metodismo protestante una de sus grandes ejemplificaciones prácticas. Paradójicamente, el antiilustrado Burke aparece así como un gran representante de esta nueva Ilustración[97]. Terminar con la Revolución francesa, pues, sería una manera de querer terminar asimismo con su origen intelectual y proponer una modernidad alternativa.
Es de esperar que cada cierto tiempo aparezcan nuevos libros o productos que renueven esa tradición negativa desde los marcos y requerimientos de cada presente. De ahí la publicación reciente de obras populares como La grande histoire des guerres de Vendée (2017), de Patrick Buisson (con prefacio de De Villiers), o Históricamente incorrecto (2011), de Jean Sévillia, obra revisionista traducida al español con referentes como Bainville, Gaxotte, Secher o Furet. Ya en Históricamente correcto (2003) había proclamado Sévillia que «una misma cadena sangrienta une a Robespierre, Lenin, Stalin y Hitler»[98]. Más recientemente se ha publicado Creer o morir (2019), de Claude Quétel, traducido rápidamente al español (2021), donde explícitamente se usan como referentes a Burke, De Maistre, Rivarol, Mallet du Pan, Cochin, Gaxotte y, sobre todo, Taine. Una conclusión del libro es que «no es que nuestra historia de Francia carezca de temas controvertidos, pero sobre el de la Revolución hay dos Francias que se oponen desde siempre, tanto si se está de acuerdo como si se la condena»[99]. Esta frase se podría haber firmado dos siglos antes.
VIII. CONCLUSIONES[Subir]
La tradición negativa de la Revolución francesa, imposible de retratar exhaustivamente en un artículo, sobresale por su carácter contra, su relativa pluralidad, su dinamismo y por desarrollarse desde una multiplicidad de formatos diferentes. Además, se ha renovado gracias a obras como las de Taine, Cochin, Gaxotte o Furet, diálogos con ulteriores acontecimientos, como la Revolución rusa o el fascismo, o términos posteriores como totalitario, genocidio o fascismo, que en caso oportuno se han proyectado retroactivamente contra el acontecimiento revolucionario. Uno se podría preguntar hasta qué punto el presente era tan o más importante que un pasado maquillado o instrumentalizado según los diferentes contextos y que, por ello, formaba más parte de la memoria que de la historia. En consecuencia, en cada coyuntura ese pasado podía asumir rostros cuando menos ligeramente diferentes. Fuese o no la Revolución francesa un bloque a nivel histórico, está claro que no lo fue a nivel memorístico. Tampoco dentro de una tradición negativa que, aunque siempre en clave condenatoria, la pensó y retrató de diversas maneras.
Además, como en otras tradiciones, también la negativa se caracteriza por una fuerte asimetría geográfica que explica el enfoque de este artículo. Si bien no en exclusiva, la estudiada aquí se ha cultivado principalmente en Francia y se ha exportado desde ahí. Eso ha provocado que muchos países hayan bebido constantemente de estas contribuciones y hayan ejercido un papel más receptor que emisor. Eso ha ocurrido en España, donde las monografías específicas acerca del episodio revolucionario han sido escasas y poco influyentes a nivel internacional (y donde sintomáticamente, en una exhaustiva obra centrada en la historiografía, como La Revolución francesa. Doscientos años de combates por la historia (2019), de Antonino de Francesco, la presencia española es nula). Por eso, la tradición negativa española de la Revolución francesa, con la salvedad de recientes libros divulgativos, como Contra la Revolución francesa (2024), de Fernando Díaz Villanueva y Alberto Garín[100], se ha desarrollado y renovado fundamentalmente por medio de traducciones. Por ejemplo, al español se tradujo rápidamente a Barruel en 1813, a Gaxotte en 1934, a Talmon en 1956, a Furet en 1980 o a Quétel en 2021. En cambio, la principal obra de Burke, censurada en España, se debió publicar primero en México en 1826. También la traducción de la larga monografía de Carlyle fue tardía y no llegó hasta 1900, mientras que la de Taine se efectuó en 1922. Otros autores, como Sybel o Cochin, no han sido traducidos hasta el momento. Todo eso no impidió que la memoria negativa de la Revolución francesa emitiera una importante influencia en España y, por ejemplo, la de la Vendée la tuviera en la identidad carlista[101].
Otro rasgo reseñable de la tradición negativa ha sido una discontinuidad por la que se puede dialogar con referentes lejanos en el tiempo que, pese a haber sido superados por la historiografía posterior, son continuamente citados. Además, en caso oportuno pueden ser releídos, rehabilitados o revitalizados bajo nuevas ópticas. Un buen ejemplo lo protagonizó Furet, quien en Pensar la Revolución francesa (1978) reivindicó a un Cochin entonces prácticamente olvidado y muy distante a nivel ideológico. En este apartado también puede resaltarse la reciente reedición de clásicos de esta tradición, como los de Taine, Bainville, Gaxotte y Cochin mismo, quienes vuelven a influir así con carácter diferido. Por ejemplo, de este último se ha publicado recientemente una selección de sus principales escritos en un volumen titulado La machine révolutionnaire (2018)[102], cuyo prefacio, firmado por Gueniffey, relativiza la relación del autor con un Barruel al que al mismo tiempo presenta curiosa o sintomáticamente como un «jacobino al revés». Últimamente, y atestiguando cómo se pueden recuperar oportunamente obras del pasado, se ha vuelto a publicar incluso a Fénelon Gibon, cuya Petite histoire de la révolution française (1919) se ha reeditado bajo el más vendible título Révolution française. Histoire d’une conspiration contre le peuple (2022).
Una cuarta característica central de la tradición negativa es su mencionada pluralidad o complejidad interna, si bien desde una perspectiva singular. Al tratarse de una tradición unida por su componente antagonista, las características comunes pueden simultanearse con otras no solo diferentes, sino incluso contrapuestas. Eso explica que hubiera tradiciones negativas conservadoras, reaccionarias, fascistas y liberales de la Revolución francesa que se interpenetraron de diversas maneras. O también monárquicas y republicanas. Por supuesto, cada una también se definió por su propia diversidad. Incluso hubo personalidades vinculadas a Vichy, como Marcel Déat o Robert Brasillach, que abogaron por una lectura más positiva de la memoria revolucionaria. Y dentro de Action Française pudo haber posturas distintas, como la de Maurras y la de Barrès.
Un ejemplo reseñable, uno que revela la dimensión internamente problemática de la tradición negativa, fue el de Burke, tan influyente en su momento como en ocasiones incómodo en el orbe católico. Sin embargo, eso no impidió que fuese elogiosamente citado por figuras que iban desde De Maistre y De Bonald hasta Renan, Barrès, Maurras o actualmente Quétel. A fines del siglo xix, Taine lo retrató incluso como «el más profundo teórico de la libertad política» y a su principal obra la valoró como «una profecía al mismo tiempo que una obra maestra»[103]. Antes, Barruel se había referido al «inmortal Burke» y considerado que todo lo escrito tras sus Reflexiones no eran más que comentarios a su texto[104]. Si bien en España fue censurado y referentes tempranos de la tradición contrarrevolucionaria como Rafael Vélez o el Filósofo Rancio no lo citaron y prefirieron a Barruel como referente, Lorenzo Hervás y Panduro lo elogió vivamente en sus Causas de la revolución en Francia (1807), pese a dejar caer su condición de «protestante»[105].
Una última muestra de la mencionada complejidad interna fue que la Revolución francesa criticada en la tradición negativa no siempre era la misma. Frecuentemente se centró más en la fase jacobina o en el demonizado Robespierre. La aportación historiográfica de Taine resultó determinante porque ayudó a justificar una renovada y prolija condena íntegra de la Revolución francesa desde una postura liberal conservadora que no debía salvar sus fases más tempranas o moderadas. Otras veces, como se ha visto, se extendió la crítica a la Ilustración o a la Reforma. Hubo otras posiciones, como la de Bainville, que también prestaron gran atención a un Napoleón al que juzgaron negativamente como continuador y ejecutor de la Revolución. De ahí monografías suyas como Le Dix-huit brumaire (1925) o el best-seller Napoléon (1931).
Un quinto aspecto destacado de la tradición negativa es una porosidad plasmada de múltiples maneras. Para empezar, no solo copiando, sino también invirtiendo reivindicaciones o afirmaciones realizadas desde la tradición positiva. Por ejemplo, la famosa afirmación de Clemenceau de que la Revolución francesa era un «bloque» para defenderla pese a sus excesos, ha sido utilizada desde lados contrarios, como Daudet, para condenarla íntegramente. Otro caso mencionado es el gesto de Lenin o Mathiez, quienes al establecer una continuidad o filiación entre la Revolución francesa y la rusa permitieron que desde el otro lado, como con Talmon, se hiciera lo mismo para condenar ambas. Algo parecido sucedió durante una Tercera República incesantemente vituperada desde la memoria de una Revolución francesa que oficialmente reivindicaba. Antes se había hecho algo similar con una Ilustración cuya herencia había sido ensalzada y panteonizada públicamente durante la Revolución francesa.
Otra porosidad destacable procede de críticas que, pese a provenir de tradiciones ideológicas bien distintas e incluso revolucionarias, podían ejercer una influencia o ser aprovechadas desde las filas contrarrevolucionarias para dar más autoridad y fuerza a los propios relatos. Eso explica el uso de autores como Proudhon o Guérin, cuyas críticas históricas al jacobinismo empleó Furet en Pensar la revolución francesa (1978). Durante el Bicentenario, y en referencia a la Vendée, se difundió la expresión populicidio empleada por Babeuf[106], detestado en otros aspectos en tanto que precursor del comunismo. Dimier ya aclaró que la pluralidad de «maestros» que proponía no debía conducir a equívocos, pues no eran «personas amigas» y simplemente apelaba a sus obras en provecho propio[107]. Hubo gestos análogos en el otro lado y, por ejemplo, Taine no solo influyó en historiadores como Albert Sorel o Louis Madelin, sino también en un anarquista como Piotr Kropotkin y su historia de la Revolución francesa[108].
En sexto lugar, convendría comentar brevemente el complejo uso que se hizo de unos referentes con los que no siempre hubo una concordancia plena en la tradición negativa. Por ejemplo, fue significativo el caso de De Maistre en relación con Louis d’Estampes y Claudio Jannet. Estos autores escribieron La Franc-maçonnerie et la Révolution (1884), criticaron la tesis providencialista del pensador reaccionario y declararon que «nada es tan falso y peligroso como este tipo de afirmaciones, fácilmente refutables a la luz de los hechos posteriores»[109]. Sin embargo, prefirieron no mencionar su nombre y páginas después incluso ensalzaron su «maravilloso genio»[110]. De este modo se evidenciaba cómo a veces convenía visibilizar la autoría de ciertas tesis e invisibilizar otras.
Por esa razón, el enfoque de esta cuestión se ha hecho aquí desde una perspectiva más pragmática que semántica, si bien ambas no dejan de estar interrelacionadas. Lo que importaba de los nombres citados no era solo lo que decían, sino también (y a menudo más) lo que simbolizaban y el uso que por eso mismo se hacía de ellos. Eso explica la constante recurrencia y larga pervivencia de los principales nombres invocados a lo largo de esta tradición, desde los lejanos Burke y Tocqueville hasta Taine, Cochin, Gaxotte o Furet, obviamente según las coyunturas e intereses en juego. Además, las citaciones eran selectivas y a menudo solo recogían pasajes descontextualizados. Por ello, no menos relevante que lo recordado era lo que se omitía de los referentes invocados. Todo eso explica el desarrollo de una tradición que ha funcionado desde un marco agregativo, uno donde en cada contexto convenía citar más a unos referentes u otros y donde autores muy diferentes entre sí, incluso ideológicamente contrapuestos, podían ser reivindicados por una misma persona.
Por consiguiente, y para acabar, no puede esquivarse una cuestión problemática como la de los límites o demarcaciones. Pese al uso que se hizo de ellos, pienso que convendría tener cuidado a la hora de incluir dentro de esta tradición negativa a ciertos críticos de la Revolución francesa que, a pesar de sus duros e influyentes comentarios, quizá no deberían ser encuadrados dentro de esta categoría antagonista. A menudo esos autores centraron sus reproches en una fase o deriva de la revolución, generalmente la jacobina, mas no la impugnaron por entero. En mi opinión, ese sería el caso de Tocqueville, Arendt e incluso Furet, aunque la lista podría ser engrosada con muchos otros nombres. Si bien estos tres autores han sido reiteradamente utilizados por la tradición negativa, y eso explica que no la podamos explicar adecuadamente sin su presencia, no fueron enemigos de la Revolución francesa in toto. Por eso mismo su obra intentó ser apropiada selectivamente desde la tradición negativa y a menudo se sesgaron o radicalizaron sus tesis al mismo tiempo que se omitían otras de sus afirmaciones o de sus escritos menos cómodos.
De Tocqueville pueden recordarse sus posiciones respecto a la «revolución democrática» o que en El antiguo régimen y la Revolución (1856) escribiera que «he estudiado la historia con detenimiento y me atrevo a afirmar que jamás he encontrado ninguna revolución, en que, al principio, se pudiera apreciar en tantísimos hombres un patriotismo más sincero, mayor desinterés y más auténtica grandeza»[111]. En otros momentos mantuvo una actitud semejante. Por ejemplo, justo antes de la Revolución de 1848 exclamó que «Francia había arrojado al mundo, la primera, en medio del estrépito de los truenos de su primera revolución, principios que, posteriormente, se demostraron principios regeneradores de todas las sociedades modernas. Esa fue su gloria, es la parte más preciosa de ella misma»[112]. Quizá por eso ha influido en muchos historiadores e, incluso, fue el autor más citado en un clásico de la tradición positiva como Quatre-vingt neuf de Georges Lefebvre, quien declaró su admiración por Tocqueville e, incluso, escribió una elogiosa introducción para el segundo volumen, dedicado a El antiguo régimen y la revolución, de la edición de Gallimard de sus Obras Completas.
Algo semejante ha sucedido con Arendt, cuyas críticas deben entenderse en su contexto: la reivindicación de una tradición revolucionaria que mirara más el ejemplo de la Revolución americana y no repitiera los errores de la francesa, pero que no comportaban una impugnación total de esta última. Más bien, criticó esos aspectos en los que se habría diferenciado equivocadamente de la Revolución Americana, pero también la elogió en sus coincidencias e intenciones, como el deseo de los revolucionarios de participar en los asuntos públicos. La Revolución francesa, si bien finalmente malograda, fue para Arendt un acontecimiento impulsado por un deseo de libertad y, por ello, su duro juicio debe entenderse más como un lamento. Y conviene recordar que su defensa de la república de consejos también la hizo desde el ejemplo de la primera Comuna de París[113]. Ciertamente, Arendt formaría parte de una tradición negativa de los jacobinos o de Robespierre, pero siendo consciente de que no toda la Revolución francesa se identificaba con esto.
De Furet destaca su reiterada presencia en escritos como los de Villiers, Chaunu o El libro negro de la Revolución francesa, gracias sobre todo a lo expuesto en su obra más conocida y negativa, Pensar la Revolución francesa. Sin embargo, en otras ocasiones, tanto antes como después, sus posiciones han sido diferentes. Por ejemplo, en el contexto del Bicentenario, la consideró como «el gran acontecimiento universal de la historia de Francia. Es el comienzo del individualismo y de la libertad moderna, la base de los principios y valores comunes que aún nos rigen»[114]. Frente a lecturas tan condenatorias como las de Chaunu, también avisó que «hay dos maneras seguras de no entender nada de la Revolución francesa: maldecirla o celebrarla. Los que la maldicen están condenados a permanecer insensibles al tumultuoso nacimiento de la democracia. Quienes la celebran [...] permanecen ciegos ante la ambigüedad constitutiva del acontecimiento, que incluye tanto los derechos humanos como el Terror, la libertad y el despotismo»[115].
Por ello debe tenerse en cuenta que la tradición negativa se alimentó de historiadores o pensadores críticos que en rigor no pertenecieron a esta, o al menos no plenamente, y en verdad destacaron por cierta ambivalencia. Dichos gestos fueron no pocas veces estratégicos y pragmáticos. Con ello intentaban alinearlos con las propias posturas y hacer parecer así la propia tradición negativa como un fenómeno más transversal o extenso. Incluirlos dentro de esta sería una forma de validar ese acto de apropiación y contribuiría a dicotomizar y deshacer algunas de las múltiples complejidades que caracterizaron a la recepción histórica y memorística de la Revolución francesa.