Estudios

CIUDAD Y TERRITORIO

ESTUDIOS TERRITORIALES

ISSN(P): 1133-4762; ISSN(E): 2659-3254

Vol. LV, Nº 217, otoño 2023

Págs. 635-648

https://doi.org/10.37230/CyTET.2023.217.4

CC BY-NC-ND

En defensa del planeamiento como proyecto colectivo frente a los retos actuales de transición eco-social

Agustín Hernández-aja (1)
Isabel González-García (2)

(1) Catedrático

(2) Profesora Contratada Doctora

(1) (2) Departamento de Urbanística y Ordenación del Territorio

(1) (2) Universidad Politécnica de Madrid

Resumen: Si entendemos la ciudad como un espacio físico, social y político, facilitador de procesos de satisfacción de la calidad de vida de sus habitantes; y que toda política con capacidad de transformación social tiene su correlato en la escala física de la ciudad y el territorio, no parece posible definir una nueva política sin un instrumento de planificación espacial que visibilice ese proyecto de transformación. El planeamiento urbanístico sigue siendo un instrumento válido para ello, pero necesita incorporar un marco de referencia que busque dar respuesta a los retos urbanos actuales, sean nuevos o heredados, sin renunciar al extraordinario bagaje de conocimiento y experiencia de la aproximación disciplinar propia, construida con las aportaciones de muchos profesionales y desde la extensa experiencia real e histórica del planeamiento municipal en nuestro país.

Palabras clave: Planeamiento; Proyecto colectivo; Resiliencia urbana; Territorios en transición; Calidad de vida.

In defence of planning as a collective project facing the current challenges of eco-social transition

Abstract: If we understand the city as a physical, social and political space, facilitating processes of satisfaction of the quality of life of its inhabitants; and that any policy with the capacity for social transformation has its correlate in the physical scale of the city and the territory, it does not seem possible to define a new policy without a spatial planning instrument that makes this transformation project visible. Urban planning continues to be a valid instrument for this, but it needs to incorporate a frame of reference that seeks to respond to current urban challenges, whether new or inherited, without renouncing the extraordinary wealth of knowledge and experience of its own disciplinary approach, built with the contributions of many professionals and from the extensive real and historical experience of municipal planning in our country.

Keywords: Planning; Collective project; Urban resilience; Territories in transition; Quality of life.

Recibido: 30.01.2023; Revisado: 18.04.2023

Correo electrónico (1): agustin.hernandez@upm.es ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4485-058X

Correo electrónico (2): isabel.gonzalez@upm.es ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6790-0252

Los autores agradecen los comentarios y sugerencias realizados por los evaluadores anónimos, que han contribuido a mejorar y enriquecer el manuscrito original.

1. El Ave Fénix: las sucesivas muertes y resurrecciones del urbanismo y el planeamiento

El urbanismo y el planeamiento han sido dados por muertos en varias ocasiones y después han recuperado su posición como herramienta valiosa para garantizar la adecuación de la transformación espacial a los modelos de sociedad emergentes. Esta sucesión de episodios no son más que el reflejo del ciclo de las respuestas de transformación o mutación profunda con las que la disciplina se acomoda al ciclo de los cambios del entorno social, dándole una respuesta espacial, sin la que sería imposible su desarrollo.

A finales de los años 60 confluyeron dos crisis conceptuales que afectaban a la visión corriente que se tenía del planeamiento: la de la modelística y la de la teoría de sistemas, que habían intentado llevar a sus últimas consecuencias, la esperanza, excesiva, de que el método científico, procedente de las ciencias puras aplicado al urbanismo, diese lugar al ajuste perfecto entre modelo espacial y modelo socioeconómico, dando lugar a una crisis de legitimidad del planeamiento urbanístico, que parecía incapaz de dar solución al conflicto urbano y a los impactos evidentes sobre el ecosistema y la calidad de la vida cotidiana.

En los años 60, y como reacción al simplismo del funcionalismo y el esquematismo de los principios de la Carta de Atenas (y la crítica al zoning), se había intentado una aproximación a la ciudad por emulación del método científico, la modelística y la teoría de sistemas, entendiéndose el plan como expresión holística de un problema resoluble desde la racionalidad científico-técnica (Sabaté, 2019). Frente a la visión totalizadora de la modelística, la reacción que surgió en aquellos momentos –finales de los 60 y primeros 70– puso el acento en el entendimiento de la ciudad “como un producto de la historia y la cultura, y no como el resultado de una evolución natural diseccionable con instrumentos científicos” (Sabaté, 2019), desplazando el interés desde el entendimiento global y el énfasis en la estructura (el plan) al fragmento (el proyecto), lo que en nuestro país dio lugar a la irrupción del llamado “urbanismo urbano” (Laboratorio de Urbanismo de Barcelona, [LUB], 1987). Simultáneamente en el mundo anglosajón se pusieron de manifiesto otras contradicciones internas del planeamiento urbanístico, quebrando dos de las asunciones fundamentales que hasta entonces lo habían soportado: el consenso operativo sobre el concepto de interés público y de un sistema de conocimiento adecuado a la idea de planificación. (Sabaté, 2019).

Jane Jacobs (1961) a través de su “Muerte y Vida en las Grandes Ciudades” o Herbert Gans a través de su “People and Plans” (1968), entre otros, criticaron como los supuestos intereses en nombre del bien común de los planificadores no siempre eran tales, y que, en ocasiones, estos terminaban obrando al servicio de los intereses de los operadores inmobiliarios o de las grandes empresas. Otros autores como Peter Hall en su “Great Planning Disasters” (1980) destacaron el agotamiento del planeamiento y lo presentaron como sinónimo de un fracaso histórico del propio urbanismo, dando por sentado su completo descrédito y anunciando incluso que parecía abocado a la autodestrucción.

A pesar de estas críticas, no hubo tal desaparición del planeamiento, seguramente consecuencia de su permanente capacidad de reformulación, adaptación a los cambios y flexibilidad instrumental, que –hasta ahora– ha demostrado tener, desarrollándose como herramienta para generar un modelo de futuro y para permitir una aplicación hasta cierto punto ordenada de éste.

La crítica situacionista en los años 60, y la ola del arquitecto estrella holandés Rem Koolhaas a finales de los 90, son dos de las invectivas más feroces realizadas contra la disciplina urbanística en general y del planeamiento urbano en particular. Desde posturas ideológicas completamente opuestas, ambas buscan atacar su línea de flotación: negando su capacidad real de intervención sobre la realidad y su capacidad de generar una solución formal diseñada desde el principio. Desde una posición radical, en el “Programa elemental de la oficina de urbanismo unitario” de 1961 Attila Kotanyi y Raoul Vaneigem sostenían la inexistencia del urbanismo, reduciéndolo a mero espectáculo al servicio del capitalismo: “el urbanismo no existe: no es más que una “ideología” en el sentido marxista de la palabra” (VV.AA., 1977).

Desde una postura opuesta, rendida a la globalización neoliberal de finales del siglo XX y profundamente catastrofista, Koolhaas (1996) certifica también el fracaso del urbanismo como el “fracaso colectivo de todos los agentes que actúan sobre la ciudad, o tratan de influirla creativa, logística y políticamente”. Profundamente cínico, no elude su propia responsabilidad, como la de todos aquellos “quienes hemos estado riéndonos del ámbito del urbanismo hasta hacerlo desaparecer, desmantelándolo en nuestro desprecio” (Koolhaas, 1996).

Ambas críticas contienen, desde nuestra opinión, en sí mismas las respuestas al problema que plantean: pretenden atacar la naturaleza misma del urbanismo o del planeamiento, pero realmente lo que atacan es sólo una determinada forma de ejercerlo. Realmente no pueden considerarse como críticas consistentes al urbanismo como disciplina, sino a configuraciones y formulaciones concretas de éste. En el caso de los situacionistas, la crítica a determinado urbanismo tecnocrático al servicio del capitalismo es feroz, y en el de Koolhaas, en realidad no critica el planeamiento sino a la ausencia de éste, pues –como hay que recordar– se está refiriendo a la evolución de la ciudad de Lagos en Nigeria, donde como dice De Terán (2005) “lo que no se puede hacer es hablar de fracaso del urbanismo donde el urbanismo (que, como mínimo, es un conjunto de estudios, de normas y de regulaciones, apoyados políticamente) no ha existido. Y es claro que donde ha existido, no ha sido sólo el urbanismo lo que ha fallado”.

De una forma u otra, estas críticas emergen cada cierto tiempo, convirtiéndose de forma paradójica en la herramienta con la que la disciplina revisa sus bases, el planeamiento, y su percepción del objeto sobre el que trabaja, la ciudad. A medida que las sociedades occidentales han ido evolucionando y en un contexto de crecimiento de las incertidumbres, económica, social y ambiental, las condiciones de contexto en que debe desenvolverse el planeamiento se han hecho más complejas, y aunque desde una visión limitada y parcial parecería que se ha perdido la capacidad anticipadora del plan, en realidad su capacidad de adaptación le permite ajustarse a las nuevas demandas, siempre con la idea de construir un mecanismo de equilibrio de fuerzas divergentes sobre el espacio.

2. El papel del planeamiento. ¿Para qué y para quién?

2.1. El planeamiento como instrumento de mediación social

EL espacio urbano es el ámbito donde se expresa el conflicto social (Burdett, 2011), donde hay una confrontación entre diferentes intereses públicos y privados, representados por una larga nómina de actores: políticos, urbanistas, arquitectos, promotores inmobiliarios, instituciones financieras, propietarios de suelo y especuladores (Ezquiaga, 2020).

Esta visión conflictual tiene en el planeamiento un instrumento de mediación social para encontrar acuerdos. En palabras del profesor Ruiz Sánchez (2002): “el urbanismo es válido desde que se trata de un instrumento necesario de mediación social. Esta idea de mediación social tiene, al menos, dos componentes: por una parte, se trata de mediar entre individuos y grupos que, por separado, tienen intereses no coincidentes pero que, sin embargo, necesitan los unos de los otros ya que la realización más o menos efectiva de unos está vinculada a la realización parcial de los otros; por otra parte, y esto es una novedad en nuestro sistema de valores, también hay que mediar entre la realización de los objetivos de la sociedad actual y la posible hipoteca sobre las posibilidades de las generaciones futuras, y ambas implican una responsabilidad sobre el mantenimiento de un sistema social y económico justo”.

De este modo, “el proyecto urbanístico integra, a través de la programación, la responsabilidad de los agentes en el planeamiento. [... ] El sujeto agente actúa asumiendo de manera consciente el conocimiento y la aceptación de una voluntad social que legitima la propia acción sobre su parcela concreta de dominio. De este modo, la ordenación física no se convierte de manera exclusiva en una modelización estática –a través de un imposible plano de imagen final- sino en una orientación de tipo estructural –física, naturalmente- hacia la consecución del espacio social de una sociedad con su propio proyecto”. (Ruiz Sánchez, 2012).

2.2. El planeamiento como instrumento de transformación social

Todo proyecto espacial y por tanto toda propuesta de planeamiento urbano que lo materialice e intente llegar a buen puerto debe acomodar y ajustar el espacio que genera a la síntesis de los proyectos políticos o sociales del momento en que se realiza. La ciudad y el territorio se transforman acompasadamente con la sociedad que contienen. Lo anterior no significa que el espacio resultante sea producto exclusivo de una voluntad consciente, si no que será el resultado del reacomodo del espacio inicial a las necesidades explicitadas y a sus códigos de representación. Pero lejos de desaparecer, los códigos de la ciudad preexistente persistirán sin que sea posible totalmente ignorados, conviviendo los nuevos con los propios de otros proyectos coetáneos y otros significantes complementarios, antagonistas o independientes del nuevo proyecto político. (Hernández Aja, 2019).

Esta aproximación a la planificación urbanística como una herramienta para el cambio y la transformación social enlaza con una de las grandes líneas del pensamiento y la acción disciplinar (Choay, 1970) que entiende que toda política con capacidad de transformación social tiene su correlato (consciente o inconsciente) en la escala física de la ciudad y el territorio. Es en esta escala en la que los ciudadanos encuentran satisfacción a sus necesidades y demandas o donde éstas se ven frustradas. (Hernández Aja, 2019).

En los primeros años de la transición política en España, el plan se concebía como un proyecto de transformación colectiva, en un contexto de explosión de demandas sociales y políticas, que debía ir acompañado de un esfuerzo técnico e innovador en la producción de un planeamiento al servicio de la sociedad, compendio de todo un conjunto de saberes acumulados por la experiencia de los urbanistas y las demandas de la ciudadanía. El paso del optimismo sobre las capacidades del planeamiento a la llamada “crisis del plan”, enunciado en los años 90, se produce en un contexto de crisis (que en la relación con lo social y político se conoció como “el desencanto”), justificado por razones que van desde el cuestionamiento del urbanismo como disciplina científica a su supuesta incapacidad para reaccionar ante la incertidumbre que provocan los cambios cada vez más rápidos y profundos del sistema, pero también y fundamentalmente, por la frustración que produce, sobre técnicos y políticos la imposibilidad de controlar los efectos que produce la creciente consolidación del modelo neoliberal,que cuestiona de forma inequívoca cualquier instrumento de regulación que pueda limitar su despliegue. Algunos autores establecen y critican que los sistemas de planificación se estaban reduciendo a ser instrumentos con una clara función económica, de normalización del valor inmobiliario y con una vocación más regulatoria que distributiva (Mancuso, 1980; De Las Rivas, 2020), dejando atrás no solo su herramienta como transformación del espacio y las relaciones sociales, sino incluso aquellas posiciones reformistas que incorporan la idea de orden con el objetivo de reconducir el caos urbano y de con ello generar una propuesta, en cierta manera, de modelo estable de ciudad e incluso de sociedad urbana.

2.3. El planeamiento como instrumento de diálogo con el futuro para afrontar la incertidumbre

La planificación hoy en día se produce en una ciudad y un territorio que “ya tiene forma” (De Las Rivas, 2020) y donde el nivel de incertidumbre ante los procesos y dinámicas futuras parece haberse incrementado. En este contexto, existe cierta tendencia a considerar complicado plantear un proyecto a medio y largo plazo, es decir, a futuro, como es un plan urbanístico al uso. Sin embargo, lo que parece permanecer inalterable es la concepción del espacio urbano como un espacio de conflictos y procesos complejos sometidos a tensiones e intereses enfrentados. Desde este punto de vista, la crisis de la planificación se puede entender como una condición de partida: el urbanismo es la disciplina de la crisis y el plan busca reducir la incertidumbre, aspira a estabilizar estos contextos urbanos complejos (De Las Rivas, 2020) a través de un proyecto colectivo de futuro que choca con dos importantes limitaciones: la imposibilidad de anticipar el futuro y la dificultad para articular la visión colectiva. Ante esta realidad, la actividad urbanística no puede ser determinista sino abierta, creativa dentro de un marco de referencia suficientemente consensuado de sostenibilidad y equidad que racionalice, desde la reflexión y la actitud crítica, la “aspiración permanente a mejorar el presente” (Gadamer, 1992).

Detrás de los posicionamientos anti-regulacionistas que abogan por la desaparición de la planificación compleja e integral de la ciudad y el territorio, se encubren posiciones cuyo objetivo es preservar el orden y la hegemonía establecida por el modelo económico dominante. Frente a ello la planificación aparece, como la única manera de enfocar un modelo espacial que necesita de la gestión de lo común sobre el espacio físico, con el objetivo de poder cumplir la aspiración legítima de mejorar las condiciones de vida actuales y futuras de la ciudadanía. La improvisación y la visión neoliberal del mercado (laissez-faire) han demostrado su incapacidad para resolver, a medio y largo plazo, los grandes retos urbanos como son la crisis ambiental, las consecuencias del cambio climático, el consumo desmedido de recursos, la desigualdad creciente, y su incapacidad de gestionar el bien común y el desarrollo de la vida urbana como construcción social, ya que su objetivo es la búsqueda de soluciones a corto plazo para aumentar la rentabilidad de las inversiones privadas.

El plan se puede entender como un instrumento de mediación social entre lo que se puede saber del espacio y la sociedad (análisis), lo que se considera importante o problemático (diagnóstico) y lo qué quiere para el futuro (propuesta) una ciudadanía diversa en un contexto democrático pero tensionado por intereses económicos, sociales y políticos más o menos perfilados que requiere de acuerdos (gobernanza) para gestionar su territorio y conducirse en escenarios de incertidumbre creciente.

Desde este posicionamiento es necesario plantearse de dónde se parte, en qué dirección (objetivos) y qué cargamos en la mochila: marcos de referencia, instrumentos, aprendizajes imprescindibles; qué es necesario revisar en cada nueva transformación de
lo urbano, para revisarlos, renovarlos o desecharlos.

3. Nuevos y viejos retos del planeamiento: ¿hacia dónde?

Nos encontramos en un momento de gran incertidumbre en el que han surgido con fuerza nuevas emergencias de gran calado, como la emergencia climática, consecuencia directa de un modelo de desarrollo económico que depende de un consumo elevado de recursos naturales finitos y que tienen un efecto directo sobre el territorio y sus habitantes, pero también grandes transformaciones socioeconómicas en un marco de globalización que se presenta como más débil de lo que habíamos creído, y una segunda piel tecnológica que compite con el espacio real y con las formas de socialización, distribución y producción que conocíamos.

Las visiones emergentes que revisan el modelo de la planificación urbana y territorial han entendido lo que supone este gran reto, fruto de la construcción de un complicado sistema urbano-territorial al servicio de un modelo económico basado en un elevado coste en términos energéticos, ambientales y sociales tanto para su construcción como para su mantenimiento y gestión, y que produce una degradación en forma de residuos y espacios abandonados de muy difícil asimilación por el ecosistema. A este nuevo reto se le suman los viejos retos de la planificación, que han estado presentes desde el origen de la disciplina, como la reducción de la pobreza y la desigualdad urbana, que no sólo se han agudizado sino que, han adquirido formatos nuevos, más complejos, vinculados a dinámicas de nuevas vulnerabilidades (cuyo ejemplo más reciente ha sido la aparición explosiva de la pandemia sanitaria producida por el Covid19), a los que están sometidas cada vez más amplias capas de la población y que suelen concentrarse en determinados espacios (barrios o áreas vulnerables), en contraste con lo que podríamos llamar dinámicas de elitización, dos caras del mismo proceso de segregación socio-espacial y que tienen su materialización espacial en una desigualdad urbana que segrega cada vez más el espacio de nuestras ciudades.

No menos compleja es la asunción por el planeamiento de los fenómenos que están produciéndose sobre nuestras ciudades fruto de la crisis del pacto social que se había implantado tras la segunda guerra mundial en Europa y que en España se incorporó tardíamente tras la desaparición de la dictadura. Modelo en el que la administración ejercía el papel de regulador y redistribuidor directo de parte de las plusvalías generadas, mediante un engranaje legal y administrativo más o menos bien engrasado donde la planificación urbana jugaba un papel fundamental como instrumento de regulación de estas plusvalías sobre el espacio en forma de equipamientos servicios y vivienda social.

3.1. RETO 1_Segregación socio-espacial como expresión de la desigualdad urbana

La tendencia al crecimiento de la desigualdad entre los habitantes de la ciudad es una constante a lo largo de su historia, de hecho, la desigualdad, se considera uno de los mayores retos de las áreas urbanas contemporáneas (Sevilla, 2012). La desigualdad va pareja a una creciente segregación espacial, que unida a la creciente fragmentación funcional (segregación de los usos en la ciudad e hipertrofia de las infraestructuras de movilidad) configura un espacio urbano formado por partes en creciente simplificación, que dan lugar a un mosaico de piezas segregadas social y funcionalmente. En las grandes áreas urbanas esta depuración del espacio urbano no es nueva y se ha venido configurando desde los años 50-60, como señala Tamayo en el caso del área urbana madrileña (Tamayo, 2015), a través de un proceso de depuración residencial (cuyo objetivo es una segregación espacial que le permita obtener las mayores rentas), apoyado en un sistema inmobiliario, cada vez más hegemónico, y de unos poderes públicos complacientes. El resultado que nos encontramos, no es el de una ciudad articulada, sino un espacio compuesto de piezas sueltas que, en palabra de Fernando Roch, “haría las veces de una anticiudad —un desdoblamiento urbanizado “de clase”— ya que su estricta naturaleza inmobiliaria habría suprimido definitivamente cualquier traza de la ciudad tradicional, y la habría “liberado” tanto de todos sus condicionantes como de cualquiera de sus potencialidades, consagrando el modelo de exclusión que la anima y vincula al valor inmobiliario: un cuerpo desmembrado y excluyente del que hubiera desaparecido todo vestigio de lo urbano, y ocupado por simples habitantes. Probablemente la forma más depurada de desposesión”. (Roch, 2008).

La priorización de la producción inmobiliaria frente a la producción de ciudad articulada a través de elementos de consumo colectivo, tuvo su origen en el periodo tardofranquista y se consolidó en la época democrática posterior, pese al esfuerzo, fundamentalmente de los primeros ayuntamientos democráticos, para requilibrar el espacio urbano con la implementación de políticas públicas de redistribución, de los bienes comunes que de la ciudad esperan todos sus ciudadanos, redistribuyendo los equipamientos en las áreas peor dotadas, mejorando la calidad y legibilidad del espacio público y desarrollando planes de vivienda.

La crisis de 2008 (pinchazo de la burbuja) no desaceleró el proceso de segregación, sino todo lo contrario. Se han incorporado nuevos mecanismos de depuración social, apoyados en procesos de transformación e intervención urbana, ya sea a través de nuevos desarrollos urbanísticos tanto en suelo urbanizable como en suelo urbano (no tan estudiados ni inventariados), cambios de usos en suelo urbano o tolerancia, cuando no apoyo decidido, a la gentrificación, cesión a la gestión privada de espacios dotacionales y de servicios “adaptados” a “nuevos estilos de vida” (“hispterización”, elitización comercial y de ocio adaptados a grupos específicos, “Smart uses” vinculados a los Tics, etc...); así como la creación de un imaginario de “nuevas necesidades” funcionales para situar las ciudades en el marco de una globalización altamente competitiva, que supera las necesidades locales para ponerse al servicio del capital global.

Como ejemplo podemos citar el caso del espacio metropolitano madrileño, en el que las distintas piezas del conjunto se han configurado en torno a patrones inmobiliarios simplificados con un alto grado de homogeneización y especialización en las distintas dimensiones (social, urbana, funcional...) (González, 2013; Sánchez-Toscano, 2013). La predominancia de esta producción de espacios simplificados, acentúa las dinámicas de segregación previas, tanto de los procesos de exclusión hacia abajo (barrios vulnerables, desfavorecidos, áreas con fuerte precarización, la “ciudad sobrante”, etc...) como los de autoexclusión hacia arriba (áreas exclusivas, urbanizaciones privadas de “alto standing”, áreas comerciales “alfa”, ajustándose con características y mecanismos específicos, a cada espacio, en función de las características morfológicas de cada área, su articulación urbana o metropolitana, su grado de centralidad, etc.), pero dando lugar a una falsa complejidad, basada solo en una imagen superficial de esta, creando espacios que simularán “centralidad” gracias a un consumo creciente de recursos (energéticos, económicos y sociales), que antes o después entrarán en colisión con los intereses de las áreas de menor renta y peor localización que no les podrán seguir transfiriendo recursos de manera indefinida.

3.2. RETO 2_La vulnerabilidad urbana, un proceso multidimensional de riesgo de exclusión y desfavorecimiento

Parece haber consenso en entender la vulnerabilidad urbana como el indicador de la probabilidad de que la población de un determinado espacio urbano sea afectada por alguna circunstancia adversa, degradando de forma significativa la calidad de vida de sus habitantes. El concepto alude no tanto a la existencia de una situación crítica constatada en la actualidad sino a la de unas determinadas condiciones de riesgo, fragilidad, desfavorecimiento o desventaja que harían posible la entrada en esa situación crítica. Entendiéndose como un proceso multidimensional de desventaja frente al resto del área urbana en la que se enclava. (Hernández & Alguacil & Camacho, 2014).

En la literatura especializada parece haber un cierto consenso en que el abordaje de la vulnerabilidad urbana puede realizarse desde, al menos dos perspectivas (De Santiago, 2010): una perspectiva más objetiva o mensurable a partir de ciertos parámetros relacionada con las condiciones de desfavorecimiento social que expresan las desventajas estructurales de una población para desarrollar proyectos vitales; y una segunda perspectiva más subjetiva, relacionada con una situación psicosocial que deriva de la percepción que los ciudadanos tienen del ámbito territorial donde desarrollan su vida y de sus propias condiciones sociales. En este sentido, la vulnerabilidad se podría entender como un concepto relativo, contextual, que debe ser enmarcado en un territorio y en un contexto social concreto.

Existen numerosas propuestas para evaluar, medir e identificar las poblaciones o individuos que como consecuencia de la combinación de una serie de condiciones se ven inmersos en un proceso de desfavorecimiento y vulnerabilidad. En general estas propuestas se realizan desde dos aproximaciones diferentes: partiendo de los individuos y grupos afectados (person-based) o partiendo de los ámbitos territoriales donde se concentran y se retroalimentan estas condiciones de vulnerabilidad (place-based). En el campo tanto de los estudios urbanos como de la planificación y las políticas urbanas, predomina esta segunda aproximación (Córdoba, González & Guerrero, 2018), ya que permiten articular proyectos de intervención integrales que buscan regenerar el espacio, pero también apoyar a sus poblaciones para que recuperen en su totalidad su estatus de ciudadanía.

3.3. RETO 3_ Crisis de recursos, emergencia climática y nuevas emergencias

Nos encontramos en un momento en el que se vislumbra un escenario de crisis del sistema por haber superado los límites en la disponibilidad de recursos (y de la biosfera de absorber nuestros residuos) que necesitamos para mantener el ritmo de crecimiento que se ha demostrado imposible de mantener. En la agenda urbana han comenzado a tener relevancia algunas cuestiones que son el resultado visible de esta crisis global. Así, el proceso de cambio climático muestra sus efectos a escala no solo global sino a nivel local y regional con consecuencias directas sobre el territorio, las ciudades y los ciudadanos que lo habitan.

Parece necesario revisar las bases sobre las que se ha cimentado nuestro modelo de desarrollo económico para entender el momento en el que nos encontramos y la dificultad para cambiar los rumbos y tendencias. Hasta el nacimiento de la “ciencia moderna” se había configurado una visión esencialmente religiosa del mundo y del hombre, el mundo se entendía como un gran ser vivo y el comportamiento de todos los elementos que lo conformaban, encontraban una explicación paralela al comportamiento del hombre. Esta visión organicista continuó en la Antigüedad clásica y fue asimilada por el cristianismo occidental durante el Medievo a través de los textos de los pensadores griegos consolidándose la creencia de que la tierra y todos los elementos que la conforman –minerales, vegetales y animales– están en continuo crecimiento y expansión. (Naredo, 1987). Esta creencia en la posibilidad de crecimiento ilimitado de todos los elementos que constituyen la Tierra, es decir, la posibilidad de que todo se pueda producir y reproducir indefinidamente y sin límite quedó impregnada tan fuertemente que contribuyó, no sólo al nacimiento de la idea de producción, sino a la fe ciega en el progreso que todavía persiste en la actualidad.

Hubo que esperar hasta principios de 1970 para que se consolide una idea que dé lugar a la constatación de la insostenibilidad de los modelos de crecimiento económico indefinidos sobre un planeta limitado, tanto con el 1º Informe del Club de Roma, como con el ya famoso “Informe Meadows” (“Los límites del crecimiento, 1972), que ponía negro sobre blanco una proyección del futuro del planeta y sus habitantes, si no se modificaba el modelo de producción y consumo dominante.

Las repercusiones del sobre-pasamiento de los límites (ecológicos y de recursos) sobre el territorio y la ciudad son evidentes, tanto por los efectos que la crisis climática ha empezado a producir en los sistemas urbano-territoriales como por el hecho de que son estos sistemas los grandes contribuidores a la insostenibilidad del modelo. Desde el punto de vista de la planificación urbana y territorial, se están desarrollando dos tipos de estrategias diferenciadas: estrategias de adaptación, que a través de medidas e iniciativas de carácter paliativo, a corto y medio plazo, se plantean cómo solucionar o prevenir los efectos; y, estrategias de mitigación, propuestas de mayor calado y más largo plazo, que proponen ahondar en las causas, transformar y reconvertir el sistema urbano territorial para reducir los daños que produce nuestro modelo y consumo y por tanto el modelo de urbanización desarrollado hasta ahora. Parece que no es el momento de elegir tan solo uno de los dos caminos sino el de asumir que ambas estrategias son complementarias y por tanto base de un nuevo modelo de planificación e intervención sobre el territorio. Aunque creemos que son las estrategias de mitigación, que implican una transformación profunda del modelo, las que parecen favorecer sinérgicamente los aspectos sociales y medioambientales, porque al proponer la reducción de la huella ecológica, el consumo de recursos y la protección del ecosistema, nos permiten generar modelos de planeamiento urbano que ponen el foco en la reconstrucción del espacio cotidiano y de proximidad y en la reducción de la movilidad, en la reactivación de las economías locales y circulares, en recuperar la agricultura de proximidad y las políticas de soberanía alimentaria, en apostar por un metabolismo urbano con cierre de ciclos (energía, materia y agua) próximos y cercanos, etc. Todo ello supone una reconversión de la manera que hemos gestionado el diseño de la ciudad en la escala próxima y la gestión del territorio : frente a la dispersión urbana y la segregación de usos y funciones urbana, la eficiencia de la mezcla de usos y actividades; frente a la ciudad de los acontecimientos y eventos, la ciudad de los ciudadanos y de los cuidados; frente a la ciudad como inversión, la ciudad como valor de uso y espacio de disfrute de sus ciudadanos; frente a los objetivos inalcanzables e inabarcables de las aspiraciones individuales, los objetivos finitos y más abarcables de las necesidades humanas.

3.4. RETO 4_ Crisis de los modelos de gobernanza tradicional y del pacto establecido entre ciudadanía y poderes públicos: ¿cuestionamiento del planeamiento tradicional?

Como ya se ha dicho, desde finales de los 70 se inicia un proceso de crítica del planeamiento urbanístico tradicional al que se le acusa, entre otras cosas, de plantear un modelo general para un horizonte temporal supuestamente cierto y por tanto previsible, cuando la realidad superaba sus previsiones. La constatación de la incertidumbre sobre el futuro y evolución de los procesos urbanos, que se desarrollaban de forma cada vez menos predecible y más rápida, junto con el desarrollo de aspectos estructurales como los procesos de desregulación económica, no siempre compatibles con la regulación urbanística, parecen explicar, parte del declive, en el campo teórico, del plan convencional, aunque formalmente nunca ha dejado de existir. Otras razones parecen también incidir en el origen de esta crítica, como el surgimiento del denominado “urbanismo postmoderno” y de la “cultura del proyecto urbano” (Monclús, 2003). Así, la intervención urbanística se focaliza en actuaciones puntuales de carácter recualificador, revitalizador y reformalizador, a través de los «proyectos urbanos» (De Terán, 1997). Pero lo cierto es que muchos de los proyectos urbanos de los 80, adolecen de las mismas debilidades atribuidas al planeamiento desarrollista y ejemplos como los Docklands de Londres siguieron el modelo, que después se extendería por Europa, de utilizar dinero público para movilizar inversiones privadas, proyectos estratégicos que buscan producir una acción catalizadora para las inversiones inmobiliarias y que no siempre dan los resultados esperados en el ajuste de la operación a esas necesidades cambiantes, produciendo iguales sino mayores problemas sobre la ciudad a la que pretendían redimir. Este nuevo tipo de planificación se impone en los años 90 con la convicción de que las intervenciones urbanísticas deben ser más selectivas y orientadas a mejorar la eficiencia económica y funcional de la ciudad. Además, son compatibles con el ideario neoliberal que ven en ellas propuestas no solo compatibles sino impulsoras de sus intereses. Se acuña el nombre de “planes de tercera generación” y “proyectos urbanos estratégicos” para este tipo de actuaciones, que no dejan de ser sectoriales y que ignoran el impacto que producen sobre el resto de la ciudad y el resto de dimensiones, sociales y ambientales.

Sin embargo, la crisis económica de 2008 y el actual contexto de emergencia de crisis global del sistema, parece haber extendido la conciencia de que estamos en una nueva etapa del proceso de urbanización, que no puede seguir creciendo indefinidamente, en un marco de recursos limitados, estableciéndose la necesidad de un nuevo marco para la planificación, que incorpore y articule una evolución de la ciudad y el territorio compatible con su sostenibilidad (Hernández Partal, 2020; Hernández Partal, 2020b). Existe realmente la constatación de que el mercado no es capaz de resolver los actuales problemas provocados por el crecimiento insostenible (desigualdad social, amplias capas de la población sin acceso a vivienda digna, crisis climática y de recursos, ciudades duales, etc...). Desde el marco institucional, se busca compatibilizar eficiencia económica con justicia social y encontrar una respuesta a través de la renovación de los instrumentos y las políticas urbana incluso a través de recetas cuasi-milagro incorporando todo tipo de fuzzy concepts (resiliencia urbana, cohesión territorial, diversidad, desarrollo sostenible...). El actual marco de la planificación parece incapaz de regular/gobernar/gestionar/coordinar las nuevas formas de ocupación territorial y de organización social e incorporar las exigencias de participación de los diferentes agentes (públicos, privados, sectores ciudadanos) en la configuración y gestión del territorio donde operan y residen.

Es importante recordar que el planeamiento urbanístico siempre se ha debatido entre las necesidades a priori contradictorias de la certidumbre (proyecto a futuro) y la necesidad de flexibilidad de sus determinaciones; entre la estricta regulación y la discrecionalidad de su aplicación; entre el plan-ley de la Europa continental y el plan de concertación del sistema anglosajón (Font, 2002). ¿Cuál de los dos modelos es más adecuado actualmente?

En el complejo contexto actual, diferentes modelos coexisten y participan del proceso de construcción de la ciudad y el territorio. En cada modelo los agentes participan, se involucran y juegan un papel también muy diferente. El esquema siguiente recoge de forma sintética y simplificada cada uno de estos modelos:

De una forma muy simplificada los hemos resumido en tres grandes modelos: el modelo heterónomo que coincide con el Modelo de Bienestar clásico, el modelo neoliberal surgido como contrapunto al anterior y consolidado a partir de los años 90 en España y los modelos emergentes o alternativos que en las últimas décadas se han configurado como interesantes iniciativas, aunque todavía demasiado singulares. Los tres modelos coexisten desde diferentes configuraciones de forma simultánea.

En este contexto complejo, ¿cuál es el papel de la planificación? ¿Tiene sentido el planeamiento urbanístico como instrumento omnicomprensivo? ¿Cuál es su papel? ¿Cómo incorporar a los agentes? ¿Es momento de nuevos instrumentos o de renovar y coordinar los existentes? Son muchas las cuestiones sin una clara respuesta, pero lo que parece claro es que el planeamiento no puede ser entendido, como el incuestionable resultado de aplicar un método que garantiza la certeza cuando somos conscientes de encontrarnos en un marco de máxima incertidumbre. Aceptando que no hay medio de eliminar la incertidumbre, y que el planeamiento no puede proponer un modelo cierto y unívoco de respuesta sí que, sin embargo, puede proponer la materialización espacial de una propuesta colectiva de amplio acuerdo que medie entre intereses y conflictos: un libro de instrucciones para la gestión del territorio y la ciudad según un modelo espacial acordado entre todos, un proyecto colectivo que proponga la estructura espacial general de una determinada propuesta política en el sentido más aristotélico del concepto de política. Todo proyecto colectivo es un proyecto político y cómo tal necesita de un modelo urbano y territorial para llevarse a cabo. Como hemos visto, a lo largo de la década se cuestiona constantemente el instrumento, pero no el modelo político que había detrás, ya que una de las grandes falacias, que sustentan la crítica al planeamiento, es entender que el plan es un documento técnico aséptico y que la planificación es una técnica separada de la política. Pero como ya indicó Terán (1997): ¿se puede hablar de urbanismo sin política? Intentaremos dar respuesta a esta cuestión a continuación.

4. La necesidad de incorporar nuevos marcos de referencia para la reflexión y la praxis en la planificación

Entendemos la ciudad como un espacio físico, social y político, facilitador de procesos de satisfacción de la calidad de vida de sus habitantes dentro de un modelo de sostenibilidad ambiental, social y económica en un entorno territorial del que depende (González, 2013).

Este sería el marco de referencia de cualquier iniciativa, solución o intervención incluido el planeamiento, de tal manera que la exigencia de adaptación de los elementos que configuran el sistema a cualquier nueva situación vendría limitada por la permanencia dentro de estos márgenes de calidad de vida y sostenibilidad para el conjunto del sistema. En este punto, el concepto de resiliencia tendría sentido y no tanto como un objetivo sino como una cualidad y/o habilidad que puede ser útil en determinadas circunstancias para alcanzar el objetivo final de una calidad de vida para todos, perdurable en el tiempo sin comprometer el futuro de las futuras generaciones.

En el modelo actual donde la función de la ciudad como construcción física, social y política para satisfacer las necesidades de sus ciudadanos (Max-Neef, Elizalde, Hopenhayn, 2010) queda supedita la ciudad como estructura de acumulación y soporte del sistema económico financiero global, la planificación física y la intervención en el territorio y la ciudad al uso favorecen la consolidación de esa visión al exigir que tanto las estructuras físico-espaciales como las sociales y políticas se adapten y adecúen para poder mantener a la ciudad como artefacto económico-financiero. El objetivo final sería equilibrar o revertir el proceso. Para ello, la agresión no puede ser naturalizada, sino reconocida como una agresión provocada que debe ser frenada y combatida. En esta línea, parece imprescindible reconocer la naturaleza política de la ciudad y la planificación urbana. Por esa razón, parece importante incluir aquí tres conceptos claves que definirían el marco de referencia del modelo de planeamiento urbanístico:

1_La resiliencia urbana como el proceso de pervivencia resistente (para seguir viviendo a pesar del tiempo y de las dificultades) cuyo objetivo es satisfacer las necesidades de sus habitantes de forma colectiva y duradera en un estado de equilibrio inestable entre la adaptación (a las nuevas situaciones) y el conflicto (enfrentándose a los procesos destructivos).

Esta idea de resiliencia urbana resistente incorpora varios aspectos que fortalece y despoja de ambigüedad al concepto de resiliencia urbana mayoritariamente utilizado. Primero, no elude el conflicto entre el modelo hegemónico centrado en el crecimiento económico y las necesidades reales de las ciudades en relación a sus ciudadanos; se decanta claramente por el segundo modelo que debería prevalecer frente al primero; centra el objetivo en la satisfacción de las necesidades humanas (calidad de vida) y por tanto el sistema urbano se mantendrá, adaptará o transformará en función de la consecución de ese objetivo; e incorpora la idea de incertidumbre y equilibrio inestable. El rol del planeamiento como herramienta de gestión del conflicto resulta clave.

2_La calidad de vida desde la complejidad (bienestar, sostenibilidad e identidad social) como marco de referencia para la intervención en la ciudad y el territorio.

Desde esta perspectiva, la calidad de vida de los ciudadanos, por tanto, depende de factores sociales y económicos y también de las condiciones ambientales y físico-espaciales. (Alguacil & Hernández & Medina & Moreno, 1997). La ciudad se puede entender como un meta-satisfactor sinérgico de las necesidades humanas y la calidad de vida urbana como un grado óptimo de la satisfacción de las necesidades humanas. Se convierte así en un objetivo del proyecto de la ciudad y por tanto del planeamiento urbano que deberá plantear como un meta-objetivo la creación de un modelo físico-espacial de suficiente calidad para permitir e impulsar la satisfacción de las necesidades humanas en la ciudad y el territorio.

3_Un marco de referencia institucional que permita articular los nuevos instrumentos programáticos (Agendas urbanas, Planes de Acción, etc.) y los instrumentos normativos o de ordenación (planeamiento urbanístico y de ordenación territorial).

Parece fundamental en este punto no olvidar el marco institucional tanto internacional como nacional de la planificación y por supuesto el marco legislativo de la planificación urbana y territorial. Se trata de marcos diferentes y con unas implicaciones sobre la planificación totalmente diferentes respecto a su grado de implementación. Porque unos hacen referencia a marcos de reflexión, debate y recomendación (agendas urbanas, ODS) mientras que otros a marcos normativos y legislativos de obligado cumplimiento (Directivas, legislación estatal y autonómica) y que inciden de forma directa en el diseño e implementación de los instrumentos de planificación. El papel y la importancia de cada uno de ellos es diferente y complementaria pero indudablemente sustancial para la planificación. Los ODS no pueden servir como herramientas operativas para el cambio, sin embargo, puede servir como un marco para la reflexión, comunicación y construcción de un imaginario, no tanto nuevo sino renovado, desde una perspectiva integradora de los diferentes retos. En el caso concreto del planeamiento urbano-territorial, esa visión integrada de los retos y su articulación espacial es la base de su esencia y utilidad.

5. ¿Hacia una refundación del planeamiento urbano y territorial?

Pocos aspectos han suscitado tanto interés en las dos primeras décadas del siglo XXI como los relacionados con la regulación –ordenación– del crecimiento de la ciudad y sus fenómenos asociados como la imposibilidad de acceso a la vivienda de grandes sectores de la población, la especulación y el boom inmobiliario, la formación y estallido de la burbuja inmobiliaria, los nuevos desarrollos residenciales periféricos, la ingente cantidad de suelo ocupado por la urbanización, las ruinas modernas provocadas por el pinchazo de la burbuja o la hipertrofia de las infraestructuras de comunicación y transporte, frente al nuevo paradigma de la sostenibilidad primero y de la emergencia climática después; y también los que han abordado la ruptura de la contigüidad espacial clásica del fenómeno urbano y la consolidación de nuevos modelos de ciudad, ya sea la ciudad dispersa, en sus múltiples acepciones, o el llamado archipiélago urbano como consecuencia del proceso de hipertrofia de las infraestructuras y de la urbanización.

El argumento que suele acompañar es que estos grandes problemas no se arreglan con leyes o sólo con leyes, ya que el planeamiento vinculado a ellas ha dejado de “ser una garantía de racionalidad territorial y de defensa del interés general, para convertirse en un instrumento de seguridad jurídica al servicio de intereses económicos particulares” (Calderón & Cuesta, 2017). Esta visión enfatiza la crítica en el tipo de instrumento, el planeamiento urbano, como causa del problema y se plantea como alternativa la planificación estratégica, siempre difusa variable y al servicio de sector que la promueve. Sin embargo y como se ha demostrado en numerosos ejemplos estos nuevos instrumentos más vinculados a la concertación pueden configurar deliberadas estrategias para la penetración del capital financiero inmobiliario; un capital que opera en las ciudades con un alto grado de autonomía, ya que a menudo no existen instrumentos normativos e instrumentos técnicos y de gerencia para la aplicación y regulación de las propuestas de la planificación estratégica. ¿Esto significa que no son válidos ni útiles? La respuesta es no, pero de igual manera hay que contestar sobre la supuesta invalidez o inoperancia del planeamiento urbano, que puede y debe seguir siendo el instrumento marco de referencia para estructurar el modelo colectivo de una ciudad, territorio o región.

El gran error está en considerar que los instrumentos de planificación son el problema y no el modelo económico y social que hay detrás. Los instrumentos no dejan de ser medios que pueden ser mejorados, al igual que la legislación en la que se sustenta, pero no son el problema ni la solución en sí mismos, al ser las herramientas que trasladan los objetivos y el contenido del modelo político (que incluye todas las esferas: económica, social, ambiental) a un modelo espacial que se desarrollará sobre un soporte físico concreto dando respuesta a las necesidades expresadas, en un marco de límites y referencias expresadas políticamente.

El planeamiento no es una estructura autónoma capaz de generar por sí misma racionalidad sino una herramienta para la concreción de las propuestas políticas de los que detentan la representación social, y reflejan el orden de las relaciones existentes entre distintos poderes, reflejando un pacto más o menos explícito (Hernández, 2019). Aceptando el marco de las políticas sectoriales de gran importancia, el planeamiento urbanístico puede, no obstante, en sus distintos escalones, reflexionar y, en su caso, proponer soluciones alternativas a las políticas sectoriales. De hecho, es el único instrumento con capacidad para prever y describir en un documento único un conjunto de políticas sectoriales públicas o privadas, proponiendo las soluciones a los problemas detectados y alternativas a las propuestas (Hernández, 2019).

La pregunta sobre la necesidad de refundación del planeamiento puede resultar pretenciosa en un contexto como el actual. Sin embargo, sí parece pertinente destacar la necesidad del incorporar un marco de referencia para la planificación que busque dar respuesta a los actuales retos urbanos, sean nuevos o heredados y que incorpore las importantes aportaciones realizadas desde otras disciplinas y agentes sin renunciar al extraordinario bagaje de conocimiento y experiencia de la aproximación disciplinar propia construida con las aportaciones de muchos profesionales, investigadores y sobre todo desde la extensa experiencia real e histórica del planeamiento municipal en nuestro país. A partir de las lecciones aprendidas e incorporando nuevas aportaciones se podrá reforzar un sistema de planeamiento que materialice un proyecto colectivo para la ciudad y el territorio en el marco integrador de la calidad de vida. Eso implica dar respuesta a:

La reconstrucción de las relaciones entre el soporte físico natural (ecosistema natural) y el soporte construido en términos de reducción del impacto de las actividades humanas sobre el territorio y de la huella ecológica mediante:

• Cierre de los ciclos de materiales y energía en entornos cercanos, lo que implica una gestión próxima y de escala local de la energía y los residuos y una reducción de los consumos incorporados a través de estrategias de diseño y reconversión del soporte urbanizado.

• Incorporación de la naturaleza y sus ciclos en la ciudad a través de las infraestructuras verdes y azules (Elorrieta-Sanz, & Olcina-Cantos, 2021), la naturalización del espacio libre público y la conexión de la red de espacios libres urbanos con la red de espacios naturales.

• Protección de los suelos agrícolas e incorporación de estrategias agroecológicas y de soberanía alimentaria como herramientas de la planificación urbana y territorial que permita el desarrollo de agricultura de proximidad y el fomento de los productos de cercanía y temporada en los mercados locales.

• Ajuste y reducción de la ocupación de suelo para la urbanización de acuerdo a las necesidades reales a través de las herramientas propias como la clasificación (o desclasificación de suelo urbanizable) de suelo y la reconversión hacia modelos urbanos y territoriales menos dispersos y menos demandantes de suelo.

La reconversión de la estructura urbana y territorial hacia un modelo basado en la proximidad y accesibilidad entre los espacios de trabajo, de residencia y los servicios al ciudadano.

La implementación de estrategias de rehabilitación y regeneración urbana integrada frente a estrategias de crecimiento y nuevos desarrollos.

La incorporación de forma efectiva y continuada de los agentes implicados y la ciudadanía en el diseño y evaluación del plan y su gestión posterior.

El plan como una herramienta básica para el reequilibrio territorial y de resistencia resiliente frente a las posibles crisis.

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