RESUMEN

El objeto de este trabajo es estudiar el marco jurídico diseñado para responder a la COVID-19 en España, valorando su adecuación constitucional a la luz de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. En especial, se tendrán en cuenta las SSTC 148/2021, de 14 de julio; 183/2021, de 27 de octubre; y la 70/2022, de 2 de junio que han cuestionado algunas de las decisiones clave del diseño jurídico de la respuesta a la pandemia: el confinamiento total de la población previsto en el primer estado de alarma; el carácter meramente habilitante y la excesiva prórroga del tercer estado de alarma; y la autorización y ratificación judicial de las medidas sanitarias adoptadas de acuerdo con la legislación de salud pública. A modo de conclusión, aprendiendo de la experiencia de la pandemia y de la doctrina sentada por el Constitucional, se plantearán algunas propuestas concretas de revisión de la legislación actual, especialmente de la LOAES.

Palabras clave: Derecho de excepción; COVID-19; Tribunal Constitucional.

ABSTRACT

The aim of this paper is to study the legal framework designed to respond to covid-19 in Spain, assessing its constitutional adequacy according to the Constitutional Court case law. In particular, the paper will consider Judgements of the Spanish Constitutional Court 148/2021 of 14 July, 183/2021 of 27 October and 70/2022 of 2 June, which have questioned some of the key decisions regarding the legal design of the response to the pandemic: the lockdown of the population in the first state of alarm; the enabling nature and excessive extension of the third state of alarm; and the judicial authorisation of health measures adopted in accordance with public health legislation. In conclusion, learning from the experience of the pandemic and the doctrine established by the Constitutional Court, some concrete proposals will be put forward for the revision of current legislation, especially the Organic Law on exceptional states.

Keywords: Law of exception; covid-19; Constitutional Court.

Cómo citar este artículo / Citation: Teruel Lozano, G. M. (2022). La legitimidad constitucional del marco jurídico para responder a la covid-19 en cuestión: cronología comentada a la luz de la jurisprudencia constitucional. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 26(2), 551-‍586. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/aijc.26.17

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Y LA LEGITIMIDAD DE LOS ESTADOS DE ALARMA ANTE LA COVID-19: DE LOS TRES, Solo UNO SE SALVA, Y QUIZÁ EL CUARTO HAYA FALTADO
    1. 1. El primer estado de alarma: un estado de excepción encubierto, entre otras críticas (STC 148/2021, de 14 de julio)
      1. 1.1. La declaración del primer estado de alarma, sus prórrogas y sus efectos: una primera lectura crítica
      2. 1.2. La medida estrella en cuestión: ¿limitación o suspensión de la libertad de circulación?
      3. 1.3. A modo de obiter dicta: el estado de excepción como alternativa de lege lata, también forzada pero preferible
    2. 2. El interludio de la pretendida «nueva normalidad»
    3. 3. El estado de alarma declarado para Madrid y su adecuado diseño en perspectiva constitucional
    4. 4. La liquidez del tercer estado de alarma y el harakiri parlamentario (STC 183/2021, de 27 de octubre)
    5. 5. ¿Ha faltado un cuarto estado de alarma? La STC 70/2022, de 2 de junio
  5. III. A MODO DE CONCLUSIÓN: PROPUESTA DE RECONSTRUCCIÓN DEL DERECHO DE EXCEPCIÓN A LA LUZ DE LA JURISPRUDENCIA CONSTITUCIONAL
  6. NOTAS
  7. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Después de unas décadas de relativa «normalidad constitucional», como refirió Cruz Villalón (‍2003-2004), las cuales parecían invitar a reconocer la «desuetudo de las previsiones de los arts. 116 y 155» (‍Cruz Villalón, 2004: 192), los últimos años se han manifestado turbulentos. En 2010 hubo que activar por primera vez uno de los estados excepcionales previsto en el art. 116 CE para enfrentarse a la huelga de los controladores aéreos, y, más recientemente, se tuvo que recurrir al 155 CE ante la insurrección en Cataluña de otoño de 2017, y al 116 CE para enfrentarnos a la pandemia de la covid-19. La Constitución ha tenido así ocasión de demostrar su valor también ante la crisis.

Ahora bien, si nos centramos como este trabajo pretende en la gestión jurídico-institucional de la pandemia de la covid-19 también debemos reconocer que se han sufrido inseguridades que han tensionado y quizá deteriorado el propio Estado constitucional. La pandemia nos sorprendió con unos mimbres jurídicos bastante obsoletos. Lo ha señalado Cierco Seira (‍2020: 28): «[e]l Derecho de la Salud Pública ha llegado a la cita sin haber hecho los deberes. A la cita, sí, porque la pandemia de la COVID-19 constituía una eventualidad probable». Adicionalmente, tampoco ha contribuido a generar seguridad jurídica que el Gobierno de la Nación no haya mantenido un rumbo fijo ni unos criterios coherentes en la definición del marco jurídico para adoptar las medidas frente a la pandemia[2]; ni que el Parlamento haya abdicado de su función legislativa, haciendo dejación de funciones al no haber acometido la imprescindible labor de actualización de la normativa. A lo que añadir que, incluso en un momento de grave crisis como el vivido, nos hemos encontrado con unos dirigentes públicos demasiado preocupados por realizar regates políticos con poco sentido institucional.

El Tribunal Constitucional, por su parte, como intérprete supremo de la Constitución, ha terminado interviniendo y ha censurado el diseño gubernamental de las decisiones clave para afrontar la pandemia, haciendo una innovadora lectura del Derecho constitucional de excepción y, más en general, del sistema de garantías ante situaciones de crisis o emergencia. En concreto, aunque han sido varias las decisiones del TC que han afrontado cuestiones relacionadas con la pandemia[3], en este trabajo nos centraremos en las tres que de forma directa han incidido en la comprensión del art. 116 CE que regula el Derecho constitucional de excepción y del ámbito que queda a los poderes de policía de acuerdo con la legislación sectorial de emergencias: son las SSTC 148/2021, de 14 de julio; 183/2021, de 27 de octubre; y la 70/2022, de 2 de junio.

Así las cosas, el objeto de este trabajo será, en primer lugar, analizar el diseño jurídico de la respuesta a la pandemia desde el prisma constitucional, para lo cual haremos una cronología de las medidas adoptadas, incorporando la crítica realizada por el Constitucional en las sentencias que acabamos de señalar. En segundo lugar, se aprovechará la jurisprudencia del Tribunal Constitucional para, a la luz de la misma, realizar una propuesta de reconstrucción del Derecho constitucional de excepción y de la legislación sectorial de emergencias. En este caso, con la intervención del Constitucional podríamos decir que Roma locuta, pero la causa no puede considerarse acabada hasta que el legislador no adecúe el marco normativo a la interpretación constitucional. Por lo que conviene tratar de aportar algunas ideas que sirvan de orientación como complemento a la doctrina fijada por el Alto Tribunal.

II. EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Y LA LEGITIMIDAD DE LOS ESTADOS DE ALARMA ANTE LA COVID-19: DE LOS TRES, Solo UNO SE SALVA, Y QUIZÁ EL CUARTO HAYA FALTADO[Subir]

1. El primer estado de alarma: un estado de excepción encubierto, entre otras críticas (STC 148/2021, de 14 de julio)[Subir]

1.1. La declaración del primer estado de alarma, sus prórrogas y sus efectos: una primera lectura crítica[Subir]

El primer estado de alarma para responder a la crisis, como sabemos, fue declarado por el RD 463/2020, de 14 de marzo, por un periodo de quince días, que tuvo que ser prorrogado hasta en 6 ocasiones, por lo que terminó extendiendo su vigencia hasta el 21 de junio de 2020[4]. Su justificación era clara: la extensión del virus de la COVID-19 había generado «una crisis sanitaria sin precedentes y de enorme magnitud» que obligaban al Gobierno a actuar «para proteger la salud y seguridad de los ciudadanos, contener la progresión de la enfermedad y reforzar el sistema de salud pública», como se recogía en la exposición de motivos del decreto. De hecho, ni siquiera en el recurso de inconstitucionalidad se cuestionó la concurrencia del presupuesto que permitía declarar el estado de alarma, sino, como veremos, algunas de las medidas concretas que se adoptaron (STC 148/2021, de 14 de julio, FJ. 2.e).

El ámbito territorial de este estado de alarma fue todo el territorio nacional, sin diferenciar áreas con mayor o menor extensión del virus, aunque, conforme se fue prorrogando el estado de alarma, se fueron suavizando algunos de sus efectos[5] y se fue dando mayor participación a las Comunidades Autónomas, especialmente en el periodo de desescalada, a través de los mecanismos que fueron denominados de «cogobernanza» y «codecisión»[6].

En cuanto a sus efectos, desde la perspectiva competencial, se estableció un «mando único», como fue popularmente conocido. De manera que la autoridad competente para la gestión del estado de alarma pasó a ser el Gobierno de la Nación (art. 4 RD). Pero, al mismo tiempo, se reconocieron como «autoridades competentes delegadas» a una serie de ministerios, «bajo la superior dirección del presidente del Gobierno»[7]. Los cuales quedaron «habilitados para dictar las órdenes, resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas que, en la esfera específica de su actuación, sean necesarios» (art. 4.3 RD). Esta delegación tiene una precaria base normativa[8] y, como ha estudiado Santamaría Pastor (‍2020: 211 y ss.), pone en cuestión el diseño de la LOAES[9]. De hecho, ha sido fuente de confusión, sobre todo porque ha dado lugar a una exorbitante profusión de órdenes ministeriales que, bien directamente o por efecto reflejo del decreto del estado de alarma que desarrollan, inciden en normas con rango de ley y restringen derechos constitucionales. Unas disposiciones que ni siquiera es claro ante qué órgano jurisdiccional eran recurribles, si bien, finalmente, el Tribunal Supremo asumió la competencia para enjuiciarlas[10]. A este respecto, la STC 148/2021, de 14 de julio no ha censurado directamente esta habilitación para que las autoridades delegadas dictaran disposiciones reglamentarias, pero sí que ha proscrito que el Gobierno pudiera «apoderar a otras autoridades, desde un principio o más tarde, para efectuar tal cambio o ampliación» en las restricciones recogidas en el decreto del estado de alarma (FJ. 9). Lo que le llevó a declarar la inconstitucionalidad de la habilitación al ministro de Sanidad para «modificar» y «ampliar» (no si se trata de limitar) las restricciones impuestas a establecimientos y actividades comerciales, recreativas, culturales, etc. según se había previsto en el apdo. 3º del art. 10 del decreto del estado de alarma, en su redacción dada por los RD 645/2020, de 17 de marzo y 492/2020, de 24 de abril[11].

Además, el decreto del estado de alarma estiró la referencia incluida en la LOAES a que el Gobierno «también dará cuenta al Congreso de los Diputados de los decretos que dicte durante la vigencia del estado de alarma en relación con este» (art. 8.2) e incluyó una genérica habilitación en su Disposición final segunda para que el Gobierno pudiera dictar «sucesivos decretos» que «modifiquen o amplíen» las medidas previstas en el propio decreto del estado de alarma. Una previsión que ha sido avalada por el Tribunal Constitucional que ha reconocido que «la Ley Orgánica no impone que las medidas acordadas por el Gobierno queden siempre directa y exhaustivamente disciplinadas por el decreto que instaure el estado de alarma, sin remisión a disposiciones o actos ulteriores; ni descarta, tampoco, su posible modificación»; aunque pesaría sobre el Gobierno el deber de dar cuenta inmediata al Congreso de cualquier modificación o ampliación (FJ. 10). Sin embargo, a mi entender, salvo que consideremos que esos sucesivos decretos comparten la naturaleza del decreto del estado de alarma, esta habilitación podría comportar un menoscabo de la garantía normativa que se deduce de la doctrina constitucional que ha reconocido valor de ley al mismo. Una fuerza de ley no solo activa, sino también pasiva, por lo que difícilmente podrá admitirse que un decreto que declara o prorroga el estado de alarma pueda verse no ya desarrollado, sino directamente modificado, por una norma reglamentaria. Más aún en lo que suponga limitación de derechos o afectación a competencias autonómicas, medidas que solo pueden adoptarse en los decretos de declaración y prórroga del estado de alarma.

Más allá, en relación con las concretas medidas que se adoptaron en el estado de alarma, las mismas afectaron a muy diversas materias: desde la previsión de requisas temporales y prestaciones personales obligatorias, a otras de refuerzo del Sistema Nacional de Salud, pasando por medidas dirigidas a asegurar suministros y el abastecimiento alimentario, regular transportes, plazos procesales y administrativos, etc. Pero nos interesa ahora destacar en particular aquellas que más directamente afectaban a derechos y libertades constitucionales. En este punto, la medida estrella, que estudiaremos con más detalle en el siguiente epígrafe, fue el confinamiento de la población contemplado en el art. 7 RD. Pero, además, el decreto del estado de alarma suspendió la apertura al público de establecimientos comerciales, equipamientos culturales, recreativos, hosteleros y restauración, entre otros (art. 10 RD); y la asistencia a lugares de culto y a ceremonias civiles y religiosas quedó condicionada a «la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas», debiéndose garantizar que los asistentes pudieran mantener la distancia de seguridad (art. 11 RD).

Pues bien, dejando al margen la sedicente limitación de la libertad de circulación prevista en el art. 7 del decreto, el Tribunal Constitucional ha confirmado que el resto de medidas adoptadas se adecuaron al marco definido por la LOAES para el estado de alarma y resultaron proporcionadas. En especial, no consideró violado el derecho a la educación, aunque se hubiera producido una afectación al mismo, toda vez que la legislación sanitaria habilitaba para adoptar la medida de cierre de los centros educativos y, además, resultó proporcionada teniendo en cuenta que se preveía que siempre que resultara posible la actividad educativa se mantendría a través de modalidades alternativas (FJ. 8). Tampoco consideró que las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, cultural, etc. hubieran conculcado la libertad de empresa (art. 38 CE), en la medida que el decreto no ordenó una suspensión general de las actividades económicas, sino que afectó solo a ciertos sectores y con numerosas excepciones. No hubo «cesación» de esta libertad, sino «constricción extraordinaria» de la misma, la cual el Tribunal reputó como proporcional y con previsión legal suficiente (FJ. 9). De igual manera, al entender del Tribunal las medidas que restringieron el acceso a los lugares de culto y las ceremonias civiles y religiosas eran expresión de la potestad general de imponer normas «sobre seguridad, higiene o salubridad en recintos o lugares de pública concurrencia [que] no inciden propiamente en las libertades que en tales espacios se ejerciten» (FJ. 10).

Ahora bien, estas consideraciones no obstan que, al margen de lo juzgado por el Constitucional, se reconozca que en la aplicación o desarrollo de estas medidas se produjeron situaciones censurables desde el prisma jurídico-constitucional[12]. Así, por ejemplo, en relación con la libertad de culto, la Orden SND/298/2020, de 29 de marzo en su art. 5º prohibió (aunque de forma un tanto tramposa evitó ese término y optó por «pospondrá») la celebración de cultos o ceremonias fúnebres, interpretando de forma restrictiva lo previsto por el art. 11 RD. Algo a mi entender improcedente: una orden ministerial no puede prohibir lo que el real decreto permite, aún con condiciones. Como también ocurrió con los supuestos de desalojo de misas que se produjeron, en mi opinión censurables como ejemplos de celo policial. De hecho, el propio Constitucional advirtió en su sentencia que el «silencio» del art. 7.1 RD en relación con el desplazamiento a lugares de culto «no contradice la evidencia de que el propio Real Decreto contempla de manera explícita la asistencia a lugares de culto y a ceremonias religiosas (art. 11), con la consiguiente facultad de encaminarse a unos u otras» (STC 148/2021, de 14 de julio, FJ. 10). Por lo que cualquier sanción impuesta por considerar injustificados tales desplazamientos debe considerarse ilegítima.

De igual manera, en relación con las manifestaciones durante la vigencia del estado de alarma, alguna autoridad gubernamental no autorizó su realización con argumentos más propios de un derecho que estuviera suspendido, como ocurrió en el caso que terminó resolviendo el Tribunal Constitucional en su Auto 40/2020, de 30 de abril. En este auto, con motivación de sentencia, el Tribunal Constitucional confirmó la prohibición de la concreta manifestación pero descartó que pudiera alegarse que existía una prohibición tácita de celebración de reuniones o manifestaciones y corroboró la exigencia de que las autoridades gubernamentales tuvieran que realizar una ponderación para decidir sobre la prohibición en función de las circunstancias concurrentes. Unas conclusiones confirmadas en la STC 148/2021, de 14 de julio, donde ha sostenido que «el derecho de manifestación permanec[ió] incólume», ya que ni la Constitución ni la LOAES han previsto que el decreto de estado de alarma pudiera restringirlo, sin perjuicio de que su ejercicio se haya visto «dificultado en alto grado» como consecuencia de las circunstancias que provocaron la declaración del estado de alarma (FJ. 6).

Adicionalmente, cabe censurar que la inicial limitación de la actividad económica terminara extendiéndose, vía Decreto-ley[13], hasta establecerse una prohibición de toda actividad económica que no prestara servicios esenciales. Tal fin se alcanzó, también aquí, de forma torticera: se coló esta suspensión de la actividad económica por la puerta de atrás —si se me permite la expresión—, regulando un «permiso obligatorio» para los trabajadores en el mencionado decreto-ley. Un decreto-ley que se sitúa en la línea de fuera de juego porque, de acuerdo con el art. 86.1 CE, este tipo normativo no puede afectar con su regulación a derechos constitucionales —aunque es cierto que la jurisprudencia constitucional ha sido muy generosa a este respecto—. Y, sobre todo, porque soslaya lo que en buena lid debería haber sido una novación del estado de alarma o, de forma más correcta, de un estado de excepción, ya que estas medidas suponen una limitación —más bien suspensión— del ejercicio de derechos y libertades constitucionales y, en este sentido, están previstas en la LO 4/1981, de 1 de junio, como medidas posibles en un estado de excepción (art. 26.1), no en el de alarma[14]. Tanto es así que, a mi entender, la suspensión general de la actividad económica (salvo unos servicios esenciales muy concretos) que previó este decreto-ley difícilmente superaría el enjuiciamiento al que el Tribunal Constitucional sometió las medidas de contención en el ámbito económico recogidas en el art. 10 del decreto del estado de alarma a las que antes se ha hecho referencia.

También fue muy problemático el intento de sancionar los incumplimientos de las restricciones que imponía el estado de alarma, ya que el real decreto que lo declaró no previó un régimen sancionador propio, sino que se remitió a lo que genéricamente establecieran las leyes sectoriales. Ello comportó que la mayoría de las sanciones se recondujeran al art. 36.6 de la LO 4/2015, de 30 de marzo, de seguridad ciudadana que castiga la desobediencia o resistencia a la autoridad[15], desconociendo que el incumplimiento de una norma no puede ser considerado como acto de desobediencia[16].

Por último, y aunque esta cuestión trascendía del diseño del propio decreto del estado de alarma, el principal contrapeso institucional del estado de alarma que, como habíamos señalado, lo constituye el control parlamentario, se vio afectado por el «aletargamiento» del Parlamento, en particular del Congreso. Recordemos que en un primer momento se suspendió la actividad parlamentaria plenaria, que luego se reanudó permitiendo el voto telemático en el Congreso[17]. Algo que también ha sido objeto de censura constitucional en la STC 168/2021, de 5 de octubre, donde el Tribunal Constitucional ha enfatizado la importancia del control parlamentario del Gobierno en un momento de crisis como el vivido[18]. Sin entrar ahora a valorar esta última sentencia, sí que quisiera señalar que, aunque las Cámaras adoptaron decisiones limitando su funcionamiento, lo cierto es que no hubo en ningún momento una paralización total y absoluta de la actividad parlamentaria. De hecho, como ha señalado García Roca (‍2020: 29), se vivió una «avalancha de control capilar». Y es que, a pesar de lo crítico de la situación que vivíamos, se mantuvieron las altas cotas de crispación que vienen caracterizando a nuestra política actual. Asimismo, como ya sostuve en su día, convengo con García Roca (‍2020: 30-‍31) en que las comparecencias del Presidente del Gobierno en televisión no pueden sustituir el control parlamentario[19]. Y voy más allá. En un sistema de gobierno parlamentario resulta improcedente que el presidente trate de establecer un vínculo directo con el pueblo, valiéndose además de la televisión pública, soslayando su dación de cuentas ante la Cámara de representación popular[20]. Al final, coincido también con Tudela Aranda (‍2020: 15) en que la imagen que quedó fue la de un «Parlamento diluido», que no logró transmitir la esencialidad de la institución.

1.2. La medida estrella en cuestión: ¿limitación o suspensión de la libertad de circulación?[Subir]

Como se ha indicado, la medida estrella del primer estado de alarma fue el conocido como confinamiento general de la población, que jurídicamente se articuló como una limitación de la libertad de circulación. Así, el art. 7 RD, con la redacción dada tras su revisión por el RD 465/2020, de 17 de marzo, estableció que «[d]urante la vigencia del estado de alarma las personas únicamente podrán circular por las vías o espacios de uso público» para la realización de una serie de actividades vinculadas a situaciones de necesidad (adquisición de productos de primera necesidad, desplazamiento a centros sanitarios o al trabajo, retorno al lugar de residencia, cuidado de personas dependientes…). El listado acababa con dos cláusulas abiertas que admitían desplazamientos «por causa de fuerza mayor o situación de necesidad» y para «cualquier otra actividad de análoga naturaleza». En cualquier caso, quedaba claro que los desplazamientos solo iban a ser posible por causas justificadas y además muy tasadas. Además, tales desplazamientos debían realizarse «individualmente, salvo que se acompañe a personas con discapacidad, menores, mayores, o por otra causa justificada».

La duda jurídica que se suscitó entonces y que condicionaba la legitimidad de haber recurrido al estado de alarma era: ¿se trataba de una auténtica limitación, aún de gran intensidad, o estábamos ante una medida materialmente suspensiva de la libertad? O, con igual resultado, podríamos preguntarnos, ¿la limitación prevista en el art. 7 tenía tal intensidad que menoscaba el contenido esencial de la libertad de circulación entrando en un espacio vedado al legislador —en este caso, al decreto del estado de alarma—?

La respuesta distaba de ser clara. Tanto la suspensión prevista en el art. 55.1 CE como la categoría del contenido esencial tienen unas fronteras muy imprecisas. De ahí que la doctrina se dividiera también en este punto[21]. Así, por ejemplo, entre aquellos que sostuvieron que la medida era puramente limitativa, Velasco Caballero (‍2020a: 114-‍121) ha argumentado que «dada la amplitud de las autorizaciones legales» que prevé el art. 7 estaríamos dentro del perímetro definido por la LOAES como limitación y no se habría violado el contenido esencial porque «en un contexto de emergencia sanitaria extrema, con riesgo acreditado para la salud, el contenido esencial del derecho a la libre circulación está reducido por la Constitución, de forma inmanente, a su mínima expresión: garantizar la movilidad necesaria para tareas ineludibles». Además, advertía que la medida debe reputarse proporcionada. Para García Roca (‍2020: 19) lo relevante es que las medidas superaran un deferente test de necesidad y proporcionalidad, y concluía que las restricciones establecidas por el decreto del estado de alarma entrarían dentro de ese «tercer estado» de intensas limitaciones que no llegan a la suspensión, entendida esta como la derogación del derecho, que quedaría privado de validez. El Defensor del Pueblo también rechazó que el confinamiento supusiera una suspensión de derechos, calificándolo como una «severa restricción» que afectaba al ejercicio de los derechos fundamentales[22].

Otro sector doctrinal vino de defendiendo, a contrario, que el confinamiento total de la población había supuesto (materialmente) una suspensión de la libertad de circulación que no podía ampararse en el marco del estado de alarma[23]. Con independencia a que se recurriera a la idea de suspensión (material) o simplemente se invocara que se había producido una desnaturalización tan grande de la libertad de circulación que desfiguraba su contenido esencial, la conclusión era que la medida adoptada no encajaba en el régimen jurídico-constitucional del estado de alarma.

El Tribunal Constitucional finalmente resolvió coincidiendo en buena medida con estos últimos argumentos. Para la mayoría del Tribunal[24] la medida de confinamiento general de la población contemplada por el decreto del estado de alarma «aparece, pues, más como una «privación» o «cesación» del derecho [a la libertad de circulación], por más que sea temporal y admita excepciones, que como una «reducción» de un derecho o facultad a menores límites. Dicho en otros términos, la disposición no delimita un derecho a circular libremente en un ámbito (personal, espacial, temporalmente) menor, sino que lo suspende a radice, de forma generalizada, para todas «las personas», y por cualquier medio. La facultad individual de circular «libremente» deja pues de existir, y solo puede justificarse cuando concurren las circunstancias expresamente previstas en el real decreto.» (STC 148/2021, de 14 de julio, FJ. 5). Nos encontrábamos, por tanto, ante una restricción que suponía «un vaciamiento de hecho o, si se quiere, una suspensión del derecho, proscritos como se ha reiterado ya en el estado de alarma. Un reproche que se extendía por la afectación en similares términos al derecho a mantener reuniones privadas, que habría sufrido una «amputación material» como corolario de la imposibilidad de desplazarse; y del derecho a elegir libremente residencia. Sin embargo, el Tribunal rechazó que se hubiera visto afectada la libertad personal (art. 19 CE), y consideró que no hubo conculcación de los derechos previstos en el art. 21 CE, como ya se dijo, ni de los arts. 6, 7 y 23 CE.

Además, el Tribunal sentó en su argumentación dos cuestiones relevantes (y polémicas): por un lado, la concepción de la categoría de la suspensión como especie del género limitación (STC 148/2021, de 14 de julio, FJ. 3); y, por otro lado, el rechazo a aplicar la categoría del contenido esencial como canon de control de las medidas adoptadas en el estado de alarma (FJ. 4), para apostar por abordar la cuestión «a partir de categorías propias del régimen extraordinario de limitación de derechos fundamentales». Frente a estos postulados sentados por la mayoría del Tribunal, los votos particulares a la STC 148/2021, de 14 de julio han criticado la asunción de una idea material de suspensión para enjuiciar las restricciones establecidas a derechos fundamentales en un estado de alarma. La ratio común a todos ellos radica en que consideran que la suspensión es una categoría formal, por lo que solo puede hablarse de suspensión de derechos si así se ha acordado formalmente de acuerdo con el procedimiento constitucionalmente previsto. La consecuencia sería que las restricciones establecidas en el decreto que declaraba el estado de alarma tendrían que haber sido evaluadas desde el prisma exclusivamente del principio de proporcionalidad, que podría incluso subsumir el análisis sobre el respeto al contenido esencial[25]. Y, en este sentido, han cuestionado el intento de recurrir a categorías que presuponen hallar un «núcleo duro» o «inamovible» de un derecho —ya sea la idea de suspensión material o un concepto «esencialista» de contenido esencial— que no podría restringirse ni siquiera en el marco del estado de alarma ante una grave emergencia que pone en serio peligro la vida y la salud de las personas[26].

Por mi parte, como he tenido ocasión de estudiar con más detalle en otro lugar[27], comparto la «perplejidad» de Cruz Villalón (‍2021) en relación con la metodología seguida por el Tribunal para resolver si eran constitucionales las restricciones a derechos fundamentales establecidas en el primer decreto del estado de alarma frente a la COVID-19: «En realidad, hubiera bastado con que el tribunal respondiese a los inconstantes recurrentes si el decreto había afectado o no al contenido esencial de la libertad pública en cuestión, es decir, al núcleo esencial del derecho fundamental cuyo respeto impone la Constitución de manera general, estado de alarma incluido». Y es que no creo que haya razones dogmáticas de peso que justifiquen excluir la garantía del contenido esencial como canon de enjuiciamiento del estado de alarma, ni convencen las razones de ubicación sistemática dadas por el Tribunal Constitucional[28]. A mayores, se observa en la sentencia una inadecuada comprensión del contenido esencial como garantía, al admitir su modulación recurriendo a la idea de los límites «necesarios que resultan de su propia naturaleza» (STC 148/2021, de 14 de julio, FJ. 4).

Así las cosas, en mi opinión, concluido que era necesario adoptar medidas que desnaturalizaban el contenido esencial de un derecho fundamental, si nos tomamos «la Constitución en serio» (‍Aragón Reyes, 2020a), el estado de alarma no era la vía constitucionalmente adecuada para haberse enfrentado a la pandemia en aquel momento. Mucho menos me lo parece el haber optado por acordar las medidas de acuerdo con la legislación sectorial de salud pública. ¿Quiere decir ello que nuestro ordenamiento constitucional no ofrecía una solución? Tampoco lo creo. Y, de hecho, el Tribunal Constitucional también aclaró este punto en la STC 148/2021, de 14 de julio. Veámoslo.

1.3. A modo de obiter dicta: el estado de excepción como alternativa de lege lata, también forzada pero preferible[Subir]

Como se acaba de adelantar, el Tribunal Constitucional concluyó en un obiter dicta recogido en el FJ. 11 de la STC 148/2021, de 14 de julio, que el estado de excepción habría sido el marco constitucionalmente idóneo para adoptar la medida de confinamiento general de la población. Una conclusión en línea con la que habíamos venido manteniendo un sector doctrinal minoritario desde el inicio de la pandemia[29].

Al entender del Tribunal, sería posible superar la interpretación «originalista» de los estados excepcionales previstos por la Constitución, la cual llevó a postular una lectura pluralista de los mismos, preocupada por despolitizar el estado de alarma para conjurar el riesgo de que se pudiera recurrir al estado de alarma para restringir indebidamente derechos. De manera que, en la actualidad, cabría realizar una interpretación «evolutiva» e «integradora» de los estados excepcionales, en virtud de la cual podría estar justificado decretar un estado de excepción cuando la gravedad de la calamidad o catástrofe provoque una grave alteración del orden público que exija adoptar medidas suspensivas de derechos fundamentales. Porque, como observó el Tribunal, no hay en la Constitución ni en la ley una prohibición expresa de la posibilidad de que una epidemia, u otra calamidad, puedan habilitar al Gobierno a que declare un estado de excepción, en lugar de recurrir al de alarma.

Además, el Tribunal Constitucional ha advertido que la propia LOAES al definir el presupuesto que permite declarar el estado de excepción «omit[ió] cualquier referencia a las motivaciones, centrándose en los efectos perturbadores provocados en la sociedad para invocar dicho estado» (FJ. 11). Por lo que, «[c]uando la gravedad y extensión de la epidemia imposibilitan un normal ejercicio de los derechos, impiden un normal funcionamiento de las instituciones democráticas, saturan los servicios sanitarios (hasta temer por su capacidad de afrontar la crisis) y no permiten mantener con normalidad ni las actividades educativas ni las de casi cualquier otra naturaleza, es difícil argüir que el orden público constitucional (en un sentido amplio, comprensivo no solo de elementos políticos, sino también del normal desarrollo de los aspectos más básicos de la vida social y económica) no se ve afectado; y su grave alteración podría legitimar la declaración del estado de excepción. Otra cosa implicaría aceptar el fracaso del Estado de Derecho, maniatado e incapaz de encontrar una respuesta ante situaciones de tal gravedad» (FJ. 11). Y es que, no entenderlo así, podría terminar justificando que se estuviera «utilizando la alarma, como temían algunos constituyentes, ‘para limitar derechos sin decirlo’, esto es, sin previa discusión y autorización de la representación popular, y con menos condicionantes de duración» (FJ. 11).

En definitiva, a la luz de la argumentación del Tribunal, el estado de excepción se erige como alternativa de lege lata, también forzada pero preferible a la decisión ilegítima constitucionalmente de adoptar a través del estado de alarma decisiones que suponen una suspensión material de un derecho para enfrentarse a una pandemia[30]. Una conclusión que invita a repensar nuestro Derecho de excepción, como trataremos de realizar en el último apartado de este trabajo. Porque, como destacó Aragón Reyes (‍2020b: 2), «no podemos estar presos de la imagen del pasado sobre los estados de excepción preconstitucionales» y hemos de reconocer que el estado de excepción que configura la Constitución española de 1978 no es menos garantista que el estado de alarma[31].

2. El interludio de la pretendida «nueva normalidad»[Subir]

Al levantarse el estado de alarma a las 00:00 horas del día 21 de junio de 2020, se pasó a lo que el Gobierno de la Nación bautizó como «nueva normalidad», un término a mi entender francamente desafortunado porque, habida cuenta de las restricciones que todavía eran necesarias, me parece descabellado considerarlo como una situación de normalidad. Seguíamos en una anormalidad prolongada que, eso sí, ya no iba a estar regida por el Derecho constitucional de excepción. Jurídicamente, las CC.AA. recuperaron la plenitud de sus competencias y nuevamente correspondió a estas la gestión de la crisis, si bien el Ministerio ejerció sus competencias de coordinación, en el marco de la legislación sectorial de salud pública, precariamente actualizada[32].

De forma que durante el verano de 2020 las Comunidades Autónomas tuvieron que empezar a adoptar medidas cada vez más restrictivas conforme se volvía a extender el virus[33]. La tendencia, además, fue la de solicitar de forma indiscriminada autorización judicial para todas las medidas sanitarias cuando se afectara, aunque fuera colateralmente, algún derecho fundamental, de acuerdo con el art. 8.6 LJCA, lo que dio lugar a un baile de decisiones judiciales. Como ha estudiado Rodríguez Fidalgo (2021), en un primer momento la respuesta de los Juzgados fue casi unánime en cuanto a que la LOMESP y la legislación sanitaria ofrecían cobertura suficiente para limitar con carácter general derechos fundamentales, si bien algunas resoluciones denegaron la autorización por considerar desproporcionadas las medidas. La única decisión que cuestionó este marco jurídico fue la del Juzgado de Instrucción de Lérida[34]. La respuesta del Gobierno catalán se tradujo en la aprobación de un Decreto-ley de modificación de la ley de salud pública catalana para contemplar específicamente la facultad de limitar los desplazamientos de la población ante epidemias[35]. Otras Comunidades Autónomas como, por ejemplo, Aragón, también recurrieron al decreto-ley para regular el régimen jurídico para el control de la pandemia[36]. Sin embargo, mientras que el uso del decreto-ley en una crisis como la que vivimos tiene pleno sentido para adoptar medidas socio-económicas de «acompañamiento», su uso resulta cuestionable cuando se pretende regular un régimen jurídico con medidas restrictivas de derechos fundamentales, alternativo al previsto para el estado de alarma, y más aún si lo que se busca es eludir la garantía judicial[37].

Además, se introdujo entonces una reforma en la LJCA para trasladar la competencia a los TSJ y a la AN para autorizar o ratificar medidas sanitarias que «impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente»[38]. Y, posteriormente, se abrió la posibilidad de recurrir sus decisiones en casación[39]. En este punto, la respuesta mayoritaria de los TSJ y del TS fue asumir la nueva competencia y confirmar la habilitación legal para que las autoridades sanitarias autonómicas adoptaran medidas generales restrictivas de derechos fundamentales. Sin embargo, hubo importantes excepciones que abrieron un severo conflicto que obligó a cambiar el diseño jurídico de la respuesta[40], como veremos a continuación.

3. El estado de alarma declarado para Madrid y su adecuado diseño en perspectiva constitucional[Subir]

Fue precisamente la confusión jurídica generada en el periodo de «nueva normalidad», como acaba de señalarse, la que abocó al segundo estado de alarma. En concreto, como se reconocía en el Preámbulo del propio Decreto[41], fue el rechazo del TSJ de Madrid a ratificar las medidas planteadas por la Comunidad[42], el que justificó acudir a este segundo estado de alarma para «ofrecer una cobertura jurídica puntual e inmediata que resulte suficiente». La medida clave que se adoptó fue el confinamiento perimetral de una serie de municipios, de los cuales solo se podía salir o entrar por causas justificadas (art. 5 RD). Aunque podría haberse dado una mejor justificación de la necesidad y la proporcionalidad de la medida[43], en este caso nadie discutió que se trataba de medidas amparadas por la LOAES en su art. 11. A diferencia del primer estado de alarma, no había aquí una prohibición general de circular (un confinamiento domiciliario), sino un fuerte condicionante, es decir, una intensa restricción que, a mi entender, no desnaturalizaba la libertad.

También llama la atención, aunque no puede ser objeto de crítica jurídico-constitucional, que el Gobierno no hiciera en este caso uso de la habilitación de la LOAES para haber delegado en la presidenta de la Comunidad de Madrid. Y es que, a pesar de que el ámbito territorial se limitaba a algunos municipios de esta Comunidad, la autoridad competente de acuerdo con el Decreto fue el Gobierno de la Nación. Sí que se mantuvo la discutible habilitación al Gobierno para dictar sucesivos decretos «que modifiquen» lo establecido en el decreto de estado de alarma. A las críticas que ya hice entonces me remito ahora.

Más allá, el juicio sobre este estado de alarma debe ser favorable desde la perspectiva constitucional. Se recurrió a este instrumento normativo para afrontar una situación de emergencia que exigía adoptar de forma temporal medidas generales restrictivas de derechos fundamentales, las cuales, según la interpretación que habían dado en ese momento los tribunales, tenían discutible encaje en los poderes ordinarios de las autoridades sanitarias de acuerdo con las previsiones de la legislación de salud pública. De ahí que, a mi entender, el Gobierno acertara al concluir la necesidad de recurrir a este instrumento y en la forma como lo articuló. El Tribunal Constitucional, por su parte, no ha tenido ocasión de pronunciarse al respecto.

4. La liquidez del tercer estado de alarma y el harakiri parlamentario (STC 183/2021, de 27 de octubre)[Subir]

En virtud del Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre se decretó, ahora para todo el territorio nacional, el tercer y último estado de alarma que fue declarado para gestionar la pandemia. Su declaración inicial fue prorrogada por 6 meses, por lo que su vigencia se extendió hasta el 9 de mayo de 2021[44]. Según dijimos, fueron las decisiones de dos Tribunales Superiores «díscolos» las que llevaron a su declaración, aunque en este caso no se menciona esta circunstancia en su preámbulo. Sin embargo, sí que incluyó una consideración de especial interés en relación con el objeto de este trabajo, cuando se justificó la necesidad de acudir al estado de alarma en que: «en una situación epidemiológica como la actual, resulta imprescindible combinar las medidas previstas en la legislación sanitaria con otras del ámbito del Derecho de excepción, tal y como recogen los arts. 116.2 de la Constitución Española y cuarto y siguientes de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio». Por tanto, el Gobierno estaba presuponiendo que había una serie de medidas sanitarias que no era posible adoptar con los poderes ordinarios. En concreto, y aunque no se diga expressis verbis, aquellas que implicaban restricciones generalizadas de derechos fundamentales; a saber: toque de queda, confinamientos perimetrales, limitaciones del grupo de personas que podían reunirse en espacios públicos y privados (incluidos espacios de culto). Todas estas medidas, al entender del Gobierno, solo podían adoptarse con la cobertura del Derecho constitucional de excepción y, por ello, recurrió a la declaración del estado de alarma. Para todo lo demás, las autoridades sanitarias deberían seguir adoptando las medidas necesarias al amparo de la legislación sectorial de salud pública. No hubo, como luego se dirá, un «mando único», y este estado de alarma se presentó entonces como una mera norma de cobertura, habilitante para que quienes de ordinario tienen las competencias pudieran en esta situación de crisis adoptar determinadas medidas excepcionales para las que la legislación ordinaria no les habilitaba, en el entender del Gobierno (y de algunos tribunales).

Desde un primer momento fueron muchas las dudas constitucionales que suscitaron las previsiones de este decreto (y su prórroga)[45], que finalmente fue recurrido ante el Tribunal Constitucional que ha terminado resolviendo la controversia en la STC 183/2021, de 27 de octubre, donde ha declarado inconstitucionales algunos extremos. Vaya por delante que, como ocurrió con la anterior sentencia, en este caso tampoco se discutía que concurriera el presupuesto habilitante para la declaración de este estado excepcional, sino las concretas medidas que se contemplaron y el diseño que se hizo del mismo.

En relación con las medidas que suponían una limitación de derechos fundamentales (toques de queda, confinamientos perimetrales y limitaciones al número de personas que podían reunirse en espacios públicos y privados y en lugares de culto), el Tribunal Constitucional descartó que las mismas hubieran supuesto un vaciamiento de ninguno de los derechos afectados[46], por lo que, a diferencia del confinamiento total de la población, en estos casos no se habría dado una suspensión (material) de los mismos. Sin lugar a dudas nos encontrábamos ante «limitaciones de mayor intensidad a las que puedan resultar conformes al régimen ordinario del estado de derecho», pero no constituían «una injerencia en el «núcleo indisponible» del derecho, entendiendo por tal aquella intromisión que afectara al contenido irreductible del derecho fundamental, hasta el punto de hacerlo irreconocible o de impedir su ejercicio, lo que no es el caso» (STC 183/2021, de 27 de octubre, FJ. 4)[47]. Así las cosas, el Tribunal verificó en los distintos casos que las medidas acordadas encontraban acomodo en las previsiones de la LOAES y que, además, resultaban proporcionadas. A este último respecto debe advertirse que el apdo. II del preámbulo del Real Decreto había justificado algo más la necesidad e idoneidad de las medidas de lo que se había hecho en los anteriores decretos[48]. No obstante, el Tribunal Constitucional ha realizado un juicio de proporcionalidad muy deferente. Tanto que, a mi entender, no ha incidido suficientemente en por qué las medidas adoptadas se reputaron imprescindibles, no existiendo otras alternativas menos lesivas. De hecho, durante su vigencia se destacaron algunas aporías e incongruencias en su aplicación. Por ejemplo, cabría preguntarse, ¿qué aportaba un toque de queda cuando habría bastado con cerrar locales y establecimientos y con haber restringido reuniones de personas públicas o privadas? ¿Cómo se justifica que una persona no pudiera salir a pasear de madrugada? En lugar de prohibir los desplazamientos, ¿no habría sido menos lesivo de la libertad exigir una prueba PCR para entrar y salir del territorio como se hizo con quienes querían viajar de turismo a o desde países extranjeros?

En cualquier caso, las dos objeciones constitucionales más severas a la configuración de este tercer estado de alarma estuvieron en su carácter como mera ley habilitante y en los deficientes contrapesos político-institucionales para una prórroga por seis meses, que ya el propio decreto anunciaba en su preámbulo. En relación con la primera de las cuestiones, el Decreto contemplaba que los presidentes autonómicos y de las ciudades autónomas fueran autoridades competentes delegadas (art. 2.2 RD). A los cuales se les habilitaba para dictar, «por delegación del Gobierno de la Nación», las disposiciones de desarrollo del mismo. Pero, además, el decreto hacía depender la eficacia de las principales medidas (cierres perimetrales autonómicos, limitaciones de las reuniones y celebraciones de culto, y también los toques de queda por una adición del Congreso en la prórroga) de la decisión que en cada territorio adoptara la autoridad competente delegada «a la vista de la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad, previa comunicación al Ministerio de Sanidad» (art. 9.1 RD). Y, a la vista de esos indicadores, las autoridades competentes podían también «modular, flexibilizar y suspender» la aplicación de esas medidas. Adicionalmente, se habilitaba a las autoridades competentes para que determinaran en su ámbito territorial las horas de comienzo y fin de los toques de queda entre las 22:00 y las 00:00 y entre las 5:00 y las 7:00, respectivamente (art. 5.2 RD).

Así las cosas, las dudas que ya había suscitado esta figura de la «autoridad competente delegada» en el primer estado de alarma se veían ahora agravadas cuando eran 19 las autoridades que iban a tener esa condición, con tan amplia habilitación normativa. Recuérdese, por ejemplo, el conflicto cuando el Gobierno de Castilla y León adelantó el horario del toque de queda haciendo una interpretación con difícil encaje en las previsiones del decreto de estado de alarma[49].

De forma que el decreto del estado de alarma no es que fuera una norma flexible, que facilitaba la cogobernanza, sino que se había convertido en una norma líquida, prácticamente ayuna de contenido normativo[50]. La garantía normativa que implica que el régimen restrictivo de derechos fundamentales esté recogido en los decretos de declaración y prórroga del estado de alarma había quedado desvirtuada.

Así lo ha terminado entendiendo también el Tribunal Constitucional para quien resultó inconstitucional «la designación in genere de los presidentes de las comunidades autónomas y de las ciudades con estatuto de autonomía como «autoridades competentes delegadas» para la gestión de las medidas» (FJ. 10). A juicio del Tribunal, esta delegación contravenía «los términos inequívocos» del art. 7 LOAES, pensado para la delegación en un Presidente autonómico concreto pero no cuando estuviera afectado todo el territorio nacional, y desconocía la posición institucional del Congreso y del Gobierno durante la vigencia del estado de alarma. A este último respecto, el Constitucional ha advertido que la delegación prevista no respondía a un acto de tal naturaleza, ya que el delegante no había fijado criterio o instrucciones a las que sujetar al delegado ni control alguno para su ejercicio y revisión. Algo que afectaba también al Congreso, que quedaba desapoderado para fiscalizar la actuación de las autoridades autonómicas que eran las que de forma efectiva adoptaban las decisiones (FJ. 10).

La segunda objeción constitucional que se planteaba venía referida a los contrapesos institucionales que contemplaba este estado de alarma[51] y a su prórroga por seis meses. A este respecto, el Tribunal Constitucional ha advertido la relevante posición institucional que corresponde al Congreso en relación con el control al Gobierno en los estados excepcionales y cómo, una vez prorrogado el estado de alarma, este pasa a parlamentarizarse[52].

En cuanto a su prórroga, el Tribunal ha concluido que ni la Constitución ni la ley fijan un límite constitucional taxativo al plazo de prórroga, por lo que corresponde al Congreso delimitar temporalmente las prórrogas atendiendo al tipo de alteración de la normalidad y a las circunstancias que concurran (FJ. 8). De hecho, aunque el primer estado de alarma dictado para enfrentarse a la pandemia se fue prorrogando quincenalmente, el estado de alarma dictado en 2010 había sido prorrogado por un mes. Ahora bien, al enjuiciar en concreto la prórroga de seis meses decretada, el Constitucional la ha reputado ilegítima por excesiva. Para realizar este enjuiciamiento el Tribunal ha excluido ab initio, entre otros argumentos, que se viera vulnerado el derecho de participación política del art. 23.2 CE o que se hubiera conculcado la genérica potestad constitucional de control del Gobierno prevista en el art. 66 CE, toda vez que el control político de los estados excepcionales tiene una base jurídica concreta en el art. 116 CE. Además, el Constitucional ha rehusado recurrir a un juicio de proporcionalidad y ha optado por analizar la justificación de la autorización parlamentaria. En concreto, ha enjuiciado que el Congreso, «en el ejercicio de la potestad de control que le confiere el art. 116.2 CE, [haya valorado] si, a la vista de los argumentos ofrecidos por el Ejecutivo para prorrogar el estado de alarma, [ha razonado] sobre cuál deba ser el tiempo de prolongación de aquel estado de crisis que, previsiblemente, pueda, de una parte, resultar indispensable para revertir la situación de grave anormalidad apreciada y, de otra, disponer del margen de duración temporal de aquella prórroga inicial y de las que, en lo sucesivo, puedan autorizarse con posterioridad, al objeto de hacer efectivo el control que debe ejercer sobre el Gobierno (art. 116.2 CE)» (FJ. 8). Pues bien, la conclusión a la que ha llegado el Tribunal es que la autorización parlamentaria merecía censura constitucional, no por la duración de la prórroga en sí misma considerada, sino porque esta «se acordó sin fundamento discernible y en detrimento, por ello, de la irrenunciable potestad constitucional del Congreso de los Diputados para decidir en el curso de la emergencia, a solicitud del Gobierno, sobre la continuidad y condiciones del estado de alarma, intervención decisoria que viene impuesta por la Constitución (art. 116.2)» (FJ. 8).

Por último, el Tribunal Constitucional resolvió favorablemente la constitucionalidad de los mecanismos de rendición de cuentas que se habían previsto en el art. 14 del Decreto (en concreto, las comparecencias cada dos meses del Presidente del Gobierno ante el Pleno del Congreso y cada mes por el ministro de Sanidad ante la correspondiente comisión para dar cuenta de los «datos y gestiones correspondientes), al entender que los instrumentos previstos no excluían que se pudiera recurrir a otros también previstos reglamentariamente para exigir cuentas al Gobierno, y que la mención a «datos» y «gestiones» tampoco podía interpretarse de forma restrictiva sino que permitía un control general sobre la actuación gubernamental.

Ahora bien, aun admitiendo esta interpretación, lo cierto es que durante este estado de alarma y su prórroga al final se produjo un auténtico harakiri parlamentario (‍Teruel Lozano, 2020f). El Congreso perdió la centralidad que le correspondía. En aquel periodo no hubo un control efectivo de las medidas que se estaban adoptando (tampoco a nivel autonómico[53]); no existió un auténtico diálogo Gobierno-Parlamento, con sus mayorías y minorías políticas, que es como donde la democracia se realiza. Una dación de cuentas que nunca puede ser concebida como una carga, como un «esfuerzo increíble» (Fernando Simón, dixit), ya que, reitero, es la clave que sostiene el edificio democrático.

5. ¿Ha faltado un cuarto estado de alarma? La STC 70/2022, de 2 de junio[Subir]

Llegó el 9 de mayo de 2021, momento en el que decaía la vigencia del tercer estado de alarma. Una fecha definida con seis meses de anticipación. Sin embargo, el Gobierno decidió no solicitar una nueva prórroga, como sabemos. Desde entonces, las autoridades sanitarias autonómicas se enfrentaron a las sucesivas olas de la pandemia con los poderes que les atribuía la legislación sanitaria, para lo cual adoptaron en muchos casos medidas similares (o idénticas) a las que se habían acordado en el marco del último estado de alarma, aunque supusieran restricciones generalizadas de derechos fundamentales (confinamientos perimetrales, límites a reuniones en espacios públicos y privados…)[54]. La consecuencia, nuevamente, fue el retorno de la confusión judicial[55], parcialmente mitigada por las sentencias del Tribunal Supremo[56]. De manera que las medidas sanitarias restrictivas pasaron a ser decididas, con base en la precaria cobertura que ofrece la legislación sanitaria, por las autoridades sanitarias autonómicas al alimón con los correspondientes Tribunales Superiores. Al final, como adelantó Tajadura Tejada (‍2021), la negativa a decretar un cuarto estado de alarma abocó a un «Estado judicial, en el que habrán de ser los jueces los que, en cada caso, deban autorizar unas restricciones de derechos fundamentales llevadas a cabo por las administraciones autonómicas sin cobertura legal».

Tanto es así que, finalmente, la STC 70/2022, de 2 de junio ha terminado reconociendo la inconstitucionalidad de la atribución de competencias a las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia y de la Audiencia Nacional para autorizar o ratificar las medidas adoptadas por las autoridades sanitarias que implicaran «la limitación o restricción de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente» (art. 10.8 LJCA), en respuesta a la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el TSJ de Aragón. El Alto Tribunal ha razonado la inconstitucionalidad de este precepto básicamente en tres órdenes de razones: en primer lugar, porque esta competencia «desborda totalmente la función jurisdiccional de los jueces y tribunales integrantes del poder judicial (art. 117.3 CE), sin que pueda encontrar acomodo en la excepción prevista en el art. 117.4 CE» (FJ. 7). El Constitucional ha entendido que a los tribunales de justicia les corresponde el control de la legalidad de las normas reglamentarias, como control a posteriori, revisor, pero no un control a priori como el diseñado. En segundo lugar, porque supone un menoscabo de «la potestad reglamentaria que la Constitución (y los respectivos estatutos de autonomía) atribuye al Poder Ejecutivo (art. 97 CE), sin condicionarla al complemento o autorización de los jueces o tribunales para entrar en vigor y desplegar eficacia, bastando para ello la publicación en el correspondiente diario oficial». De forma que se daría una «confusión de las funciones ejecutiva y judicial», convirtiendo a los tribunales en «copartícipes» de la potestad reglamentaria. Y, en tercer lugar, «esa inconstitucional conmixtión de potestades quebranta también el principio de eficacia de la actuación administrativa (art. 103.1 CE) y limita o dificulta igualmente, como ya se dijo, la exigencia de responsabilidades políticas y jurídicas al Poder Ejecutivo en relación con sus disposiciones sanitarias generales para la protección de la salud pública, en detrimento del principio de responsabilidad de los poderes públicos, consagrado en el art. 9.3 CE. Quiebra, asimismo, como también hemos señalado, los principios constitucionales de publicidad de las normas y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE)» (FJ. 7).

De esta guisa, la apuesta gubernamental por continuar la gestión de la pandemia en el marco de la legislación sectorial de salud pública quedaba desacreditada por la censura recibida a la medida de garantía judicial que se había diseñado. Pero, además, debe destacarse que la misma incurrió en una incongruencia al adoptar medidas de acuerdo con la legislación ordinaria que antes habían servido para justificar la declaración del estado de alarma[57]. Es verdad que el Tribunal Constitucional no ha tenido ocasión de pronunciarse sobre ese último punto: es decir, sobre si es legítimo adoptar medidas gravemente restrictivas de derechos fundamentales con carácter general en el marco de la legislación sectorial de salud pública. No obstante, a la luz de esta jurisprudencia, quizá la vía más razonable habría sido prolongar el estado de alarma mientras fueran necesitarías medidas de tal intensidad. Volveremos sobre esta cuestión a continuación.

III. A MODO DE CONCLUSIÓN: PROPUESTA DE RECONSTRUCCIÓN DEL DERECHO DE EXCEPCIÓN A LA LUZ DE LA JURISPRUDENCIA CONSTITUCIONAL[Subir]

Comenzamos este trabajo advirtiendo que la pandemia sobrevino con unos mimbres jurídicos en buena medida obsoletos. El Gobierno tuvo que diseñar una respuesta jurídica en un momento de gran incertidumbre no solo por todo lo que se desconocía en relación con el virus que se extendía, sino también por la falta de consistencia del marco jurídico para hacer frente a esta crisis sanitaria. Con el aval del Congreso, el Gobierno improvisó, tal y como hemos visto, una estrategia para dar cobertura jurídica a las medidas que era necesario adoptar. Sin embargo, hemos analizado también cómo el Tribunal Constitucional ha terminado enmendándola casi en su totalidad o, cuando menos, en lo que serían sus pilares centrales. Lo cual obliga a repensar ahora ese marco jurídico, en especial el Derecho de excepción, para incorporar aquello que podamos aprender de esta experiencia y de la doctrina constitucional que ha marcado unas líneas bastante claras (por mucho que discutibles). Aprovechemos así para terminar realizando una serie de propuestas de lege ferenda pero de constitutione lata.

En primer lugar, la jurisprudencia constitucional invita a revisar la configuración «pluralista» de los estados excepcionales por la que apostó en buena medida la LOAES, la cual ya se vio en cierto modo superada con la huelga de controladores aéreos[58] y ahora ha quedado totalmente desacreditada tras la pandemia. De manera que una relectura gradualista del estado de alarma y del estado de excepción debería llevar a redefinir sus presupuestos de hecho y a replantear algunas de las medidas previstas. A tales efectos, convendría suprimir el inciso final de la letra c) del art. 4 LOAES, para permitir que se decrete un estado de alarma ante la paralización de servicios públicos esenciales sin necesidad de que concurran otras circunstancias, como sucedió con la huelga de los controladores; y, sobre todo, deberían distinguirse dos subtipos de estado de excepción, uno para afrontar crisis de orden público en las que se ponga en peligro la paz pública; y otro para afrontar situaciones de emergencia naturales o sanitarias cuando para responder a las mismas sea necesario adoptar medidas de suspensión de derechos fundamentales[59]. Asimismo, en ese estado de excepción para responder a emergencias habría que regular medidas suspensivas como, por ejemplo, el confinamiento general de la población. También convendría integrar en el estado de alarma de forma algo más determinada algunas de las medidas adoptadas durante esta crisis, por mucho que se haya entendido que la LOAES ha dado cobertura suficiente a las mismas (confinamientos perimetrales, toques de queda, o límites a las reuniones en espacios públicos o privados).

En segundo lugar, urge incorporar el Estado Autonómico en la lógica de la LOAES. Por un lado, se le debe dar cobertura normativa a la posibilidad de que tanto en el estado de alarma como en el de excepción algunos Presidentes autonómicos (o todos) puedan ser reconocidos como autoridades delegadas del Gobierno. Ahora bien, como ha señalado el Tribunal Constitucional, esta delegación no puede ser un cheque en blanco (STC 183/2021, de 27 de octubre, FJ 10). De forma que la LOAES debería contemplar también reglas específicas sobre las instrucciones, supervisión y eventual avocación del Gobierno en relación con las decisiones adoptadas por las autoridades delegadas, así como sobre su recurso. Además, podría plantearse que en supuestos en los que se diera esta delegación de forma general a favor de los Presidentes autonómicos pudiera constituirse una comisión mixta Congreso-Senado para hacer también partícipe a esta última Cámara en el control del estado excepcional allí donde resulte especialmente necesario atender a la lógica autonómica.

Asimismo, según se dijo, convendría aclarar en el art. 8.2 LOAES que los decretos del Gobierno que modifiquen las medidas restrictivas de derechos fundamentales adoptadas en un estado de alarma tendrán la misma naturaleza que el decreto de declaración del mismo. Además, convendría positivizar la jurisprudencia del Constitucional para contemplar los extremos sobre los que el Congreso debe pronunciarse al prorrogar el mismo. Igualmente, debería contemplarse en la LOAES el supuesto de que fuera necesario decretar un segundo estado de excepción tras haber agotado el plazo de un mes prorrogable por otro mes. También creo que debería recogerse de forma expresa el deber de motivar y justificar la proporcionalidad de las medidas restrictivas de derechos fundamentales que se adopten[60], y la exigencia de que se dé publicidad a todos los datos e informes que justifiquen la adopción de las medidas[61]. Incluso, siguiendo el modelo francés, puede contemplarse que, ante determinadas emergencias, deba reunirse un comité de expertos, con composición pública[62].

De forma complementaria, sería oportuno prever una vía de impugnación sometida a unos plazos perentorios para el enjuiciamiento de la declaración y prórroga de los estados excepcionales, como ocurre en materia electoral[63] o como se ha regulado más recientemente con el recurso previo frente a proyectos de Estatutos de autonomía. Adicionalmente, habría que contemplar en la LOREG la posibilidad de suspender elecciones ante circunstancias excepcionales.

Por lo demás, la legislación sectorial de salud pública también ha demostrado su obsolescencia y la necesidad de sistematizarla, ya que hoy día se encuentra dispersa en diferentes normas. En particular, la LOMESP demanda una importante revisión para que la misma contemple con algo más de detalle las medidas que pueden adoptar las autoridades sanitarias, como ya se hace en otras leyes sectoriales de salud pública o en la legislación de protección civil. Ahora bien, para delimitar adecuadamente el espacio propio del estado de alarma y hasta dónde alcanzan los poderes ordinarios, debemos entender que la Administración sanitaria podrá adoptar medidas restrictivas de derechos fundamentales en actos singulares o, incluso, en actos plúrimos, pero habrá que acudir a alguno de los estados excepcionales del 116 CE para adoptar normas generales[64]. Así entendido, creo que los actos administrativos restrictivos de derechos que se adopten en el marco de la legislación sanitaria deberían quedar sujetos a autorización o ratificación judicial (aunque en relación con los actos plúrimos la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional no es del todo clara)[65]. Además, debería desarrollarse con más detalle el procedimiento judicial que debe seguirse en estos casos[66]. A nivel competencial, durante la crisis se han introducido modificaciones para reforzar los mecanismos de cooperación en el seno del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, que convendría terminar de afinar para distinguir adecuadamente cuando este órgano está actuando en el ejercicio de poderes de coordinación, competencia del Estado, o cuando está facilitando la cooperación en ámbitos competencia de las Comunidades Autónomas.

Por último, aunque el Derecho no tiene un efecto taumatúrgico sobre la política y, como advertí, el problema está más en la práctica que en las previsiones normativas, podría plantearse concretar mayores obligaciones de rendición de cuentas en el Reglamento del Congreso cuando se declaren estados excepcionales. Según hemos visto, esta crisis ha evidenciado con toda su crudeza la mutación de nuestro sistema de gobierno hacia un presidencialismo, sin unos adecuados contrapesos institucionales y democráticos. Nuestro parlamentarismo se encuentra en una evidente esclerosis. Son muchos los factores que están facilitando esa realidad, pero algo que parece claro es que esta crisis no ha ayudado a su revitalización, al contrario. Como ha reconocido Tudela Aranda (‍2020: 38) y hemos venido advirtiendo a lo largo de estas páginas: «El Parlamento no ha ocupado el lugar que le correspondía en una situación extraordinaria. No ha ejercido como debiera ninguna de las funciones que le son propias. Ni ha controlado adecuadamente; ni ha ejercido la correspondiente función de impulso; ni siquiera ha usado sus facultades legislativas para, al menos, aportar seguridad jurídica; y tampoco ha sido referente para la sociedad. Una vez más, ha sido una institución marginal. Y no cabe engañarse».

Precisamente porque no quisiera que nos engañáramos, concluyo con la reflexión que nos dejó Sánchez Agesta (‍1977: XIX) en el prólogo a la magna obra de Fernández Segado: «La historia de estos procesos [excepcionales] es, diríamos, “ferozmente” instructiva de hasta qué punto la estructura de un régimen constitucional, que acepta como fundamento la defensa de la libertad, es un fruto delicado y frágil. El Estado de Derecho y una democracia liberal, en que una oposición se sienta en los escaños del Parlamento, es una flor de civilización que florece en pocos Estados y en pocos momentos de la historia. En todo caso debemos también considerar como un fruto agridulce de la civilización, el que las constituciones prevean procedimientos lícitos de excepción, que en cierta manera estén sujetos a un control de su legalidad. Este esfuerzo es quizá el mejor fruto de la ciencia jurídica constitucional por normalizar lo anormal y prevenir lo imprevisible».

NOTAS[Subir]

[1]

Trabajo desarrollado en el marco del Proyecto de I+D financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades «Seguridad pública, seguridad privada y derechos fundamentales» (Ref. RTI2018-098405-B-100). Este estudio tiene su génesis en el ejercicio «Estado de alarma y derechos fundamentales ante la pandemia de la COVID-19», presentado para la plaza como profesor contratado doctor de Derecho constitucional en la Universidad de Murcia el 8 de julio de 2021.

[2]

El «totum revolutum» en la respuesta frente a la crisis he podido estudiarlo críticamente en Teruel Lozano (‍2022).

[3]

Aunque se hará alguna referencia al ATC 40/2020, de 30 de abril, que inadmite un recurso de amparo frente a la decisión gubernamental, confirmada judicialmente, de no autorizar una manifestación durante el confinamiento; y a la STC 168/2021, de 5 de octubre, que resolvía un amparo contra la decisión de la Mesa del Congreso de suspender los plazos para la tramitación de actos parlamentarios en los primeros momentos de la pandemia, no entraremos a un análisis minucioso de estas decisiones ya que afectan a cuestiones colaterales en relación con el régimen jurídico para afrontar situaciones de crisis.

[4]

Puede verse la cronología que realiza Álvarez García, V. et al. (‍2020 a y ‍b).

[5]

Por ejemplo, en la tercera prórroga decretada por el Real Decreto 492/2020, de 24 de abril se suavizó el confinamiento para los menores de 14 años.

[6]

Cfr. Acuerdo del Consejo de Ministros de 28 de abril de 2020. La cogobernanza se introduce por la Orden SND/387/2020, de 3 de mayo, durante la vigencia de la tercera prórroga del estado de alarma, y es incorporada, junto a la codecisión, en la cuarta prórroga que se recogió en el Real Decreto 514/2020, de 8 de mayo de 2020.

[7]

Con quinta prórroga (Real Decreto 537/2020, de 22 de mayo) quedó el ministro de Sanidad como única autoridad delegada, y luego, a partir de la sexta prórroga, el Real Decreto 555/2020, de 5 de junio, incluyó a los Presidentes de las Comunidades Autónomas como autoridades competentes delegadas.

[8]

La LOAES únicamente permite que el Gobierno delegue en un presidente autonómico su posición como autoridad competente en la gestión del estado de alarma (art. 6.2). Más allá, puede recordarse que ya en el RD 1673/2010, de 4 de diciembre, que declaró el estado de alarma por la huelga de los controladores aéreos, se reconocía como «Autoridad delegada del Gobierno» al jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire y a las autoridades que el mismo designara (art. 6).

[9]

Como señala este autor, debe tenerse en cuenta que la Ley 40/2015 prohíbe las delegaciones de la potestad normativa y la Ley del Gobierno solo permite delegar competencias en las Comisiones Delegadas y no en ministros. De ahí que el art. 4.3 RD haya optado por el término «habilitados» y no «delegados». Véase también Velasco Caballero (‍2020a: 109 y ss.); y Palomar Olmeda (‍2020: 57).

[10]

Con un comentario a esta jurisprudencia, cfr. Santamaría Pastor (‍2020: 218-‍219); y Lucas Murillo de la Cueva (‍2021: 94 y ss.).

[11]

Al entender del Tribunal Constitucional, este apoderamiento al ministro «permitió, en definitiva, que la libertad de empresa fuera limitada más allá de lo previsto en los apdos. 1, 3 y 4 del Real Decreto sin la correspondiente dación de cuentas al Congreso de los Diputados; garantía de orden político de la que no cabe en modo alguno prescindir.» (STC 148/2021, de 14 de julio, FJ. 9).

[12]

A estas cuestiones me referí en Teruel Lozano (‍2020a).

[13]

Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo.

[14]

Así lo sostuve en Teruel Lozano (‍2020a) y (‍2020b: 224). En similar sentido, Cotino Hueso (‍2020: 14).

[15]

Cfr. Orden INT/226/2020, de 15 de marzo, dirigida a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado; o en la Comunicación del Ministerio del Interior, de 14 de abril.

[16]

Así lo terminó advirtiendo un informe de la Dirección del Servicio Jurídico del Estado de 2 de abril de 2020, en línea con lo que ya se había sentado en la Instrucción 13/2018, de 17 de octubre, de la secretaría de Estado de Seguridad.

[17]

Sobre la actividad parlamentaria en este período véase el minucioso estudio de García-Escudero Márquez (‍2020).

[18]

En esta sentencia el Tribunal Constitucional estimó el amparo al Grupo Parlamentario Vox por la decisión de la Mesa del Congreso de los Diputados de 19 de marzo de 2020 que suspendió el cómputo de los plazos reglamentarios que afectaban a las iniciativas parlamentarias en tramitación hasta que la mesa levantara dicha suspensión. Al entender del Tribunal (en un análisis que tiene más de recurso abstracto que de amparo concreto), aunque durante el mes que estuvo vigente la decisión de suspensión hubo una «matizada actividad parlamentaria», el Congreso no logró acreditar en el proceso elementos de convicción que permitieran reconocer que las iniciativas del grupo parlamentario presentadas en ese periodo fueron debidamente atendidas y tramitadas. En consecuencia, concluye que los acuerdos parlamentarios de suspensión de los plazos impidieron a los parlamentarios recurrentes «el ejercicio de su propia actividad parlamentaria y de cualquier iniciativa parlamentaria que pudieran registrar en la Cámara, entre ellas y de modo primordial la función de control al Gobierno, que forma parte del contenido esencial de su derecho de participación política».

[19]

A esta cuestión me referí en Teruel Lozano (‍2020c y ‍d).

[20]

Muy contundente se expresó en este punto Aragón Reyes (‍2020a): «Este “presidencialismo”, incompatible con nuestra monarquía parlamentaria, y que va calando, quizás por inercia o ignorancia, se corresponde con la deriva cesarista en los partidos y en el mismo poder ejecutivo que desde hace años estamos experimentando, lamentablemente».

[21]

Una interesante muestra de esta polémica quedó reflejada en las páginas de El País, con los artículos que mantuvieron criterios contrapuestos entre, por un lado, Quadra-Salcedo (‍2020), defendiendo que estábamos ante una restricción y no ante la suspensión de la libertad, y, por otro lado, manteniendo la tesis opuesta, Teruel Lozano (‍2020d) y, días después, Aragón Reyes (‍2020a), Finalmente, intervino Cruz Villalón (‍2020), quien consideró que la situación rebasaba nuestras categorías constitucionales.

[22]

Resolución del Defensor del Pueblo de 3 de septiembre de 2020. Solozábal Echevarría (‍2020: p. 13) hace propia la argumentación de esta resolución.

[23]

En este sentido, Aragón Reyes (‍2020a), Ramón Fernández (‍2020: 24); Álvarez García (‍2020: 9); Díaz Revorio (‍2020); Pomed Sánchez (‍2021: 8); Santamaría Pastor (‍2020: 228); Cotino Hueso (‍2020: 7); o Alegre Ávila y Sánchez Lamelas (‍2020), Presno Linera (‍2020: 24 y ss.), o, en mi caso, en Teruel Lozano (‍2020c).

[24]

Destaco este punto porque la sentencia fue dictada por una mayoría de 6 a 5. Entre los Magistrados discrepantes estuvieron González Rivas, Ollero Tassara, Xiol Ríos, Conde-Pumpido y Balaguer Callejón.

[25]

En particular, véase el voto particular del Magistrado Ollero Tassara, y, también, el del Magistrado Xiol Ríos, aunque, en mi opinión, este último voto particular confunde el «contenido esencial» de un derecho con el «contenido constitucionalmente protegido» o «contenido total».

[26]

Véanse, en especial, las consideraciones de los votos particulares de los magistrados Ollero Tassara y Xiol Ríos.

[27]

Teruel Lozano (‍2022).

[28]

STC 148/2021, de 14 de julio, FJ. 5.

[29]

Entre otros, Álvarez García (‍2020: 13 y ss.); Aragón Reyes (‍2020c: 2); Cuenca Miranda (‍2020: 8); Díaz Revorio, F. J. (‍2020); o Arroyo Gil (‍2020: 40). Por mi parte, desarrollé esta idea en Teruel Lozano (‍2020c).

[30]

En este sentido, cfr. Cuenca Miranda (‍2020: 10).

[31]

Esta idea la he desarrollado en Teruel Lozano (‍2022).

[32]

Para adecuar el marco normativo, el Gobierno dictó el Real Decreto-Ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 con el que se pretendía ofrecer un marco jurídico en esa transición que, sin embargo, resultó muy deficitario. Además, introdujo unas reformas en los mecanismos de actuación coordinadas en materia de salud pública previstos por la Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud. Este decreto-ley fue convalidado y tramitado como ley, siendo finalmente aprobada la Ley 2/2021, de 29 de marzo, que prácticamente respetó el contenido íntegro de aquel. De hecho, causa un cierto sonrojo que el legislador ni siquiera se molestara en actualizar su ámbito de aplicación, que mantiene las referencias a un estado de alarma ya expirado cuando ya estaba decretado otro. Un ejemplo del problema de dictar normas con vocación temporal limitada pero que al final permanecen en el ordenamiento. Amén del bochorno que supuso que el Gobierno, días después de la aprobación de la ley, anunciara una interpretación contra legem de la misma, para flexibilizar el uso de la mascarilla al aire libre cuando era posible mantener la distancia de seguridad. La única aportación novedosa que se había incluido durante la tramitación parlamentaria.

[33]

La coordinación de estas medidas en el seno del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud fue problemática, como ha relatado Álvarez García (‍2020-2021: 30 y ss.). A la polémica que surgió sobre la obligatoriedad de las actuaciones coordinadas me referí en Teruel Lozano (‍2020e).

[34]

Auto del Juzgado de Instrucción de Lérida de 12 de julio de 2020.

[35]

Decreto-ley 27/2020, de 13 de julio del Gobierno de Cataluña.

[36]

Por ejemplo, el Decreto-ley 7/2020, de 19 de octubre del Gobierno de Aragón.

[37]

Así lo advertí ya en Teruel Lozano (‍2020b: 223). En sentido similar, véase Carmona Contreras (‍2020); o Aragón Reyes (‍2020b: 7). Argumenta la constitucionalidad del decreto catalán, Doménech Pascual (‍2020), quien concluye que este decreto viene a concretar las medidas que de acuerdo con la LOMESP puede adoptar la autoridad sanitaria autonómica.

[38]

Art. 10.8 LJCA y, en sentido similar pero referido a la autoridad sanitaria estatal, art. 11.1.i) modificados por la disposición final 2.2 y 2.3 de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre. Sobre la autorización o ratificación judicial de las medidas sanitarias introducida por esta reforma, que suscitó una crítica doctrinal casi unánime, pueden verse, entre otros muchos, Aragón Reyes (‍2020b: 11); y Muñoz Machado (‍2020-2021: 128). Así como, Cierco Seira (‍2020: 62-‍63); Baño León (‍2020); o Álvarez García (‍2020-2021: 30). Asimismo, cfr. Tajadura Tejada (‍2021). Personalmente, advertí lo «exótico» de esta autorización judicial en Teruel Lozano (‍2020e) y lo desarrollé en Teruel Lozano (‍2022). Más recientemente, pueden verse las críticas que recoge Vidal Prado (‍2021: 280 y ss.); y el análisis de García Majado (‍2022: 127-‍152).

[39]

Real decreto-ley 8/2021, de 4 de mayo. Esta reforma ha sido cuestionada desde la perspectiva técnica. En especial, véase la nota del Gabinete Técnico del Tribunal Supremo. Área de Contencioso-Administrativo sobre la reforma de la ley jurisdiccional 29/1998 LJCA) por el Real decreto-ley 8/2021, de 4 de mayo, por el que se adoptan medidas urgentes en el orden sanitario, social y jurisdiccional, a aplicar tras la finalización de la vigencia del estado de alarma.

[40]

Rodríguez Fidalgo (‍2021) ha analizado resoluciones de 14 TSJ (salvo Asturias, Cantabria y Canarias) y ha constatado que 10 de ellos han mantenido que es posible adoptar medidas sanitarias restrictivas de derechos fundamentales de forma general al amparo de la LOMESP (Extremadura, Galicia, Navarra, Murcia, Castilla-La Mancha, Andalucía, La Rioja, Comunidad Valenciana, Cataluña y Baleares). Sin embargo, 4 TSJ han terminado negando esta habilitación legal (Aragón, País Vasco, Castilla y León y, en cierto modo, Madrid). En relación con la jurisprudencia del Tribunal Supremo, cfr. SSTS 719/2021, de 24 de mayo, y la 788/2021, de 3 de junio. A este respecto, entre otros muchos, puede verse el análisis que realiza Vidal Prado (‍2021: 265-‍296).

[41]

Real Decreto 900/2020, de 9 de octubre.

[42]

ATSJ de Madrid de 8 de octubre de 2020.

[43]

Así lo ha destacado también Álvarez García (‍2020-2021: 35).

[44]

Resolución del Congreso de los Diputados de 29 de octubre de 2020, y Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre.

[45]

Por todos, cfr. García Mahamut (‍2021: 239-‍264).

[46]

En relación con el toque de queda y con los confinamientos perimetrales, el Tribunal Constitucional valora la injerencia en el art. 19 CE; las limitaciones a las reuniones en espacios públicos serían una restricción al ejercicio de los derechos del art. 21 CE, mientras que las limitaciones a reuniones privadas afectarían a la vida privada y familiar tutelada al amparo del «juego combinado de los arts. 21.1 y 18 CE». Y las limitaciones de aforo en lugares de culto afectarían a la dimensión externa del ejercicio de la libertad religiosa y de culto amparada por el art. 16.1 CE.

[47]

Señalo en particular esta cita del Tribunal Constitucional porque, a mi entender, evidencia como, aunque en su argumentación descarta que el contenido esencial sea canon de enjuiciamiento de las medidas adoptadas en el estado de alarma (construyendo su argumentación a partir de la idea de si ha habido suspensión del derecho), al final el Tribunal casi coincide al describir el canon con la definición de contenido esencial. Es decir, excluye el contenido esencial como canon pero luego, al afirmar que habrá que valorar si la restricción supone una injerencia que afecte al «núcleo indisponible» del derecho, le vuelve a dar entrada aunque sea revestido con el disfraz de la categoría de la suspensión. A mi entender esto evidencia que, en cierto modo, el canon del contenido esencial es la otra cara de la moneda de la idea de suspensión (en sentido material).

[48]

En este sentido, Álvarez García (‍2020-2021: 36 y ss.) va más allá y la califica como «justificación estereotipada de la proporcionalidad».

[49]

La decisión fue adoptada por el acuerdo 2/2021, de 15 de enero, del Presidente de la Junta de Castilla y León, como autoridad competente delegada, y fue recurrido por el Gobierno de la Nación ante el Tribunal Supremo, que en el Auto de 16 de febrero de 2021 terminó suspendiendo cautelar su vigencia.

[50]

Así lo sostuve en Teruel Lozano (‍2020f) y (‍2021). En este sentido, puede verse también Tajadura Tejada (‍2020).

[51]

Se contemplaban las comparecencias del Presidente del Gobierno y del ministro de Sanidad y que, transcurridos cuatro meses de la vigencia de la prórroga, la conferencia de presidentes autonómicos podría formular al Gobierno una propuesta para levantar el estado de alarma, previo acuerdo del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud.

[52]

En este sentido, la STC 183/2021, de 27 de octubre, FJ. 8 declara que «la Constitución también ha puesto especial cuidado en que, en los supuestos de prórroga del estado de alarma, el Congreso, además de autorizar la prolongación de aquel estado (art. 6.2 LOAES) deba mantener, incluso reforzadas o cualificadas, tanto su posición institucional como sus potestades de control sobre el Gobierno. A este corresponderá, a su vez y, sin más precisiones por ahora, llevar a efecto las medidas en cada caso acordadas y asegurar, con ello, el más pronto retorno a la normalidad». Y añade: «Acordada la autorización por el Congreso, el estado de alarma, gubernamental en su origen, pasa a tener fundamento parlamentario».

[53]

Véase el estudio que hace Tudela Aranda (‍2020, 28 y ss.).

[54]

A este respecto puede verse el análisis que realiza Cotino Hueso (‍2021: 171-‍194).

[55]

Con breve análisis de las distintas posiciones de los TSJ en este último período, véase Ridao (‍2021).

[56]

En particular, aunque ha habido otras decidiendo sobre la autorización o ratificación de medidas sanitarias, las sentencias clave en la comprensión del marco jurídico fueron las SSTS 719/2021, de 24 de mayo, y la 788/2021, de 3 de junio.

[57]

Entre aquellos que han defendido de forma más nítida la legislación sectorial de salud pública como el marco idóneo para responder a la pandemia, en lugar de los estados excepcionales, cfr. Doménech Pascual (‍2021: 345-‍411).

[58]

En particular, ha defendido la versatilidad del estado de alarma a partir del reconocimiento de su «irreductible naturaleza bifronte», Garrido López (‍2021: 98). Véase también el comentario realizado en Vidal Prado y Delgado Ramos (‍2011).

[59]

Favorables a una reforma en este sentido se han mostrado, por ejemplo, Cuenca Miranda (‍2020: 23 y ss.); Barnes (‍2020); Durán Alba (‍2020: 24); o Aragón Reyes (‍2020c: 16), aunque no la considera imprescindible. Garrido López (‍2020: 401) urge a modificar el estado de alarma para asumir su naturaleza bifronte y clarificar su operatividad en situaciones de conflictividad social. Otros autores parecen decantarse por reformar la legislación sectorial: Álvarez García (‍2020-2021: 41), quien toma como referencia el modelo alemán; o Santamaría Pastor (‍2020: 237), para el que la LOAES es un instrumento inadecuado para hacer frente a crisis sanitarias globales.

[60]

Velasco Caballero (‍2020a: 85) propone como referencia la obligación de motivación que se impone en el art. 20.5 de la Civil Contingencies Act de 2004.

[61]

Cfr. Susana de la Sierra (‍2020: 34).

[62]

Cfr. Santamaría Dacal, A. I (‍2020: 191).

[63]

En este sentido, cfr. Aragón Reyes (‍2020b: 16); y Cuenca Miranda (‍2020).

[64]

He desarrollado con más detalle esta idea en Teruel Lozano (‍2022).

[65]

Como advierte el voto particular de los magistrados Conde-Pumpido Tourón, Balaguer Callejón, Sáez Valcárcel y Montalbán Huertas a la STC 70/2022, esta sentencia que las decisiones adoptadas por las autoridades sanitarias sometidas a autorización judicial no tenían que ser necesariamente ejercicio de la potestad reglamentaria, sino que podían tratarse de actos administrativos plúrimos. En este último caso, decaerían algunos de los argumentos empleados por el Tribunal para censurar la garantía judicial prevista normativamente. Por mi parte, estoy de acuerdo con los magistrados discrepantes en este punto: allí donde las decisiones administrativas no sean ejercicio de la potestad reglamentaria, sino actos administrativos plúrimos, creo que es legítimo constitucionalmente prever la exigencia de ratificación o autorización judicial si suponen una injerencia en derechos fundamentales, aunque no se trate de decisiones singulares individualizadas.

[66]

El procedimiento para la autorización o ratificación judicial se ha desarrollado brevemente en el art. 122 quater LJCA introducido por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre y posteriormente modificado por el Real Decreto-ley 8/2021, de 4 de mayo.

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