Estudios

CIUDAD Y TERRITORIO

ESTUDIOS TERRITORIALES

ISSN(P): 1133-4762; ISSN(E): 2659-3254

Vol. LV, Nº 215, primavera 2023

Págs. 07-26

https://doi.org/10.37230/CyTET.2023.215.1

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Fetichismo morfológico: informalidad y estigmatización en la historia del urbanismo

Álvaro Sevilla-Buitrago

Profesor titular

Universidad Politécnica de Madrid

Resumen: A pesar de la abundante literatura disponible sobre el fenómeno de la “informalidad”, se ha prestado una atención menor a la instrumentalización de la dimensión morfológica como dispositivo de gobierno. Este artículo explora el rol de la ideología formalista en la producción de imaginarios espaciales excluyentes a través de la noción de “fetichismo morfológico”. Con frecuencia el discurso urbanístico ha movilizado este mecanismo en la estigmatización de grupos subalternos, contribuyendo a forjar una idea arquetípica de informalidad vinculada a la pobreza. El trabajo ofrece una breve síntesis de los debates sobre informalidad y sus lagunas, elabora la categoría de fetichismo morfológico para estudiar las lógicas que delimitan lo informal como “otro” del orden socioespacial hegemónico, y explora distintas expresiones históricas y geográficas de este mecanismo, mostrando su continuidad en el tiempo.

Palabras clave: Ciudad informal; Informalidad urbana; Estigma territorial; Morfología urbana; Historia del urbanismo.

Morphological fetishism: informality and stigmatization in planning history

Abstract: Despite the vast literature available on the subject of “informality”, little attention has been paid to the mobilization of morphology as a regulatory device. This article explores the role of formalist ideologies in the production of exclusive spatial imaginaries through the notion of “morphological fetishism”. Planning discourse has often deployed this mechanism to stigmatize subaltern populations and to forge an archetypal idea of informality associated with poverty. The paper provides a brief synthesis of the literature on informality and some of its gaps, elaborates the concept of morphological fetishism to study the logics that demarcate the informal as the “other” of hegemonic socio-spatial orders, and explores different historical and geographical expressions of this process, showing its continuity over time.

Keywords: Informal city; Urban informality; Territorial stigmatization; Urban morphology; Planning history.

Recibido: 03.02.2022; Revisado: 06.06.2022

Correo electrónico: alvaro.sevilla@upm.es; ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9243-4265

El autor agradece los comentarios y sugerencias realizados por los evaluadores anónimos, que han contribuido a mejorar y enriquecer el manuscrito original. Agradece también a Helga von Breymann y Andrés Jiménez por su invitación a participar en el V Congreso ISF-H, que sirvió de reflexión inicial para los argumentos plasmados en este artículo.

1. Introducción: la forma ausente

A principios del siglo XXI Naciones Unidas estimaba que más del 40% de la población mundial vivía en asentamientos informales en países en desarrollo y casi el 80% en los países menos desarrollados (UN-Habitat, 2003, p. vi). Poco después Neuwirth (2005) hablaba de un “nuevo mundo urbano” de “ciudades en la sombra” construidas por ocupantes ilegales y Mike Davis advertía que este “planeta de slums” se había convertido en el hogar de una “humanidad excedente” al borde del colapso, expulsada contra su voluntad de los modos tradicionales de habitar y subsistir (Davis, 2006, p. 174). El fenómeno, añadirían pronto otros observadores, era predominante en el Sur global pero se daba también en el Norte con otras modalidades y expresiones espaciales, no tan evidentes (Devlin, 2011; Durst & Wegmann, 2017; Mukhija & Loukaitou-Sideris, 2014; Ward, 2004). ¿Era la urbanización capitalista una maquinaria que desplazaba incesantemente a capas cada vez más amplias de la población mundial a formas de vida al margen de los mercados formales de trabajo, consumo y vivienda? Tras más de medio siglo de debates la reflexión sobre el fenómeno de la “informalidad” ha ganado un nuevo impulso y relevancia en las últimas décadas y continúa suscitando lecturas muy diversas, incluso enfrentadas (AlSayyad, 2004; Connolly, 2013; Cravino, 2006; Duhau, 1998; Porter, 2011; Roy, 2005).

Las agencias públicas invocan esta categoría de forma rutinaria para designar actividades económicas, formas de asentamiento y prácticas espaciales al margen del control estatal y de los mercados regulados; la prensa general recurre a ella reforzando el estigma de ciertos espacios y grupos de población; corrientes emergentes en el mundo académico han querido dar al concepto el estatus de un nuevo paradigma epistemológico en el campo de la teoría urbana (Elsheshtawy, 2011); otras, mientras tanto, rechazan la división formal-informal y niegan su utilidad científica, caracterizando ese dualismo como un puro constructo ideológico (Pradilla, 1995). Pero, paradójicamente, la literatura disponible ha prestado una atención menor a la propia institución de la morfología como heurística para calibrar y juzgar la desviación de determinados entornos respecto a una cierta norma socioespacial o a la instrumentalización de la forma como mecanismo regulatorio, como dispositivo de gobierno.

Este artículo explora el rol histórico del discurso urbanístico sobre la forma del espacio y los asentamientos en las políticas de la informalidad y la construcción de imaginarios geográficos excluyentes. La idea de informalidad se entenderá como un constructo discursivo que rodea a los asentamientos y prácticas espaciales subalternos y se sostiene en buena medida a través de representaciones simbólicas cargadas de contenido cultural y moral, antes que puramente legal o regulatorio. El conjunto de saberes y técnicas que denominamos urbanismo o planificación espacial han contribuido a forjar esa construcción simbólica y a trazar la frontera que estigmatiza ciertas prácticas, grupos y lugares a través de procedimientos heterogéneos, pero con una lógica común: el fetichismo morfológico.

La noción de fetichismo no designa aquí simplemente una fijación por aspectos de diseño en las técnicas de base físico—espacial—una inclinación evidente pero relativamente inofensiva. El problema surge cuando esa fijación formalista es capturada en proyectos hegemónicos más amplios que, apoyándose en el discurso de dichas técnicas, “normalizan” ciertas configuraciones espaciales, es decir las presentan como norma—o normales— y las identifican con ciertas modalidades de orden social, económico y político, frente a otras descritas como a-normales, in-formales, o i-legales. 1 Como se detallará después, el fetichismo morfológico naturaliza ese orden dualista, presentándolo como algo intrínseco a la forma y enmascarando las relaciones sociales y de poder desiguales que producen esas diferencias espaciales. Este mecanismo hace más fácil asignar valores opuestos a cada esfera: lo “normal”, lo “formal” se asocian al orden, lo correcto, lo ejemplar; por el contrario, lo “anormal”, lo “informal”, se presentan como expresión del desorden, lo incorrecto, lo que debe ser excluido, rediseñado, re-formado. He ahí, en un sentido elemental, el fundamento material para la construcción del estigma territorial del que nos ha hablado la sociología urbana en las últimas décadas (Wacquant, 2004).

Este artículo pretende desvelar algunos de los mecanismos que sostienen el persistente tropo del dualismo formal/informal, ayudar a comprender la función de los discursos morfológicos en el despliegue de dinámicas de desarrollo espacial y económico desigual intrínsecas al capitalismo, y explorar qué rol han jugado el urbanismo y la planificación en estos procesos. El objetivo, en ese sentido, no es ofrecer un nuevo criterio de análisis morfológico de la llamada “ciudad informal” 2 sino interrogar la agencia política de dichos análisis y, en particular, subrayar la responsabilidad social inherente a estos discursos. Se trata, desde luego, de un programa de investigación muy amplio del que el presente trabajo constituye una exploración preliminar. Para avanzar en esa línea de indagación se sugiere la necesidad de replantear las perspectivas dominantes sobre el fenómeno de la informalidad en dos sentidos. Por un lado, resulta útil complementar los análisis fundamentalmente presentistas de las últimas décadas con una perspectiva histórica que ayude a comprender cómo aparece y se desarrolla el mecanismo del fetichismo morfológico y su carácter intrínseco al urbanismo en un contexto capitalista. Por otro, se evitará el foco exclusivo en la esfera urbana y en los países del Sur, siguiendo indicaciones recientes sobre las ventajas de rastrear estas lógicas también en el Norte y en el ámbito rural o en la interfaz campo-ciudad (Herbert, 2021; Mukhija & Loukaitou-Sideris, 2014).

El trabajo se divide en tres bloques principales. El siguiente apartado ofrece una breve síntesis de las principales teorías de la informalidad y apunta algunas lagunas en las corrientes más recientes. Para contribuir a subsanarlas, el tercer apartado propone una concepción más atenta a la construcción discursiva de lo informal, elabora la categoría de fetichismo morfológico y explicita su aportación respecto a la literatura existente, en particular en la tradición marxista. El cuarto apartado se centra en ejemplos históricos y recientes de este mecanismo para ilustrar la continuidad de discursos disciplinares apoyados en juicios morfológicos que dan legitimidad técnica a la ideología del momento o tienen una influencia directa en el tratamiento de espacios “informales”. La muestra no pretende ser exhaustiva en la selección de casos o la descripción de cada episodio, sino mostrar la diversidad de contextos y dinámicas de cambio socioespacial en las que se manifiesta el mecanismo del fetichismo morfológico, junto a su corolario de estigmatización territorial. Por último, las conclusiones sugieren la necesidad de ampliar y actualizar el imaginario disciplinar en torno a la forma del hábitat popular, superando las rémoras del fetichismo morfológico para abrazar el paradigma de las morfologías de la responsabilidad. En esta perspectiva, la forma se concibe como síntoma de relaciones sociales más profundas y por tanto como puerta de entrada a una toma de consciencia política que conduzca a estrategias de intervención y planificación más justas.

2. Los debates sobre informalidad: principales corrientes

La atención a lo denominado “informal” ha sido intrínseca al proceso de urbanización capitalista y la propia forja de la planificación espacial, pero el uso explícito del término y el propio canon de trabajos dedicados a esta problemática suele remontarse a estudios desde la década de 1940 (Guha-Khasnobis & Kanbur & Ostrom, 2006, pp. 1-18; Jenkins & Smith & Wang, 2007, pp. 34-55). La extensión de este artículo no permite una síntesis en profundidad, pero es oportuno comenzar recordando sucintamente los principales enfoques teóricos. La discusión sobre informalidad se ha referido tradicionalmente a dos aspectos íntimamente relacionados pero analíticamente diferenciables. Por un lado, el llamado sector informal: actividades económicas al margen de los mercados regulados y/o el control estatal como la venta callejera y el empleo irregular o casual, junto a las relaciones sociales derivadas de ellas. Por otro lado, los denominados asentamientos informales: enclaves autoconstruidos al margen de la normativa urbanística y la planificación, con frecuencia sobre suelos ocupados o vendidos ilegalmente. Las aportaciones de las últimas décadas han tendido a combinar más dinámicamente ambas esferas para hablar de informalidad urbana o urbanización informal o popular, habitualmente en relación con procesos de crecimiento urbano acelerado en el Sur global.

Respecto al análisis del sector informal, suelen identificarse tres grandes tradiciones desde la década de 1940, en buena medida centradas en el análisis del fenómeno en América Latina. En primer lugar, un enfoque de corte fundamentalmente tecnocrático y paternalista que interpretaba la informalidad como expresión de una persistente cultura de la pobreza, síntoma de marginalidad social y subdesarrollo económico (DESAL, 1969; Germani, 1973; Lewis, 1966). Esta perspectiva, que tuvo un hondo calado en las políticas coetáneas y sigue influenciando los enfoques más crudos de supresión del sector informal, abogó por implementar programas de “modernización” y promoción popular orientados a la erradicación de sus espacios. En segundo lugar y reaccionando frente a estos discursos, se desarrolló una corriente que desmontaba el llamado “mito de la marginalidad” mostrando la participación de facto en las economías locales y nacionales de grupos de población excluidos de los mercados formales de trabajo y vivienda (Giusti, 1973; Perlman, 1979). Apoyándose en la teoría de la dependencia, esta tendencia explicó la incapacidad de los mercados para absorber esa masa marginal de población por la posición subordinada de los países del Sur respecto a los países del Norte (Dos Santos, 1968; Quijano, 1968). Para los enfoques marxistas dentro de esta corriente, la explosión urbana en América Latina no era una “marcha hacia la modernización”, sino expresión extrema de las pautas de desarrollo desigual capitalista—la “urbanización salvaje” al margen del planeamiento era una excrecencia de esta contradicción del sistema (Castells, 1973, pp. 15, 26). Por último, desde finales del siglo XX ha proliferado una tercera perspectiva que identifica el sector informal como un incubador de valor y su integración en circuitos formales como un impulso a formas de “capitalismo popular” (De Soto, 1986; 2000). Caracterizado como legalista, neoliberal o populista, este enfoque identifica el potencial de emprendimiento de estos grupos como un recurso clave para el desarrollo de los países del Sur, abogando por la regularización y formalización de estos espacios de actividad económica (Pérez Sainz, 1991, pp. 37-39). Buena parte del trabajo sobre el sector informal en estas tradiciones tiene una visión relativamente esquemática sobre el espacio, tratándolo como un contenedor neutro, carente de agencia. Esto ha contribuido a naturalizar la percepción de los asentamientos espontáneos como espacios estigmatizados, identificados de forma lineal con poblaciones y actividades marginales e informales.

Subsanando parcialmente estas debilidades se desarrolló otra familia de tradiciones centradas en la dimensión espacial de la informalidad en el contexto de una reflexión sobre el problema de la vivienda. Este enfoque cobró protagonismo en América Latina a partir de la década de 1950 con la proliferación de asentamientos no planificados en un marco de reestructuración urbana y económica en numerosas regiones (Instituto Nacional de Vivienda, 1958; Matos Mar, 1977; Morse, 1965). Los estudios de este período presentaban posiciones muy diversas, desde análisis demográficos neutros que buscaban calibrar la magnitud del fenómeno a retratos literarios o miradas instrumentales que estigmatizaban el universo de las barriadas populares para legitimar su eliminación (Connolly, 2014). Apareció también una valoración positiva de estos espacios y poblaciones de la mano de figuras como Matos Mar (1977), Mangin (1967) o Turner (1977); estos enfoques constituyeron la base de los subsiguientes programas de autoconstrucción asistida por el Estado e influyeron después en el discurso oficial de agencias supranacionales como ONU-Habitat o el Banco Mundial. Esta aproximación a la informalidad desde la problemática de los asentamientos sigue animando el debate actual desde distintas instancias y posiciones políticas (Abramo, 2012; Clichevsky, 2000; Davis, 2006; Fernandes, 2011; Torres Tovar, 2007; UN-Habitat, 2003).

Junto a estos enfoques, más ortodoxos, encontramos una tradición emergente de trabajos ligados al auge de la teoría postcolonial en el mundo anglófono, centrados en la experiencia cotidiana de los informales y su capacidad para articular modos de urbanización alternativos (Waibel & McFarlane, 2016). Esta corriente ha sido muy prolífica en la propuesta de nuevas categorías y claves de análisis. Recordemos por ejemplo el trabajo de Holston (2007) y su idea de “ciudadanía insurgente”; Benjamin (2008) y su noción de “urbanismo de ocupación”; Bayat (2000), que ha hablado de la informalidad como un modo de “usurpación silenciosa” que deviene “hábitus de los desposeídos”; o la lectura de la informalidad como “forma de vida” por parte de AlSayaad (2004). Prestando mayor atención a la dimensión espacial, parte de esta tradición reciente ha utilizado el problema de la informalidad para ampliar el horizonte de la teoría urbana. Puede mencionarse en ese sentido el trabajo de Caldeira (2017) sobre dinámicas de autoconstrucción y su noción de “urbanismo periférico”; el concepto de “ciudades grises” de Yiftachel (2009); la atención de McFarlane (2012) a la dimensión procesual y cognoscitiva del habitar informal; o la lectura de las poblaciones informales y sus prácticas como infraestructura que sostiene las megalópolis del Sur en el trabajo de Simone (2004). La autora más influyente en esta línea es quizá Ananya Roy quien, en una de sus formulaciones más aventuradas, ha llegado a leer la informalidad como un modo de urbanización que no se restringe a los sectores populares sino que modula transversalmente la producción del espacio en el Sur global, incluyendo las propias prácticas estatales (Roy, 2005; 2011).

La literatura reciente ha sido tremendamente útil, por ejemplo, en su denuncia del rol de las políticas de regularización y formalización como impulso a procesos de gentrificación y desplazamiento; o mostrando la asimetría del argumentario sobre la informalidad, que persigue las ocupaciones populares pero tolera ilegalidades urbanísticas y arquitectónicas cometidas por empresas o individuos de alto estatus social. Sin embargo, a pesar de su potencial para ampliar el marco de la discusión, estas corrientes han adoptado una deriva especulativa que en ocasiones genera categorías ambiguas, poco eficaces en términos analíticos o que incluso validan, involuntariamente, el discurso convencional. Para mencionar sólo algunos ejemplos en este sentido, Roy (2005; 2009, pp. 76, 80; 2011) asocia a veces la informalidad con el slum y el urbanismo subalterno, y otras con las megaciudades del Sur global en su conjunto. La informalidad se presenta como un “estado de excepción” respecto al orden “normal” de urbanización y, al mismo tiempo, como una característica universal intrínseca a los sistemas de planeamiento, especialmente en el Sur (Roy, 2005, pp. 147, 153; 2009, p. 81). En ocasiones la categoría de informalidad se invoca como metáfora para designar mecanismos convencionales de desregulación, corrupción y arbitrariedad en la aplicación de normas urbanísticas (Roy, 2009, pp. 83-84). Más en general, los enfoques recientes siguen con frecuencia atrapados en el diagrama dualista tradicional, reproducen posturas legalistas que vinculan lo informal con la infracción normativa, o incluso naturalizan la asociación de informalidad con desorganización, idealizando la supuesta ausencia de orden como un modo alternativo de control popular de los asentamientos. Quizá lo que subyace a muchas de estas lagunas es precisamente una reflexión insuficiente sobre el rol y encaje de la ideología formalista en estos discursos y procesos—o, más precisamente, sobre la conexión entre forma y norma.

3. Fetichismo morfológico: una primera aproximación al concepto

Para superar estas limitaciones es útil entender la dimensión regulatoria de estos fenómenos como mera derivada de un conflicto social y político más fundamental que sitúa en su centro la dimensión formal del cambio espacial. La noción de “forma” se refiere aquí a la configuración e imagen del medio construido o antropizado—la estructura de los asentamientos y modos de uso del territorio—pero también a las morfologías sociales que lo sustentan. Por ejemplo, y sin ánimo de proporcionar una relación exhaustiva, es necesario atender a la forma de la comunidad, las estructuras sociales y culturales que la delimitan y ordenan, las prácticas materiales que la reproducen y su impronta espacial; la forma de la publicidad, la demarcación de la frontera entre prácticas públicas y privadas, los patrones de uso del espacio colectivo e interacción social en los mismos; la forma de la centralidad, las pautas de agrupación de prácticas sociales y actividades económicas y su jerarquización en procesos de aglomeración y densificación desiguales; la forma de la propiedad, los modos de subdivisión y distribución del espacio territorial y la atribución de regímenes desiguales y exclusivos de acceso y aprovechamiento del suelo, etc.

En ese sentido resulta conveniente comenzar con un cambio de punto de vista para analizar estos aspectos. Originalmente, en perspectiva temporal e histórica, lo informal no es lo que incumple la ley, sino aquello que se desvía de un orden socioespacial que aspira a convertirse en norma y se reifica en una forma reconocible. Sólo en un segundo momento aquella aspiración de orden, esa norma deseada, se convierte en normativa y legitima el ataque a lo a-normal, a lo a-nómalo. Pero antes de que la norma se convierta en ley lo anormal es identificado a través de otros mecanismos como una realidad que no encaja en un determinado proyecto social, en una determinada concepción consensual del espacio y la urbanidad. La normativa, el plan, son sólo el corolario de una razón política más profunda y central a la lógica de desarrollo desigual capitalista. Reconociendo, con Roy, que la planificación juega un papel crucial en la producción material y discursiva de la urbanización informal, hay que afirmar, contra Roy, que la planificación y el urbanismo no se apoyan exclusivamente en herramientas normativas y desde luego no son arbitrarios en la demarcación de lo informal. No lo son porque dicha función no apunta en última instancia a la ilegalidad de construcciones, asentamientos y actividades, sino a una voluntad de definir, aislar y excluir la alteridad del proceso urbanizador—persiguen, en otras palabras, la identificación de elementos indeseables que operan como exterior constitutivo del espacio normal que un plan o política determinados aspiran a implantar y perpetuar. Estos elementos son identificados por el estado y las élites económicas y sociales y se identifican casi siempre con los sectores populares. 3

Lo informal, por tanto, se define en estas representaciones como aquello carente de organización, orden o forma, porque no se ajusta a una determinada idea de normalidad, a una norma social. Pero si ésta es algo que precede y enmarca a la normativa urbanística, ¿de qué tipo de norma hablamos? ¿Cuál es su naturaleza? Adoptando una mirada geográfica e histórica amplia, sugeriría que se trata fundamentalmente de una norma de reproducción socioespacial. Una comunidad o un lugar son “informales” si se desvían de la forma social proyectada por una determinada hegemonía y expresada en una idea de reproducción y orden espacial concretos—es decir, qué prácticas despliega una población para sostenerse en el tiempo y qué espacios producen esas prácticas. Esta es la esencia y experiencia de la informalidad. Informales son los que se reproducen de modo conflictivo para el sistema, bien porque están en su frontera de acumulación y la ponen en entredicho; bien porque, habiendo sido integrados en cierto grado, son constantemente relegados a un estado de sub-reproducción porque el mercado o el estado no los absorben de forma efectiva, y terminan convirtiéndose en una contradicción en su seno. Ese es el sentido de la “masa marginal” a la que se referían los trabajos sobre informalidad de los teóricos de la dependencia (Nun, 1969). Esta condición de exclusión se sostiene a través de estigmas con una doble función. Por un lado, refuerzan la exclusión del “otro” y purifican la autoimagen del resto de la sociedad; por otro, legitiman el aislamiento de los pobres en espacios miserables y, eventualmente, la eliminación de dichos espacios una vez que se convierten en áreas estratégicas para el desarrollo urbano “formal”.

Más allá de lo puramente normativo, dichos estigmas se sustentan en discursos con elementos morales, culturales y, desde luego, espaciales y estéticos. En ese sentido podemos afirmar que el urbanismo ha tenido un rol esencial en la construcción simbólica de este estigma y en la forja de una idea arquetípica de informalidad ligada a la pobreza. Esto no significa que toda la tradición disciplinar o el análisis morfológico per se sean culpables en la estigmatización de la informalidad, o que no existan condiciones objetivas que justifican la intervención urbanística en casos ligados a condiciones de miseria material y habitacional extremas. Pero es necesario identificar aquellos rasgos de la tradición y el discurso disciplinar que han favorecido la confusión de aspectos espaciales y sociales en la evaluación de estos lugares, lastrando las legítimas acciones de mejora material con juicios que refuerzan imaginarios excluyentes.

Para reconocer y comprender este proceso se sugiere la noción de “fetichismo morfológico”. El concepto deriva, por supuesto, de la categoría marxiana de “fetichismo de la mercancía”, acuñada para designar el mecanismo por el cual la materialidad de la mercancía y los imaginarios que la rodean “enmascaran” o “invisibilizan” las circunstancias sociales en que ésta se ha producido (Marx, 1999, pp. 36-47). Marx defiende que en esa reificación perdemos de vista la condición de la mercancía como fruto de un régimen social de producción y ésta adquiere significados ilusorios que terminan determinando su valor de cambio. Sus propiedades, sus virtudes y defectos, se naturalizan, se ven como algo intrínseco a la forma en que esa mercancía aparece en el mercado; desaparece la historia y las relaciones sociales que hay detrás de ella, y sus atributos se presentan como algo inherente a la cosa misma. Posteriormente varios miembros de la Escuela de Frankfurt y Jean Baudrillard, entre otros, ampliaron el horizonte de este concepto, estudiando la construcción simbólica en torno a la mercancía como contenedor de atributos creados culturalmente más allá de su estricto valor de uso.

En el campo de los estudios urbanos y la geografía crítica esta noción ha sido empleada en la lectura de las dinámicas de mercantilización de la vivienda y los lugares urbanos. El uso ha sido con frecuencia bastante directo, bien para referirse al rol del fetichismo de la mercancía en el engranaje capitalista de formación de valor de cambio y su impacto en el proceso urbanizador (Harvey, 1982, pp. 17–18), bien para explicitar la impronta de ese mecanismo en el espacio y el modo en que la ciudad misma deviene un “objeto fetiche” (Harvey, 1990, pp. 100–102, 117; 2008, pp. 73–76). En España, Fernando Roch Peña y Cristina Fernández Ramírez recurrieron al concepto de fetichismo para caracterizar las lógicas de segmentación del mercado inmobiliario y la diferenciación zonal del espacio residencial con rasgos de estatus social en buena medida disociados de la realidad material del producto vivienda (Roch Peña, 2009, pp. 192–195; Fernández Ramírez & Roch Peña, 2012). Paradójicamente, el uso del concepto en un sentido espacial más estricto—aunque no siempre del término propiamente dicho—fue más frecuente en la década de 1970s como arma arrojadiza entre marxistas, una dinámica inaugurada por Manuel Castells que, en La cuestión urbana, criticó el “fetichismo espacial” de Henri Lefebvre por su supuesta distracción de la determinación económica del espacio (Castells, 1974; Soja & Hadjimichalis, 1979). Hay que advertir que, a pesar de su indudable valor empírico y teórico, buena parte de estas aportaciones hacen un uso limitado de la categoría de fetiche, en ocasiones más cercano al sentido convencional del término que al tratamiento propuesto por Marx. Se tiende a enfatizar, en ese sentido, la carga de significados culturales y sociales arbitrariamente asignados a determinados lugares o mercancías; Marx, sin embargo, estaba más interesado en comprender cómo la materialidad de la mercancía y su forma de aparición en el mercado oculta las relaciones sociales que la hacen posible.

La noción de “fetichismo morfológico” persigue una lectura más sustantiva de la formulación marxiana original, es decir, más cercana a la lógica interna del proceso de fetichización, trasladándola al problema que nos ocupa. Esta perspectiva no se centra en el problema de la mercantilización o valorización del espacio—preocupación central de las contribuciones que acabamos de señalar—sino en un momento anterior de significación y codificación moral que sirve para diferenciar el espacio social, y en el que posteriormente se apoyan distintas dinámicas regulatorias y económicas como la propia distribución de políticas urbanas o la fijación desigual de valor inmobiliario en determinados enclaves. Desde sus orígenes el discurso de los urbanistas ha tendido a enmascarar las relaciones desiguales de poder que hay detrás de ciertas configuraciones y prácticas espaciales, asignándoles valores morales y culturales y presentándolos como algo intrínseco a la forma material de los asentamientos. Este ejercicio de reificación naturaliza conflictos políticos como conflictos espaciales y convierte una contradicción general de la urbanización capitalista—las dinámicas de desarrollo espacial desigual—en el estigma de unos pocos. La ideología formalista, el discurso urbanístico sobre la informalidad, funciona en ese sentido como una gran elipsis: tiende a omitir aquellos aspectos que son más cruciales para entender el espacio social, desvía nuestra mirada hacia su manifestación sensible y explica las contradicciones más evidentes a este nivel a través de la distancia que separa a sus habitantes o protagonistas de la norma.

4. El fetichismo morfológico en la historia

Podemos entender mejor este mecanismo a través del examen de experiencias históricas concretas. Los casos que siguen ofrecen una serie de breves viñetas para ilustrar la recurrencia de estas dinámicas en etapas y espacios clave en la evolución del capitalismo. Como se ha señalado en la introducción, la muestra seleccionada no pretende ser exhaustiva en términos temporales o geográficos ni ofrecer un análisis sistemático de cada caso, tarea imposible en el marco de un artículo. Junto a experiencias habituales en los trabajos sobre informalidad como los asentamientos chabolistas o la proliferación de suburbios autoconstruidos en las megaciudades del Sur, se incorporan casos de otros contextos históricos y geográficos para mostrar la continuidad y transversalidad del fetichismo morfológico en el discurso disciplinar y otras representaciones de la ciudad estrechamente relacionadas con él. Los ejemplos tratan también episodios con morfologías y lógicas de producción espacial y ocupación territorial heterogéneas, y no se restringen a expresiones de “informalidad” relacionadas con el trazado de los asentamientos, la subdivisión del suelo o la naturaleza de la edificación, sino también, como ya se ha señalado, con otras dimensiones como las actividades que sirven de sustento a las comunidades o los usos del espacio público. Esta estrategia es premeditada. Lo que estos casos tienen en común no es un patrón de parcelación, construcción o territorialidad concretos, sino el modo en que pautas y agentes de producción del espacio ajenos (o antagonistas) al orden perseguido por un determinado proyecto hegemónico son estigmatizados social y políticamente con el pretexto de su alteridad respecto de una determinada norma de reproducción socioespacial.

El conflicto aparece ya en los momentos fundacionales que suelen abrir los relatos sobre el origen del capitalismo. El primero se remonta a los procesos de expansión mercantil y asentamiento colonial desde el s. XVI y los rudimentarios precedentes de planificación espacial que los sustentaban. Éstos se acompañaron desde fecha temprana de un discurso que estigmatizaba a los pueblos colonizados no sólo por motivos raciales sino también por sus modos de reproducción, prácticas económicas y patrones de asentamiento, especialmente en el caso de poblaciones dispersas o seminómadas (Fig. 1). Pueden recordarse, en ese sentido, las campañas españolas en América Latina, con sus mecanismos de control territorial y fundación de ciudades (De Solano, 1990). Junto al momento “positivo” de la creación de un patrón de asentamiento diseñado y regulado—el “sueño de un Orden” al que se refirió Angel Rama (1984, p. 17) y al que aludió después De Terán (1997, p. 13)—encontramos un momento “negativo”, más oscuro y habitualmente desatendido en la historia del urbanismo convencional.

En los discursos que rodeaban la creación de los pueblos de indios y las reducciones y los procesos de reasentamiento forzoso en México o Perú, por ejemplo, los cronistas indianos solían describir a las poblaciones locales como “bárbaros”, “brutos” y “rudos” por sus formas de habitar, construir y ocupar el territorio (Tomichá Charupá, 2017, pp. 482-483). Escribe el jesuita Bartolomé Hernández (1572, cit. en Borges, 1960, p. 205) que los indígenas vivían “como salvajes en tierras asperísimas”, alojándose “en unas rancherías muy angostas … sucias y oscuras, donde se juntan y duermen como puercos”. Otro insigne cronista, De Acosta (1984, p. 67), indica que son “semejantes a las bestias” porque “viven … cambiando de domicilio de tiempo en tiempo y aun cuando lo tienen fijo más se parece a una cueva de fieras”. La urbanización colonial se presentaba como una herramienta de civilización, tanto o más que la religión. Aquellos que “se resisten con terquedad a su propia regeneración” a través del reasentamiento, sugiere De Acosta (1984, p. 69), deben ser obligados “por la fuerza … para que se trasladen de la selva a la convivencia humana en la ciudad”.

Puede apreciarse ya aquí un esfuerzo por diferenciar claramente la vida dentro y fuera del asentamiento planificado—es decir, dentro y fuera de la norma de reproducción socioespacial que se intenta imponer. Las formas de sustento de estas comunidades —en particular la caza, las actividades comunales y las economías del bosque o la selva, el trueque, etc.— eran igualmente objeto de una mirada moralizante. El proyecto colonial británico manejó argumentos similares. En relación con la ocupación de Irlanda, por ejemplo, uno de los principales consejeros de la corona recomendaba “arrastrar a todos los salvajes irlandeses que habitan dispersos en los bosques … o vagan sin residencia cierta a vivir en ciudades bien consoli-
dadas … y aplicarse a la agricultura” (Lustick, 1985,
p. 23). Pueden parecer ejemplos remotos y relativamente desvinculados de la problemática de la informalidad urbana, pero esta mirada supremacista impregnará el urbanismo colonial posterior y, como vamos a ver, está latente también en el gobierno de las “colonias” internas a la metrópoli: los espacios de las clases populares. Quizá podríamos afirmar, de hecho, que hay siempre un momento colonial latente en la mirada urbanística (Benach, 2021).

Un relato alternativo sitúa el origen del capitalismo en la Inglaterra del siglo XVIII con los procesos de acumulación primitiva ligados a la revolución agraria y la privatización de tierras comunales (Wood, 2002). Se trata de un contexto social y político muy distinto, y ciertamente con un soporte territorial y objetivos de ordenación muy alejados del caso antes mencionado. Pero encontramos aquí una construcción ideológica similar, articulada contra el pequeño campesinado y sus modos tradicionales de uso del suelo. La reestructuración agraria se presentó explícitamente como una campaña de “colonización doméstica” del mundo rural, sustentada por mecanismos técnicos: los famosos enclosures o cercamientos, que han sido caracterizados como un origen alternativo de la planificación espacial moderna (Sevilla-Buitrago, 2010). Los portavoces de este movimiento de privatización del sistema comunal veían la forma tradicional de cultivo y organización de la propiedad—el denominado open-field system—como una institución ineficiente, soporte de modos de vida atrasados.

Se trataba de un régimen ancestral autogestionado a nivel local, con rasgos de democracia económica y un patrón espacial muy peculiar, complejo y solo aparentemente desordenado, con una fuerte impronta en el paisaje (Hall, 2014). La tierra de cada parroquia se subdividía en decenas o centenares de estrechas franjas de suelo. Cada propietario tenía derecho a trabajar una serie de parcelas, normalmente dispersas por distintos parajes y sometidas a rotación periódica para asegurar un reparto igualitario de suelos de calidad entre los habitantes de la parroquia. Los campos eran accesibles colectivamente en distintos regímenes y momentos del año para ejercer en ellos derechos comunales regulados localmente como el espigueo, el pasto de animales, la recogida de combustible, etc.; en el caso de los prados comunales, tierras baldías y bosques estos derechos podían ejercerse durante todo el año. Estos usufructos comunales permitían a sus beneficiarios reducir la presión sobre las economías domésticas, liberándolos de la dependencia exclusiva de los mercados de bienes y trabajo asalariado—es decir, eran la base de un modo de reproducción social contrario a la norma que intenta implantar el capitalismo agrario emergente (Neeson, 1996).

Fig. 1./ Detalle de Conquista y reducción de los indios infieles de las montañas de Paraca y Pantasma (anónimo,
c. 1675-1700). Este lienzo asocia la “civilización” de las comunidades indígenas—presentadas como una población salvaje que habita en la jungla en la parte superior—al realojo en asentamientos dirigidos por franciscanos

Fuente: Museo del Prado

Se trataba de formas espaciales y económicas complejas, que exasperaban a una nueva élite agraria, impaciente por racionalizar los usos de suelo, implantar formas exclusivas de propiedad y disciplinar a la fuerza de trabajo rural. Los cercamientos proporcionaron un procedimiento reglado y apoyo estatal y técnico a esa aspiración. Para legitimarlos, sin embargo, fue necesario sustentarlos en un discurso que caracterizaba el régimen comunal como primitivo y carente de orden, equiparando a los campesinos ingleses con los pueblos de las colonias. El open-field system, se argumentaba, producía una agricultura ineficaz y paisajes incultos, expresión de la ignorancia de sus habitantes; las economías del común se presentaban como regímenes sin plan, informales e improvisados, “escuelas de pereza e insolencia” que convertían al pequeño campesinado y jornaleros en una población ociosa y en ocasiones al margen de la ley (Bellers, 1714, p. 40). Los “bárbaros y vándalos del campo abierto”, se decía, debían ser erradicados para implantar un patrón de ocupación territorial y un sistema agrícola racionales y científicos (Young, 1809, pp. 35-36). El enclosure—incluyendo en su caso reasentamientos de población—crearía campos más eficientes y obligaría a los pobres a abandonar los arreglos y tácticas “informales” que rodeaban al común, sometiéndolos a los mercados formales de mercancías y trabajo. Junto a las herramientas legales y cartográficas, esta estrategia se sustentó también en tratados que daban respaldo técnico a la reconfiguración de la propiedad a través de argumentos morfológicos sobre el diseño óptimo del campo cultivable y los asentamientos (Homer, 1766). En ocasiones los cercamientos estaban guiados por motivos puramente estéticos, como en el caso de la privatización de tierras para la creación de jardines pintorescos en torno a las mansiones de la gentry.

La explosión de la ciudad industrial y la reforma urbana del XIX constituyeron un momento central en la forja de la noción de urbanidad y la norma de reproducción a la que antes nos referíamos. Durante este período el fetichismo morfológico se manifestó en plenitud a través de un determinismo ambiental que vinculaba la miseria habitacional con la cultura de la pobreza y patologías de todo tipo. Esa lógica fetichista fue uno de los motores que alimentó la consolidación del urbanismo y la propia planificación urbana en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Repasemos, por tanto, la postura de algunas voces pioneras—y tradicionalmente reconocidas como progresistas—en el movimiento por la reforma. Empecemos, para tomar la figura más obvia, con Ildefonso Cerdá. Es sabido que su Teoría General de la Urbanización equipara el desarrollo de herramientas de control del crecimiento urbano con una dinámica de civilización y moralización de dimensiones históricas (Cerdá, 1867). Pero según Cerdá la modernidad también produce la sub-urbanización como una excrecencia espuria de esa aspiración cívica. El término suburbio, de hecho, connotaba en ese momento en castellano una realidad social por debajo de la norma urbana, una especie de infraciudad. En una serie de pasajes poco estudiados, Cerdá se ensaña con los poblados de los “matuteros”, asentamientos “informales” surgidos en los límites administrativos de grandes ciudades como Madrid o Barcelona para eludir su regulación urbanística y fiscal (pp. 235-42). Son, dice, “parásitos de la urbe […] que les alimenta con su misma sangre” (p. 242), repletos de “vergonzantes tugurios” sin “sistema ni nada que se le parezca” (p. 239). No escatima calificativos para las comunidades que allí habitan. Dice de ellas que llevan una “vida repugnante”, “fuera de las condiciones sociales”; sus habitantes, añade, son gente “ruin”, “perdida”, un “asqueroso plantel de rateros [y] ladronzuelos” que con frecuencia terminan convirtiéndose en “asesinos” (pp. 204, 235-36). Estas infraciudades, literalmente “al margen”, se presentan así como el otro que legitima el proyecto del ensanche y su aspiración de normalización de un estándar de urbanidad y ciudadanía.

En Norteamérica encontramos discursos coetáneos similares entre los pioneros de las distintas familias de reforma urbana, del park movement a las settlement houses o la regulación de la vivienda. El Central Park de Nueva York, por ejemplo, se concibió como antídoto contra la informalidad del espacio público en los barrios populares: un “educador del pueblo” que corregiría las conductas públicas “incorrectas” e indecorosas, e incluso inhibiría la expansión del sector informal a través de diversos mecanismos, incluyendo el diseño del paisaje, normativas de uso y un enfoque punitivo sobre la vigilancia del parque (Board of Commissioners of Central Park [BCCP], 1862, p. 37; Sevilla-Buitrago, 2014). Frederick Law Olmsted, padre del proyecto original, lamentaba que las clases trabajadoras de la ciudad se apropiaban de las calles y espacios libres periurbanos para desplegar sus propias prácticas informales. En este sentido los sectores populares debían “ser entrenados en el uso adecuado” del parque porque ignoraban lo que era un “espacio público propiamente dicho” (Olmsted, 1857). Poco después Brace (1872), insigne reformista y amigo cercano de Olmsted, dedicaría buena parte de su estudio sobre las “clases peligrosas de Nueva York” a describir grupos que vivían de actividades informales callejeras, presentándolos de nuevo como una ofensa para la imagen pública de la ciudad y un peligro de primer orden; el discurso de Brace sirvió de apoyo a las iniciativas de reforma de la época, incluyendo su propia Children’s Aid Society y su campaña para trasladar permanentemente a niños a vivir al campo.

Fig. 2./ Drake, W. H., Jersey Street, Nueva York (1884). El slum del XIX era un contenedor de prácticas y modos de uso del espacio informales que permitían a sus habitantes sobrellevar la vida cotidiana en condiciones de miseria material extrema

Fuente: Columbia University

Los líderes de la reforma urbana parecían incapaces de apreciar las formas de auto-organización y apropiación del espacio público y el barrio popular por grupos subalternos. No reconocían que esas tácticas flexibles, imaginativas y, sin duda, conflictivas con el orden deseado por la burguesía, permitían a las capas más desfavorecidas de la ciudad sostenerse y construir comunidades en un contexto de precariedad extrema (Fig. 2). Esto revela quizá la naturaleza del mecanismo que estamos describiendo: los propios artífices del fetichismo morfológico parecen atrapados en el campo ciego que éste produce; la ideología, como sugirió Althusser (1995, p. 298), deja de aparecer como tal cuando cobra forma material. Tomemos, por ejemplo, el caso de Jane Addams y su denuncia alarmista de la descomposición del tejido social de Chicago. Ella y los trabajadores de su Hull House habían desarrollado estudios en profundidad del Near West Side y conocían bien las instituciones, prácticas e identidades colectivas que sostenían las dinámicas cotidianas de las comunidades de la zona. Como ha mostrado la historia social de las últimas décadas, se trataba de espacios sociales muy cohesionados en torno a culturas étnicas y de clase trasplantadas de los países de procedencia de los migrantes y alimentadas por la solidaridad en la fábrica (Barrett, 1990; Jablonsky, 1993). Sin embargo, los textos de Addams y sus colaboradores alertaban de que en estos barrios “el conjunto del organismo social [estaba] roto” y la comunidad carecía de “energía social” (Addams, 1892, p. 346-347). Sus habitantes eran “personas primitivas”, lastradas por una “estupidez patética” (Addams, 1898, p. 276). Encontramos una actitud similar en el trabajo coetáneo de Riis (1890) y en el movimiento por la reforma de la vivienda en Nueva York, cuyas denuncias no apuntaban sólo a la rapacidad del sector inmobiliario, sino también a las tácticas de reapropiación del espacio y autoconstrucción de los pobres como prácticas a suprimir por ser inaceptables para una ciudad “civilizada”.

Estas iniciativas tuvieron un rol central en la implementación de las primeras políticas residenciales y los primeros documentos de planeamiento en Norteamérica a principios del siglo XX. La lógica de fetichismo morfológico quedaría también inscrita en el espíritu de la naciente disciplina. Pensemos por ejemplo en el movimiento de la City Beautiful y su estigmatización de la ciudad popular frente a los esquemas de orden propuestos por los urbanistas. Desde la esfera de la divulgación Charles Mulford Robinson —difusor fundamental del concepto— y otras personalidades del movimiento fueron pioneros en utilizar pares de imágenes opuestas para ejemplificar configuraciones espaciales “correctas” e “incorrectas” —habitualmente ligadas a entornos de rentas altas y bajas respectivamente—, centrándose en la pura apariencia visual y morfológica de los lugares y obviando sus condicionantes sociales y materiales (Peterson, 2003, pp. 190-196). En la propia práctica profesional, el Plan McMillan de 1902 para Washington o el Plan de 1909 para Chicago funcionaban como una especie de monumentalización de este mecanismo. Sus espectaculares despliegues formales se hacían a costa de la invisibilización y posterior erradicación del slum, ausente en las memorias de los planes a pesar de su protagonismo en la ciudad real y de que en algunos casos constituía un objetivo directo de las iniciativas. Eran ejemplos extremos de fetichismo morfológico—en ellos no sólo las relaciones sociales que producen la informalidad o la marginalidad, sino sus propios enclaves eran suprimidos del discurso, para después ser borrados de la ciudad.

Esta actitud se hizo dominante durante el ascenso e institucionalización de la planificación, pero no fue la única. Es preciso recordar que hubo ilustres excepciones entre algunos de los pioneros de la disciplina, desviaciones del discurso hegemónico que sugieren la viabilidad de otros enfoques y actitudes. Las más conocidas, quizá, las proporcionaron Patrick Geddes y Benjamin C. Marsh. En Cities in Evolution o en los panfletos de Marsh a principios de 1900s encontramos una denuncia de las condiciones ambientales y funcionales del slum y una defensa de la necesidad de reconfigurarlo. Estas medidas en ocasiones incorporaban la recomendación de demoler parcialmente espacios insalubres, pero ni Geddes ni Marsh asociaban ese estado de miseria a la estatura moral de sus habitantes y la clase trabajadora en general. Al contrario, en varias ocasiones mostraron confianza en que estos grupos, los más interesados en la mejora, comprenderían e impulsarían el proceso de transformación urbana, tomando un rol protagonista en ella (Geddes, 1915, pp. 229-30; Marsh, 1908).

Fig. 3./ Neue Zeit, Berlín, c. 1930s, una colonia de huertos y viviendas informales en la zona de Wilhelmsruh, construida por una cooperativa de clase trabajadora y posteriormente demolida por el ayuntamiento

Fuente: Landesarchiv Berlin, reproducida en URBAN (2013)

Durante la primera mitad del siglo XX la matriz ideológica de la reforma urbana alimentó las posiciones de los primeros planificadores y arquitectos-urbanistas en Europa. Recordemos por ejemplo la base formalista de numerosos estudios que consolidaron el campo de la ciencia urbana en este período, o cómo la concepción de nuevos modelos urbanos —particularmente en la órbita de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM)— prolongó el discurso higienista y paternalista del XIX. En primer lugar, algunos de los principales hitos de la cultura urbanística de la época recurrieron a criterios morfológicos para establecer las primeras taxonomías de ciudades y repertorios de actuación—es el caso los trabajos pioneros de Lavedan (1926), Poëte (1929) o Triggs (1909). Clasificando los regímenes de orden urbano según patrones formales simples, estos enfoques marginaban los asentamientos privados de ambos por carecer de diseño previo. Por otro lado, el urbanismo del Movimiento Moderno se levantó contra el microcosmos del barrio obrero, rechazando no sólo las “ratoneras” de la edificación especulativa para clases trabajadoras, sino también los propios hábitos y prácticas espaciales de los estratos populares (Taut, 1929, p. 28). Frente a ellos, el discurso de los CIAM construyó una noción de lo urbano depurada de espontaneidad, diseñada para un tipo ideal de obrero cualificado o trabajador de cuello blanco, plenamente insertado en mercados formales de residencia, trabajo y ocio nítidamente delineados. Junto a una innegable aspiración de mejora material, la idea de “modernizar” a la clase obrera a través de la vivienda y la urbanización tenía una vocación de disciplinamiento: como ha sugerido la historiadora Saldern (1990, p. 254), la ciudad del Movimiento Moderno está concebida para avergonzar a los obreros de vivir como tales, para estigmatizar los órdenes espontáneos del barrio popular.

Con todo, esa aspiración distaba mucho de la realidad de estas poblaciones. Se trataba, recordémoslo, de una clase trabajadora híbrida que con frecuencia provenía del medio rural y a menudo intentaba preservar parte de sus viejas costumbres en la ciudad, produciendo un universo complejo que difuminaba la frontera entre lo formal y lo informal (Urban, 2013) (Fig. 3). Tomemos por ejemplo las dinámicas de autoconstrucción y reapropiación de tejidos periurbanos en las grandes ciudades, relativamente frecuentes en toda Europa en distintos períodos durante el siglo XX (Manzano Gómez, 2018). El fenómeno desencadenó una dialéctica interesante. En primer lugar, aceleró la consolidación del modelo formalizador modernista con programas masivos de vivienda social ideados para alejar a la clase obrera industrial de soluciones informales y alojarla en complejos urbanos diseñados integralmente. Las administraciones públicas recurrieron con frecuencia a esquemas de emergencia con importantes déficits habitacionales y urbanísticos, ubicados en enclaves periféricos mal integrados con el resto de la ciudad. Esto empujó a muchos residentes a convertir sus barrios en nuevos incubadores de informalidad, adaptando los espacios residenciales y públicos y tomando la iniciativa en la autogestión de servicios y actividades básicos para la vida cotidiana, pero también abriendo la puerta a nuevas prácticas de ilegalidad/alegalidad de masas (Clough Marinaro, 2021; Gastaut, 2004). El intento de formalización, por tanto, condujo a nuevas rondas de desplazamiento, informalidad y estigmatización, que a su vez alimentaron campañas ulteriores de reforma y rediseño de los “recalcitrantes” polígonos residenciales obreros, una dinámica que continúa abierta hoy día.

El paradigma modernista de alojamiento estandarizado entró en crisis hacia la década de 1960s gracias, en parte, a las prácticas y debates sobre informalidad que hemos sintetizado en el anterior apartado, en particular en el contexto latinoamericano. Como hemos señalado, estos debates ayudaron a cuestionar las políticas de modernización que habían caracterizado el discurso en la región en las décadas precedentes, con su énfasis en la erradicación de asentamientos autoconstruidos, signo, se decía, de atraso económico y cultural. Entre las diversas posiciones alternativas que emergen en ese momento cabe destacar los programas de apoyo a la vivienda de autoayuda y la mejora del hábitat popular. Iniciados por Jacob Crane en Puerto Rico en la década de 1940 (Harris, 1998) y difundidos después por figuras como John Turner y sus colaboradores desde finales de la década de 1950, este enfoque se distanciaba de la actitud estigmatizadora dominante con una mirada fundamentalmente empoderadora. Oyón (2016) ha destacado la influencia que Patrick Geddes tuvo sobre Turner, y no es de extrañar que este último se exprese en términos similares a los del escocés al referirse a los habitantes de las barriadas: “Nos las habíamos”, decía, “con gente vigorosa … y organizada de la clase obrera”, subrayando su capacidad para sostener sus comunidades de forma autónoma (Turner, 1972, p. 137). El planteamiento ejercería gran influencia en el evento fundacional de la Conferencia Hábitat I en Vancouver y tanto el Banco Mundial como Naciones Unidas adoptaron elementos del mismo hasta mediados de los 1980s, liberando el discurso institucional de las rémoras más obvias del fetichismo morfológico. También en el ámbito académico latinoamericano se desarrolla en este período una sensibilidad hacia la denominada “urbanización popular”,
que sigue sirviendo de inspiración al debate reciente (Navarro & Moctezuma, 1989; Streule & al., 2020).

Pero este cambio de paradigma—situado aún fundamentalmente en el terreno conceptual—convivía con la continuidad de enfoques excluyentes en las políticas públicas y el imaginario colectivo en buena parte de la región, cimentados durante décadas por el discurso higienista dominante. La barriada, la favela, el campamento, seguían presentándose como una “aberración”, un “cáncer social”, un “inmundo lupanar donde la vida humana se prostitu[ía] cada día” (Connolly, 2013, p. 518; Meneses Rivas, 1998, p. 197). Frente a ellos, era necesario “defender lo bello” (Rodríguez & Riofrío & Welsh, 1972, p. 109). Así, junto a los experimentos en programas de apoyo a la autoconstrucción en diversos países, se normalizaron estrategias que oscilaban coyunturalmente —y a menudo en función de la oportunidad política—entre la erradicación y la formalización. A menudo este tipo de intervenciones eran necesarias por motivos palpables en casos de miseria habitacional extrema y falta de servicios e infraestructuras básicas, pero el discurso que las sustentaba mantenía intacta la asociación del espacio informal con el estigma de la marginalidad. En cualquier caso, la vuelta a un enfoque más liberal a diversos niveles institucionales a partir de la década de 1980s y 1990s recuperaría el tono fundamentalmente disciplinador y moralizante de la etapa anterior.

Desde entonces los procesos de reestructuración económica y territorial han exacerbado la producción de poblaciones excedentes a escala global y los espacios que las contienen han crecido e intensificado sus condiciones de marginalidad. Estas dinámicas son mucho más obvias en las grandes regiones urbanas del Sur, pero esta “hiperinformalidad” no se restringe a esas geografías ni está limitada al fenómeno de la autoconstrucción, incluyendo un archipiélago de espacialidades subalternas en contextos de creciente depuración y exclusión social. En el Norte, el declive industrial y sucesivos episodios de reestructuración económica han expulsado a amplios grupos de población de los circuitos formales y el patrón salarial tradicional, y estos a menudo han quedado recluidos en enclaves que presentan nuevas condiciones de estigmatización (Mingione, 2008; Venkatesh, 2006). En el entorno de las grandes ciudades encontramos lo que Wacquant (2004) denominó “hiperguetos”: acumuladores de poblaciones racializadas o envejecidas en los que a menudo se pierden los elementos de cohesión interna e identidad que habían caracterizado los guetos tradicionales. En un contexto de proliferación de políticas de austeridad y erosión del Estado del Bienestar, estos enclaves han sido abandonados por las administraciones públicas, generando nuevas geografías de informalidad como mecanismo de supervivencia.

A veces las propias agencias locales se han visto obligadas a promover de facto la ocupación irregular de espacios vacantes con huertos o equipamientos autogestionados para contener el deterioro urbano y la proliferación de usos delictivos (Herbert, 2021, pp. 50-51). Más frecuentemente las administraciones emplean los nuevos programas de regeneración urbana para reavivar el viejo discurso estigmatizador, con los resultados habituales de desplazamiento de las poblaciones residentes (Castrillo & al., 2014). Pero la nueva informalidad y el discurso que la identifica como tal no se restringen a las bolsas de pobreza en las grandes ciudades. Encontramos una situación similar de miseria, desplazamiento y estigmatización en regiones periféricas en declive, a medio camino entre la economía rural y la actividad industrial—los vastos rustbelts del capitalismo avanzado. Golpeadas también por la desintegración de los sectores económicos y arreglos regulatorios tradicionales, parte de sus poblaciones se sostiene combinando pequeños trabajos temporales, subsidios públicos, actividades irregulares y formas de ocupación del espacio al margen de la normativa urbanística (Durst & Wegmann, 2017; Franco, 2020; Mukhija & Loukaitou-Sideris, 2014; Neel, 2018). A ello hay que unir la proliferación de poblados autoconstruidos y espacios de excepción alimentados por los flujos de migración clandestina derivadas de las fluctuaciones en la división internacional del trabajo, las oleadas de refugiados por conflictos bélicos y, de forma creciente, el cambio climático. El aislamiento de estos espacios como enclaves de ilegalidad se sustenta no sólo en regímenes de ciudadanía excluyentes y prejuicios raciales, sino también en los propios instrumentos urbanísticos, a menudo más certeros en su capacidad para segregar y producir un imaginario estigmatizador (Álvarez, 2020).

En el Sur el boom de las economías urbanas, los acaparamientos de tierra y los consiguientes procesos de reestructuración económica y desposesión de poblaciones en la ciudad y el campo han reforzado procesos explosivos de informalización y autoconstrucción, lo que Hall & Pfeiffer (2000) han denominado “hipercrecimiento informal”. Las agendas políticas tienden a dejar estos espacios en una especie de limbo. Por un lado, el discurso de las agencias internacionales mantiene la promesa de ayudar a los pobladores a consolidar y mejorar sus entornos, priorizando la regularización de construcciones y actividades para su integración en los mercados formales (Fernandes, 2011; Jenkins, Smith & Wang, 2007, pp. 178–203; Roy, 2005, p. 152). En la práctica, sin embargo, las administraciones locales vacilan entre una actitud de tolerancia indiferente cuando los asentamientos se ubican en espacios sin presión inmobiliaria y otra, muy distinta, cuando se sitúan en lugares cotizados. En este caso suele reaparecer un discurso estigmatizador legitimado en criterios morfológicos, justificando la erradicación de los asentamientos por su incompatibilidad con los esfuerzos de estado e inversores para elevar el estatus de las ciudades. Asher Ghertner, por ejemplo, ha destacada cómo en las grandes aglomeraciones de India el urbanismo sirve de apoyo a estas estrategias mediante mecanismos de “gubernamentalidad estética” basados en criterios visuales y morfológicos monopolizados por cargos técnicos y tremendamente arbitrarios pero no por ello menos efectivos (Ghertner, 2010). En estos enfoques la apariencia de los asentamientos y sus habitantes son usados como criterio para valorar urbanística, jurídica y moralmente la propiedad de ciertos asentamientos y prácticas, y por tanto para decidir su permanencia o derribo.

En una maniobra diametralmente opuesta pero con resultados similares a medio plazo, se aprecia una nueva estrategia de puesta en valor de las virtudes de los asentamientos informales como acompañamiento discursivo a programas para su renovación que terminan desplazando a los pobladores originales. Esta perspectiva equipara la estructura de los barrios autoconstruidos con la organicidad de los tejidos medievales, elogiando el dinamismo de sus espacios públicos y microeconomías. El enfoque prolonga la tradición de programas de formalización, particularmente en América Latina. Un ejemplo reciente lo ofrece la intervención del reputado despacho del danés Jan Gehl en la Villa 31 de Buenos Aires, episodio que ha suscitado una llamada a un nuevo modo de “planificación para la informalidad” por miembros del equipo (Risom & Madriz, 2018) (Fig. 4). El cambio radical en el tono del discurso, centrado en particular en torno a una valoración totalmente opuesta de las cualidades formales del barrio, no ha impedido la oposición de parte de la comunidad al proyecto, que se entiende como fachada amable de un proceso de gentrificación y desplazamiento ya palpable en la zona (Caballero & Gago, 2019).

Fig. 4./ Villa 31, Buenos Aires. Imágenes de la situación original del barrio (izq.) y viviendas en curso de rehabilitación (der.), un programa de renovación bajo la asesoría de Jan Gehl

Fuente: Twitter @ExVilla31

Más allá de los barrios autoconstruidos, la caracterización de lugares y hábitos informales como “inapropiados” o, literalmente, como una “molestia pública” ha alimentado una oleada de políticas de “tolerancia cero” en las últimas décadas. Originados en nodos del Norte global y exportados rápidamente al Sur, estos esquemas combinan un discurso estigmatizador, regulación urbanística y acción policial para “limpiar” espacios estratégicos de sujetos y prácticas “indeseables” (Smith, 2001) como las personas sintecho, las trabajadoras sexuales o la venta callejera por poblaciones racializadas. De nuevo, como en episodios previos, vemos que en estos procesos la normativa sucede al discurso y lo refuerza, pero este último constituye la piedra angular del mecanismo: el consenso que lo sostiene se produce, fundamentalmente, en la identificación cultural y moral de ciertos modos de aparición en público como formas al margen de una determinada norma social. La perversidad del fetichismo morfológico se revela aquí en los propios límites de este discurso y las medidas que sustenta. Las políticas de tolerancia cero se centran en zonas turísticas, lugares representativos o barrios de renta alta con el fin de expulsar la informalidad de espacios conspicuos de la ciudad. No persiguen, en realidad, acabar con ella sino simplemente desplazarla a áreas marginales que terminan convirtiéndose en contenedores de pobreza (Di Giorgi, 2005; Hubbard, 2004).

Ocultando las causas sociales de la informalidad, atendiendo sólo a sus formas de aparición, a su manifestación sensible, estas estrategias evitan atacar las raíces del problema y reproducen las condiciones de desigualdad y marginalidad que supuestamente pretenden eliminar. En suma, los procesos de urbanización planetaria presentan un frente complejo de formación de pobreza y poblaciones excedentes a diversos niveles, en el Norte y en el Sur, con expresiones muy diversas que incluyen formas de asentamiento y autoconstrucción, actividades económicas ilegales o alegales, o simplemente formas de uso del espacio e interacción social al margen de la norma. En ese contexto, se refuerzan también los discursos que relegan y excluyen estos espacios sociales. ¿Qué rol desempeñará el urbanismo en esta encrucijada de informalidad planetaria?

5. Conclusiones: hacia una morfología de la responsabilidad

Este artículo ha mostrado cómo ciertos modos de presentar las formas de producción y uso del espacio activan o inhiben determinados imaginarios territoriales, determinadas formas de comprender el proceso urbanizador y, por extensión, determinados enfoques y estrategias en las políticas urbanas. Por supuesto, no todo lo que rodea a la informalidad es discurso. Con frecuencia éste se construye sobre la realidad objetiva de espacios o prácticas fruto de una miseria material y habitacional extrema y déficits palpables en el acceso a servicios básicos que necesitan ser subsanados con el apoyo de la intervención estatal y medidas técnicas que garanticen resultados justos y eficaces. Pero con frecuencia nuestras propuestas como urbanistas o planificadores se legitiman en construcciones discursivas que, tomando la morfología como instrumento de conocimiento, depositan en la forma del espacio significados sociales y valores morales con claros sesgos ideológicos. En ese sentido es preciso considerar los aspectos morfológicos y el análisis y representación de los mismos con la mayor cautela y responsabilidad política, como uno más de los vehículos que pueden ayudar a producir ciudades más justas. Sustituir el fetichismo morfológico por estas morfologías de la responsabilidad no significa desatender la dimensión formal sino entenderla sistemáticamente como manifestación de las relaciones sociales que animan el proceso urbanizador, como clave para comprender su complejidad política y ofrecer respuestas que minimicen sus desigualdades. En otras palabras, las morfologías de la responsabilidad leen la forma como síntoma de las contradicciones del sistema inicuo que las produce, no como un atributo intrínseco a los individuos que la habitan o practican.

Las realidades “informales” a las que nos hemos referido en nuestro recorrido histórico fueron estigmatizadas por su alteridad respecto a los marcos de reproducción socioespacial dominantes, pero buena parte de ellas constituían un recurso fundamental para la reproducción de sus artífices. En la tierra comunal y el espacio público, en las microeconomías ajenas al mercado, en los asentamientos autoconstruidos o las estructuras comunitarias autorreguladas, estas instituciones producían morfologías socioespaciales autónomas, tremendamente complejas y flexibles, sin duda contradictorias, pero también imprescindibles en la vida cotidiana de sus usuarios. ¿Cómo habrían cambiado la historia y nuestras ciudades si el urbanismo hubiera desarrollado desde un momento temprano una sensibilidad hacia estas formaciones populares? ¿Qué sucedería si la disciplina aprendiera a comprender y reforzar los aspectos positivos de estos espacios sociales, limitándose a paliar las condiciones de miseria material que los rodean en vez de incrementarlas con el tropo estigmatizador de la informalidad? ¿Qué ocurriría si el urbanismo enfatizara la condición material compartida de distintos estratos de población subalterna en vez de segregarlos en “formales” o “informales” en función de su grado de integración en los mercados de vivienda y trabajo o la apariencia de los barrios que habitan?

Son cuestiones pertinentes y urgentes ante un presente de creciente precariedad y desintegración social y política, fruto de niveles de desigualdad inéditos. Para buena parte de la población hoy incorporada a los circuitos formales esa inclusión es cada vez más frágil: también estos grupos carecen de numerosos servicios básicos; también para ellos el acceso a la vivienda o al trabajo está en entredicho; también para ellos el derecho a la ciudad es una aspiración realizada muy parcialmente. Construyamos entonces un urbanismo que deje de sostener y reforzar en el imaginario político la delgada y porosa línea que separa lo llamado “formal” de lo llamado “informal”. En nuestro presente neoliberal esa frontera está en ruinas. Imaginemos, por el contrario, qué espacios sociales y solidaridades podemos ayudar a construir a ambos lados de esa ficción si empezamos a trabajar las desigualdades formales como manifestación de un sistema injusto e inicuo que debe ser superado.

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1 Puede encontrarse una discusión filosófico-histórica de esta problemática en el trabajo de Canguilhem (1988, p. 182-183) y Foucault (1999).

2 Existe abundante producción en este sentido, parte de la cual huye del análisis puramente físico-espacial para atender también a las dimensiones económicas de la producción de la ciudad informal. (Busquets, 1999; Dovey & King, 2011; Solá-Morales & al., 1971; Taubenböck & Kraff, 2014).

3 Aunque fundamentalmente centrada en otras problemáticas como la zonificación, el suburbio norteamericano, o la reducción de la complejidad urbana, pueden encontrarse elementos de esta crítica a la “purificación” de la comunidad por la planificación en trabajos como Goodman & Goodman (1950) o Sennett (1970).