RESUMEN

En este trabajo se analiza un supuesto especialmente controvertido que ilustra el proceder actual del Tribunal Constitucional, conforme al cual este se considera, a sí mismo, competente para efectuar una revisión plena de las resoluciones judiciales en garantía de los derechos fundamentales que son objeto de amparo extraordinario. Una forma de actuar que le hace fungir como «tribunal de tercera instancia», según se advierte, especialmente, en aquellas ocasiones en las que se invoca el art. 24 CE, precepto este potencialmente habilitante de una suerte de control general de las decisiones de los jueces y tribunales. De tal modo, el Tribunal Constitucional se inmiscuye en cuestiones de legalidad ordinaria, con el pretexto de adecuar la norma legal a los mandatos de la Constitución. Los excesos en los que así incurre, que, a menudo, le hacen ir más allá de los límites que su propia ley orgánica dispone, se han ilustrado mediante el estudio de un interesante caso en el cual se dilucida el interés superior de una menor, en relación con los derechos que, referidos a su educación, poseen sus padres. La conclusión que se obtiene en la sentencia es harto discutible, al mostrarse como el resultado de una alteración de los hechos probados que fueron objeto de la controversia y de un sesgado juicio de ponderación que niega injustificadamente valor, al fundarse sobre nuevas premisas, al realizado por la jurisdicción ordinaria.

Palabras clave: Tribunal Constitucional; recurso extraordinario de amparo; derechos fundamentales; decisiones judiciales; interés superior del menor; derechos de los padres.

ABSTRACT

This paper analyses a particularly controversial case that illustrates the current procedure of the Spanish Constitutional Court, according to which it considers itself competent to carry out a full review of judicial decisions in guarantee of the fundamental rights that are the object of extraordinary protection. A way of acting that makes it function as a kind of «third instance court», as can be seen especially on those occasions in which art. 24 CE is invoked, a precept that potentially enable a kind of general control of the decisions of judges and courts. In this way, the Constitutional Court interferes in questions of ordinary legality, with the pretext of adapting the legal norm to the mandates of the Constitution. The excesses in which it thus incurs, which often make it go beyond the limits that its own Organic Law establishes, have been illustrated by the study of an interesting case in which the best interest of a minor is elucidated, in relation to the rights that, regarding her education, her parents have. The conclusion reached in the Judgment is highly debatable, as it is shown to be the result of a distortion of the proven facts that were the subject of the controversy and of a biased balancing test that unjustifiably denies value, by being based on new premises, to that made by the ordinary jurisdiction.

Keywords: Constitutional Court; extraordinary appeal for protection; fundamental rights; judicial decisions; best interests of the child; rights of parents.

Cómo citar este artículo / Citation: Porras Ramírez, J. M. (2025). El interés superior del menor y el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación acorde con sus convicciones. Un supuesto de amparo constitucional ultra vires de las resoluciones judiciales. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 29(1), 179-‍203. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/aijc.29.06

I. EL LIMITADO ALCANCE DEL RECURSO EXTRAORDINARIO DE AMPARO EN EL SISTEMA DE PROTECCIÓN JURISDICCIONAL DE LOS DERECHOS[Subir]

En el ordenamiento constitucional español el garante habitual y efectivo de los «derechos e intereses legítimos» (art. 24.1 CE) es el «juez ordinario predeterminado por la ley» (art. 24.2 CE), que, en el marco de un sistema difuso de protección, ha de actuar en su defensa, con independencia de que aquellos tengan reconocido rango fundamental y de que merezcan el amparo extraordinario del Tribunal Constitucional. No en vano, la apelación a este es solo posible («en su caso»), teniendo, además, un carácter subsidiario, al requerirse el agotamiento de la vía judicial dispuesta a esos efectos (art. 53.2 CE). Dicha intervención eventual tiene únicamente como propósito «restablecer o preservar» aquellos derechos fundamentales, expresados en los arts. 14 a 30 de la Constitución, en las ocasiones en que se considere que los jueces y tribunales no lo han hecho de conformidad con aquella. Mas, aun así, el remedio excepcional de referencia posee un alcance limitado, al restringir su cometido revisor a cuestiones de estricta constitucionalidad, lo que supone evitar el conocimiento de materias conexas, de legalidad ordinaria, las cuales se hallan reservadas al examen de los jueces y tribunales (art. 41.3 LOTC) (‍Cruz Villalón, 1994: 11).

Como sabemos, la introducción del recurso de amparo, importado de la Constitución alemana, se justificó, en su día, por el recelo que causaba un Poder Judicial no identificado inicialmente con el sistema de valores dispuesto en la norma fundamental. De ahí que se entendiera oportuno establecer un mecanismo privilegiado de control que permitiera la revisión extraordinaria de las actuaciones de los poderes públicos de las que pudiera derivarse el menoscabo de ciertos derechos de máxima relevancia constitucional, precisados de reparación (‍Rubio Llorente, 1995: 125). Mas, hoy, una vez imbuidos los órganos jurisdiccionales de tales valores y principios, la protección de los derechos se ha convertido en una tarea que aquellos llevan a cabo cotidianamente, sirviéndose de la doctrina que, desvelando su significación auténtica, ha promovido el Tribunal Constitucional. Eso explica por qué el amparo se ha acabado convirtiendo en una figura hasta cierto punto residual, lo que se manifiesta en el escaso número de recursos resueltos favorablemente (‍Requejo Pagés, 2001: 123).

A su excepcionalidad ha contribuido el refuerzo de los requisitos de admisibilidad de las demandas de amparo, que la reforma de la LOTC dispuso en 2007, asumiendo la práctica germana, inspirada, a su vez, en la doctrina anglosajona del writ of certiorari. Tal exigencia insta a rechazar a trámite los recursos carentes de «especial trascendencia constitucional» (art. 49.1 LOTC). De tal modo, se intensifica la dimensión objetiva del amparo extraordinario, al no bastar ya con que se haya producido la lesión subjetiva de un derecho fundamental, no reparada por el Poder Judicial, para admitir a trámite una demanda de esa naturaleza (ATC 29/2011), sino que se exige demostrar «su importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o para su eficacia general, y para la determinación del contenido y alcance de los derechos fundamentales» (art. 50.1 b) LOTC) (‍Pérez Tremps, 2018: 253)[1].

De tal forma, se viene a insistir en la singularidad del amparo y, consiguientemente, en la atribución a la jurisdicción ordinaria de un cometido principal en la garantía de los derechos, en relación con las afectaciones lesivas de su dimensión subjetiva. Se pretende así que el Tribunal Constitucional se limite a declarar la imagen maestra de aquellos cuyo contenido y alcance siga siendo disputado (‍García Couso, 2012: 1557). Con ello, se completa el rediseño del sistema de protección jurisdiccional de los derechos, estableciendo dos circuitos diferentes: el destinado a la tutela subjetiva de aquellos, en el que desempeñan un papel protagonista los jueces y tribunales ordinarios y, subsidiariamente, el Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo; y aquel dedicado, en esencia, a su tutela objetiva, que se encomienda al Tribunal Constitucional.

Pues bien, un sistema de garantía jurisdiccional de los derechos como el sumariamente descrito casa mal con la doctrina jurisprudencial, asumida por el Tribunal Constitucional, conforme a la cual este se considera, a sí mismo, competente para efectuar una revisión plena de las resoluciones judiciales, en garantía de los derechos que son objeto de amparo extraordinario. En este sentido, el esfuerzo de autocontención del Tribunal Constitucional, inicialmente advertido en los primeros años, ha dado paso a una modalidad de intervención que lo ha llevado, con frecuencia, a extralimitarse, yendo más allá de su cometido tasado, lo que ha generado conflictos bien conocidos con el Tribunal Supremo. Ha fungido, así, como una suerte de «tribunal de tercera instancia» (‍Oliver Araujo, 2003: 99), particularmente en aquellas ocasiones en las que se ha invocado el art. 24 CE, precepto este potencialmente habilitante de una suerte de control general de las decisiones de los jueces y tribunales. Con ello, se ha inmiscuido en cuestiones de legalidad ordinaria, con el pretexto de adecuar la norma legal a los mandatos de la Constitución (‍Pérez Sánchez, 2009: 67; ‍Serra Cristóbal, 2014: 371). Y así ha sucedido, particularmente, cuando la supuesta infracción de los derechos fundamentales se ha producido en el marco de las relaciones entre particulares, achacándose al órgano judicial competente no haber garantizado la correcta reparación de aquellos, sino, más bien, haber convalidado, mediante su intervención, su mengua o quebranto (‍Medina Guerrero, 2024: 469).

Semejante práctica obliga a deslindar el respectivo ámbito de competencia de las jurisdicciones ordinaria y constitucional, cuestión esta siempre abierta, habida cuenta de la existencia de materias donde ambas jurisdicciones confluyen. Y es que, como tempranamente se advirtió:

[N]i la jurisdicción ordinaria puede, al interpretar la Ley, olvidar la existencia de la Constitución, ni puede prescindir la jurisdicción constitucional del análisis crítico de la aplicación que la jurisdicción ordinaria hace de la Ley cuando tal análisis es necesario para determinar si se ha vulnerado o no alguno de los derechos fundamentales o libertades públicas cuya salvaguardia le esté encomendada (STC 50/1984, FJ 3).

En cualquier caso, a los efectos de establecer una necesaria delimitación de esferas de actuación, es claro que la fijación de los hechos corresponde a los tribunales ordinarios, sin que quepa su alteración; al tiempo que incumbe a la jurisdicción ordinaria establecer la calificación jurídica razonada de las conductas juzgadas, seleccionando e interpretando las normas aplicables; y, tras ello, efectuar una ponderación de los derechos y bienes en conflicto.

Sin embargo, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha evolucionado hasta llegar a reconocer al órgano una muy amplia o casi plena competencia revisora. Así, ha considerado que al Tribunal Constitucional no solo le compete constatar, una vez apreciada la especial trascendencia constitucional del supuesto impugnado, si la jurisdicción ordinaria atendió debidamente la prestancia de los derechos fundamentales en la resolución de la controversia, comprobando que los tuvo en consideración en su argumentación, sea cual fuere el resultado de su proceder[2], sino también verificar materialmente si la ponderación efectuada resulta constitucionalmente adecuada al atenerse a los criterios definitorios de los derechos expresados por el propio Tribunal, en atención a las circunstancias del caso concreto[3].

De este modo, lo que se gana alcanzando una más intensa tutela de los derechos se pierde, sin embargo, generando una apreciable reducción del ámbito propio de actuación de los jueces y tribunales ordinarios, cuyas decisiones pueden llegar a verse íntegramente rectificadas por el Tribunal Constitucional en las frecuentes ocasiones en que este efectúa una comprobación completa o plena de la controversia suscitada. Los habituales excesos en los que el Tribunal Constitucional incurre, que, a menudo, le hacen ir más allá de los límites que su propia ley orgánica dispone, se ilustrarán mediante el estudio de su proceder en relación con un interesante supuesto. Hace referencia a la solicitud de amparo del interés superior de una menor y de los derechos que, en relación con su educación, poseen sus padres. Un caso que constituye un excelente banco de pruebas a ese respecto, pues nos llevará, en relación con la disputa planteada, a determinar la adecuación del alcance del control efectuado por el Tribunal Constitucional.

II. LA STC 26/2024, DE 14 DE FEBRERO: EL INTERÉS SUPERIOR DEL MENOR Y EL DERECHO DE LOS PADRES A QUE SUS HIJOS RECIBAN UNA FORMACIÓN ACORDE CON SUS CONVICCIONES[Subir]

La sentencia en cuestión resuelve un recurso de amparo promovido contra los autos dictados por la Audiencia Provincial de Barcelona y un juzgado de lo civil de esa ciudad, que resuelven acerca de la escolarización de una menor de edad. La causa de la disputa proviene del desacuerdo en el ejercicio de la patria potestad por parte de los progenitores, que, divorciados, tienen atribuida la custodia compartida de la menor, profesando creencias y convicciones divergentes, lo que afecta a la educación que desean para su hija (art. 27.3 CE). La controversia fue resuelta por la jurisdicción ordinaria que, apelando al interés superior de la menor, acordó su escolarización en un centro concertado de carácter religioso, con la condición de que no cursara la asignatura de Religión. Tal decisión fue recurrida en amparo ante el Tribunal Constitucional, imputándose al acto judicial firme, que puso fin a la vía ordinaria, la lesión del derecho fundamental de la madre, que se consideró afectado por una insuficiente protección. En la sentencia de amparo[4], la cual recibió dos votos particulares[5], el Tribunal Constitucional reconoció ese menoscabo, por lo que ordenó que, a efectos de conseguir su restitución, una vez retrotraídas las actuaciones al momento previo a dictarse el auto por el órgano judicial competente, este dispusiera que la educación de la menor debía desarrollarse en un entorno neutral, considerando que quien reunía tal requisito había de ser un centro educativo de carácter público, tal y como solicitaba la madre.

1. La determinación de los hechos probados, objeto de la disputa y su posterior alteración[Subir]

Conviene insistir en que, según dispone el art. 44.1 b) in fine LOTC, al Tribunal Constitucional no le compete, «en ningún caso», entrar a conocer de los hechos que dieron lugar al proceso de amparo, puesto que corresponde fijarlos a la jurisdicción ordinaria (art. 117.3 CE). Por tanto, los hechos declarados probados y sus efectos en la esfera jurídica protegida de quienes se consideren perjudicados por ellos, ha de determinarlos el órgano judicial competente, mejor conocedor, dada su situación más próxima, de los sucesos y circunstancias que rodean al litigio. Tales hechos constituyen el presupuesto o punto de partida ineludible de la ponderación de los derechos y bienes en conflicto que tanto la jurisdicción ordinaria, primero, como, extraordinariamente, el Tribunal Constitucional en amparo, en su caso, después, deberán realizar a los efectos de resolver la controversia[6]. De ahí que no puedan ser revisados, cuestionados o presentados selectivamente por aquel, alterando su alcance, al no constituir el recurso de amparo, cabe reiterar, una tercera instancia, a esos efectos. Así, aquel deberá asumirlos tal y como le son presentados (‍García Murcia, 2001: 717).

Esa cláusula delimitadora de la competencia del Tribunal Constitucional en amparo trasciende a la mera prohibición de que seleccione las cuestiones fácticas, esto es, los hechos y las pruebas. Supone que tampoco deberá aceptar aportaciones novedosas, discrepantes con los hechos declarados probados. Y es que los presupuestos de hecho del juicio de amparo no vienen constituidos por aquellas exposiciones, ni por cualesquiera otros datos o sucesos alegados por el recurrente, sino por los antecedentes fácticos del procedimiento a quo, los cuales se introducen en el juicio de amparo mediante la petición de las actuaciones del procedimiento de origen (art. 51 LOTC). A ellos debe atenerse el Tribunal Constitucional, pues le vinculan. Ir más allá, denunciando, en su caso, una apreciación irrazonable de las pruebas o la falta de valoración de algunas evidencias, implica actuar en contra de los expresos términos contenidos en su ley orgánica reguladora, que, a lo sumo, solo le faculta para efectuar un control externo de la razonabilidad del discurso que conecta la actividad probatoria con el relato fáctico resultante (‍Ulloa Rubio, 2020: 525; ‍Gutiérrez Gil, 2020: 602).

Pues bien, ¿qué sucede en el caso que nos ocupa? Que, constatado el desacuerdo existente entre los progenitores en el ejercicio de la patria potestad en relación con la elección del centro educativo en el que escolarizar a su hija de cuatro años, sujeta a un régimen de guarda y custodia compartida tras su divorcio, el padre insta la apertura de un procedimiento de jurisdicción voluntaria[7] para que sea el órgano judicial competente quien resuelva al respecto. A tal fin, este debió tener en cuenta que el padre proponía la escolarización de su hija en un colegio religioso, concertado con la Administración educativa autonómica, sito en el mismo barrio de su residencia; mientras que la madre elegía un colegio público y, consiguientemente, laico, si bien emplazado en un barrio distante de aquella en la que la menor vivía hasta entonces.

En el Auto n.º 355/19 del Juzgado de Primera Instancia n.º 15 de Barcelona, se estima la solicitud del padre demandante al considerarse motivadamente que la opción por el colegio concertado de carácter religioso, propuesto por aquel, redunda en beneficio de la menor, garantizando mejor el interés superior de esta, al entender el juez que el centro escolar propuesto por el padre ofrece determinadas ventajas de las que carece el deseado por la madre, el cual posee, según la valoración razonada hecha por el juez, inconvenientes y deficiencias apreciables. Así, tras realizar las comprobaciones pertinentes, el juez apunta a que el emplazamiento de este se halla en un distrito en el que la menor carece de arraigo; se indica que no cubre todas las etapas escolares, que posee un programa educativo más básico y que muestra una oferta de actividades extraescolares reducida, presentando, además, unas instalaciones inferiores en calidad y variedad.

Por el contrario, y tras realizar, así mismo, el examen y la valoración oportuna, el juez pone de manifiesto las mejores condiciones que asisten al centro educativo solicitado por el padre, lo que, a su juicio, redunda en interés de la menor, pues, según su criterio, posee una reconocida tradición escolar; cubre todos los ciclos formativos, lo que permite que la menor no tenga necesidad de cambiar de centro al finalizar la Enseñanza Primaria, si los progenitores no lo consideran conveniente; garantiza el aprendizaje de un segundo idioma extranjero, después de finalizar aquel período; imparte varias asignaturas en inglés; posee amplias instalaciones deportivas, que incluyen la posibilidad de practicar la natación; se encuentra ubicado en un barrio seguro, en el que ha vivido la menor desde su nacimiento, el cual se halla próximo al domicilio paterno, lo que facilita el apoyo familiar con el que cuenta el padre; y conlleva un coste económico moderado, asumible por ambos progenitores.

El otro hecho que evalúa el juez, el cual incide y modula el alcance de su decisión, es aquel por el cual se ha de tener en cuenta el deseo de la madre de que su hija reciba una educación que no implique un adoctrinamiento religioso. Acogiendo esa exigencia, el juez de primera instancia ordena la inscripción de la menor en la asignatura alternativa a la de Religión. En atención a todo lo considerado, el órgano judicial rechaza la pretensión de la madre de que la matriculación de la menor deba producirse necesariamente, a fin de salvaguardar sus derechos y los de aquella, en un colegio público, al poderse garantizar que la menor no cursará en el centro escolar propuesto por el padre, más favorable, a su juicio, en atención al interés superior de la menor, la asignatura de Religión, pudiendo realizar, en su lugar, una actividad distinta en compañía de otros menores que asisten al mismo colegio.

En el recurso de apelación interpuesto por la madre de la menor ante la Audiencia Provincial de Barcelona aquella expresa su petición de revisión del auto dictado por el Juzgado de Primera Instancia. A tal efecto, funda su alegato insistiendo en el carácter religioso del centro en el que se ha realizado la matriculación, hecho este que necesariamente conlleva, a su juicio, que todas sus actividades se vean impregnadas por él, suponiendo un claro menoscabo tanto de su derecho fundamental a la libertad religiosa (art. 16 CE), que comprende el derecho a no profesar religión alguna, como de su derecho a que la educación de su hija se desarrolle de conformidad con sus convicciones (art. 27.3 CE). También la progenitora de la menor denuncia la afectación lesiva del art. 24.1 CE, al considerar que el auto recurrido resulta de imposible cumplimiento, en sus propios términos, al no existir asignatura alguna alternativa a la de Religión en el centro escolar.

En el auto de la Audiencia se rechaza el recurso, confirmando el auto impugnado. Así, se respaldan las motivaciones del juez que llevaron a este a optar, en razón de la mayor calidad de la oferta formativa y demás ventajas que presenta el centro concertado de carácter religioso, resolviendo en interés superior de la menor, por su matriculación en aquel. Y se refuta la alegación de la madre ofreciendo el testimonio, aportado por la directora del centro escolar, que acredita fehacientemente que la menor ha sido apartada del adoctrinamiento que aquella asignatura comporta, al estar realizando una actividad distinta en compañía de otros menores, con lo que se respetan los derechos de la madre invocados.

Además, se insiste en que el art. 24 CE no se ha visto infringido, al ser la motivación del magistrado de instancia suficiente y completa, «respetando los parámetros mínimos constitucionales y procesales». También se la considera exhaustiva, al agotar la argumentación y decisión respecto a la totalidad de los hechos controvertidos, tal y como se recoge en el testimonio de actuaciones, en el que se incorporan los hechos probados y las circunstancias que rodean al caso concreto, como son la edad de la menor, el régimen de custodia compartida, el domicilio de los progenitores, la desigual —en atención a su calidad— oferta educativa ofrecida por ambos centros y el mandato dirigido al colegio a fin de que sustraiga a la alumna de cursar la asignatura de Religión. Estos hechos comprobados constituyen los criterios de valoración probatoria que sientan la base de la ulterior ponderación. De ahí que sean confirmados por la Audiencia Provincial de Barcelona, tras declarar que «si bien la facultad revisora del Tribunal de apelación es total y abarca la totalidad de las cuestiones controvertidas, no constituye un nuevo juicio, ni autoriza a la alzada a resolver cuestiones o problemas distintos de los planteados en primera instancia», por ser el juez responsable de aquella quien debe fijar los hechos probados, tal y como ha sucedido.

En el procedimiento de amparo el Tribunal Constitucional, como no podía ser de otro modo, recoge esos hechos probados, tal y como aparecen expuestos por la jurisdicción ordinaria; pero hace una cuestionable presentación selectiva y parcial de aquellos, que supone, a la postre, su alteración[8]. Y añade consideraciones fácticas con respecto a hechos que la jurisdicción ordinaria había desestimado, al no alcanzar demostración, los cuales, por tanto, no se incorporaron en el registro de las actuaciones trasladas al Tribunal Constitucional. Así, en concreto, este acoge las alegaciones formuladas por la madre en la apelación en relación con el ideario religioso del centro, mas sin aportar testimonio alguno del que cupiera deducir, conforme a aquellas, que la menor había sido obligada, en razón de ese ideario, a participar en ningún acto de culto, oración o cualquier otro que supusiera o implicara su adoctrinamiento religioso y fuera, por ende, en menoscabo o lesión del derecho de su progenitora a demandar que su hija no recibiera formación religiosa alguna en el centro de enseñanza.

Así pues, la sentencia resolutoria del recurso de amparo hace caso omiso a la ausencia de esa prueba en los testimonios aportados por la jurisdicción ordinaria y la agrega al análisis de los antecedentes de hecho, convirtiéndola en la principal, a fin de justificar su ulterior decisión. Dicha «prueba» viene constituida por el texto o «folleto», de carácter informativo, en el que el propio colegio concertado expone su ideario de carácter religioso; documento este que, conviene insistir, aun habiendo sido aportado por la recurrente en el procedimiento seguido ante la jurisdicción ordinaria en segunda instancia, no obtuvo relevancia probatoria en el auto emitido por la Audiencia Provincial, que, en cambio, sí se la concedió al correo electrónico de la directora del centro que acreditaba que la alumna no se encontraba cursando la asignatura de Religión ni participando en actividad alguna de carácter confesional.

Pero fue el referido folleto informativo del centro, en el que este informa genéricamente acerca de su ideario religioso, tal y como preceptúa la ley, el que fue tomado como prueba por la sentencia del Tribunal Constitucional, para deducir de él la exposición continua e involuntaria de la menor a un ambiente escolar en el que se propicia un indeseado y constante adoctrinamiento religioso, manifestado en el rezo al inicio de las clases y en la presencia ubicua de símbolos. Un entorno, en fin, del que, como luego se resuelve en la sentencia estimatoria del amparo, aquella ha de ser apartada, trasladándola a un centro escolar neutro a esos efectos, siguiendo así los deseos de la madre recurrente, en orden a que sean íntegramente restituidos sus derechos, como progenitora, a la libertad religiosa (art. 16 CE) y a que la formación educativa de su hija transcurra conforme a sus convicciones, libre de adoctrinamientos indeseados (art. 27.3 CE).

2. La calificación jurídica de las conductas juzgadas[Subir]

Así mismo, compete a la jurisdicción ordinaria seleccionar e interpretar las normas aplicables en las que subsumir las conductas juzgadas. Las normas de derecho material atinentes al caso, invocadas por la jurisdicción ordinaria, que afectan a derechos fundamentales son, consecuentemente, aquellas que regulan y garantizan: 1. El interés superior de la menor; en este caso conformado por sus derechos, tanto a la educación (art. 27 CE) como a la libertad religiosa (art. 16 CE). 2. El derecho de los padres a que su hija reciba una educación acorde con sus convicciones (art. 27.3 CE).

Al Tribunal Constitucional le corresponde examinar, en su caso, si la interpretación que el juez realiza de la normativa aplicable, a fin de determinar cuál es el interés superior de la menor, resulta o no respetuosa con los derechos fundamentales en juego. Se atribuye así la competencia de revisar, en relación con una controversia resuelta por la jurisdicción ordinaria en aplicación de las normas que el ordenamiento jurídico proporciona, si hubo afectación lesiva del derecho de la recurrente, tal y como esta denuncia.

2.1. El interés superior del menor, que comprende, en este caso, el derecho a la educación (art. 27 CE) y el derecho a la libertad religiosa (art. 16 CE)[Subir]

El juez de primera instancia y, posteriormente, la Audiencia Provincial de Barcelona en apelación identifican claramente la necesidad de hacer valer el interés superior de la menor, tal y como la legislación civil requiere[9]. Ciertamente, la obligación de los poderes públicos de hacer cuanto sea necesario para garantizar que las personas menores de edad vean tutelados de manera efectiva sus derechos deriva, en particular, del art. 39.4 CE, que indica que aquellas «gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan» por ellas.

De entre esas normas que actúan como canon de interpretación del derecho interno, ex art. 10.2 CE, destaca la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de la ONU el 20 de noviembre de 1989 y ratificada por el Reino de España[10], en cuyo art. 3.1 se alude, destacadamente, al reforzado deber contraído por los operadores jurídicos a fin de atribuir una «consideración primordial» al llamado «interés superior del menor»; concepto jurídico indeterminado que ha sido progresivamente definido[11] tanto por el legislador, en materias específicas, como por los jueces y tribunales, los cuales han concretado, en cada caso, los «criterios generales» que enumera el art. 2 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor[12]. Y así ha sucedido en el supuesto que se analiza. No en vano esa norma insiste en que dicho interés superior «primará […] sobre cualquier otro interés legítimo que pueda concurrir», en cuantas acciones y decisiones adopten los poderes públicos, en general, y el legislador y los jueces y tribunales, en particular[13].

En consecuencia, partiendo, en primer lugar, del entendimiento de que las limitaciones a la capacidad de obrar de los menores se interpretarán de forma restrictiva (‍Díaz Revorio y Esparza Reyes, 2023: 73)[14] y de que los derechos de los que aquellos son titulares como personas, y no como ciudadanos, al ser «imprescindibles para la garantía de la dignidad humana, conforme al art. 10.1 CE»[15], serán especialmente preservados, el juez ha de tomar en consideración la cualificada protección que merecen su vida, desarrollo, necesidades, deseos y opinión, como también su entorno e identidad, en garantía del «desarrollo armónico de su personalidad»[16]. Estos criterios deben ser ponderados, apreciando parámetros como la edad y madurez del menor, la necesidad de garantizar su igualdad y no discriminación, el transcurso del tiempo en su desarrollo, la necesidad de dar estabilidad a las soluciones que se adopten para promover su integración social y minimizar los riesgos que cualquier cambio de situación material o emocional puedan causar en su desarrollo futuro, la preparación al tránsito a la edad madura y cualquier otro elemento relevante que, en atención al supuesto concreto, pueda considerarse[17].

Ello exige, de modo muy especial, que la resolución judicial que afecte al menor se adopte garantizando en el curso del proceso: los derechos de aquel a ser informado, oído y escuchado, si su madurez lo permite; la comparecencia de expertos para determinar sus necesidades; la participación de los progenitores, tutores y representantes legales o de un defensor judicial y del Ministerio Fiscal, si se diere un conflicto de interés, que se hará presente cuando la opinión del menor sea contraria a la medida adoptada que le incumba o suponga una restricción de sus derechos; y, también, asegurando que, en la explicación ofrecida por el juez, se haga cumplida y expresa referencia a los criterios utilizados, con referencia a la ponderación de intereses llevada a cabo; y la previsión de los recursos que permitan revisar su decisión, si se entiende que aquella no valoró como primordial el interés superior del menor[18].

Dado que los derechos del menor a los que la ley se refiere son aquellos que reconocen la Constitución y los tratados internacionales de los que es parte el Reino de España[19], hay que destacar, en atención al caso que nos ocupa, la extraordinaria importancia que alcanza el derecho a la educación (art. 27 CE), el cual se integra, de forma determinante, en la conformación del interés superior del menor (‍Vidal Prado, 2017: 23). No en vano, la acción educativa incide de forma decisiva en la formación y desarrollo integral de los hijos, que es, ante todo, deber y responsabilidad de los padres[20]. Se comprueba, así, como la preferencia otorgada por el ordenamiento a la garantía del interés superior del menor ha incidido, de modo determinante, en la reforma de la institución de la patria potestad, que, de ser un derecho de los padres sobre la persona y bienes del menor, ha pasado a convertirse en un instrumento o medio dispuesto para el cumplimiento de un deber en relación con los menores. De ahí que haya de ejercerse siempre en beneficio de aquellos, de acuerdo con su personalidad[21] y con respeto expreso a sus derechos (‍Asensio Sánchez, 2013: 59). De tal modo, según disponen de forma análoga el art. 222-‍37 del Código Civil de Cataluña y, supletoriamente, el art. 154.1 del Código Civil, el derecho a la educación se vincula a la patria potestad, al constituir su realización una obligación para quienes la desempeñan.

Inicialmente, el derecho a la educación, en el que se integran las dimensiones cognoscitiva, afectiva y axiológica[22], comporta el derecho de todos a poder cursar en un centro reconocido al efecto, ya sea público o privado, y, en su caso, concertado con la Administración (art. 27.9 CE), las enseñanzas que el legislador considere básicas. Derecho que, al afectar a los hijos, se ha de reputar, al tiempo, un deber cuya realización deberán asegurar los padres, en conjunción con los poderes públicos, en atención, además, el carácter obligatorio que presentan aquellas (art. 27.4 CE), conforme a su programación general (art. 27.5 CE)[23].

A su vez, ha de indicarse, con relación al caso que nos atañe, que el derecho a la educación de los menores se ha de conjugar con el reconocimiento constitucional de la libertad de enseñanza (art. 27.1 CE), que, en tanto que proyección cualificada en el ámbito educativo de la libertad ideológica y religiosa, y del derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones[24], implica la libertad de creación de centros docentes (art. 27.6 CE), los cuales podrán legítimamente llevar aparejado un «ideario» que les otorgue un «carácter propio», al tiempo que corresponde su dirección y gestión a su titular, en el marco de la Constitución, con respeto a los derechos garantizados por la ley a profesores, padres y alumnos.

Tal hecho comporta que dicho ideario, con la orientación educativa que supone, habrá de ser puesto en conocimiento de todos los miembros de la comunidad educativa, de forma clara y precisa, a fin de que la elección del centro por los progenitores suponga la aceptación de la existencia de un marco ideológico portador de una determinada orientación axiológica, la cual alcanza expresión en un proyecto educativo coherente[25]. Ese reconocimiento enlaza tanto con el derecho de los padres a la libre elección de centro docente, «tanto público, como distinto de los creados por los poderes públicos»[26], como con el derecho que, así mismo, les asiste a educar a sus hijos con arreglo a sus propias convicciones (art. 27.3 CE), el cual se halla, en frecuentes ocasiones, muy ligado a aquel (‍López Castillo, 2018: 983).

Mas no hay que olvidar que el derecho a la educación, en tanto que derecho fundamental de carácter complejo, compone, aun así, un derecho fundamental unitario, por lo que la libertad de enseñanza, junto con los demás derechos derivados y las determinaciones complementarias que incorpora el art. 27 CE, en clara «relación de instrumentalidad recíproca», se subordinan a aquel, contribuyendo a la garantía de su contenido esencial[27], que no es otro que proporcionar educación, esto es, capacidades, mediante la adquisición de conocimientos y valores. Un concepto que posee un significado o contenido más rico que cualquiera de los aportados singularmente por aquellos, al orientarse al «pleno desarrollo de la personalidad humana». De ahí que su reconocimiento constitucional se halle entreverado de referencias al «respeto a los principios democráticos de convivencia y libertades fundamentales», según expresa el art. 27.2 CE y desarrolla el art. 2 de la LODE[28], al constituir su propósito esencial asegurar la formación de ciudadanos libres e iguales, conscientes de sus derechos y deberes para con la comunidad política en la que habitan (‍Aláez Corral, 2011: 93).

Tal derecho corresponde, primordialmente, a los hijos y no a los padres, al ser estos últimos quienes han de procurarlo a aquellos, juntamente con los poderes públicos, habida cuenta de su condición no solo de derecho de libertad, sino también, muy destacadamente, de derecho de prestación. Eso explica por qué, en ese sentido, los derechos de los progenitores, que no se ven alterados por la disolución del matrimonio, manteniendo un carácter compartido, por lo que habrán de ejercitarse, en la medida de lo posible, de forma conjunta, se supeditarán, en todo caso, a los de los hijos. Y así se observará aun en los supuestos en los que la falta de madurez suficiente impida al menor participar en el proceso de toma de decisiones que, en ejercicio de su derecho a la educación, le concierne; situación en la que, inicialmente, según prevé la ley, serán los padres quienes tomen las decisiones oportunas en beneficio del menor.

Mas, si se constata la existencia de una discrepancia entre los progenitores al respecto, el interés superior del menor deberá ser atendido, interpretado y concretizado por el juez, erigiéndose en principio determinante para la resolución de los conflictos que se susciten en el ejercicio de la patria potestad o en relación con cualquier otra situación en la que se vea involucrado el menor y sea motivo de conflicto (‍Roca Trías, 2018: 1286)[29]. Y así sucede, muy especialmente, en relación con la exigencia de hacer efectivo el ejercicio de su derecho a la educación, a fin de garantizar el acceso al sistema educativo, situación en la que las controversias afloran, a menudo, suscitándose entre los padres y los hijos, entre los propios padres, y entre los progenitores y la Administración pública correspondiente (‍Asensio Sánchez, 2013: 60).

En el caso que nos ocupa, dada la corta edad de la menor, carente de madurez suficiente, la disputa en relación con la garantía pública de acceso y disfrute de un puesto escolar se plantea entre unos progenitores divorciados, en régimen de custodia compartida, que discrepan acerca del modelo educativo que se debe elegir para su hija menor de edad. Y es claro que, en tal escenario, la intervención judicial rogada inicialmente por una de las partes, en concreto por el padre de la menor, habida cuenta del desacuerdo persistente con la madre, deberá basarse en la determinación del interés superior de la hija, con preferencia sobre cualquier derecho o interés manifestado por sus padres, el cual, aun debiendo ser tenido en cuenta, se habrá de subordinar a aquel, tal y como ha proclamado, expresa y reiteradamente, el propio Tribunal Constitucional[30].

2.2. El derecho de los padres a que su hija reciba una educación acorde con sus convicciones (art. 27.3 CE)[Subir]

A su vez, el juez de primera instancia y, posteriormente, la Audiencia Provincial de Barcelona en apelación acogen la invocación hecha por la madre de la menor del derecho que la asiste de asegurarse de que su hija pueda recibir, tanto en los centros públicos como en los privados concertados, la «formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (art. 27.3 CE); derecho que guarda una estrecha relación con las libertades ideológica y religiosa, contempladas en el art. 16 CE; pero que, en todo caso, conviene insistir, se trata de un derecho que deriva del deber de educar a los hijos, según dispone el art. 39.3 CE, interpretado conforme a la Convención Internacional de los Derechos del Niño y el Convenio de Roma para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, y recoge el 154.1 CC. Por tanto, participa de la patria potestad, ordenándose a la satisfacción de una obligación de los progenitores conducente a otorgar efectividad al derecho a la educación del menor. Por eso se ha de subordinar a este. De ahí que la extinción o pérdida de la patria potestad implique para aquellos la del derecho de referencia (‍Asensio Sánchez, 2013: 66).

En consecuencia, su ejercicio en interés superior del menor y, por tanto, «en relación con la educación» de aquel[31] ha de interpretarse, esencialmente, como freno o impedimento, y, por tanto, como garantía frente a los poderes públicos, a fin de que eviten el adoctrinamiento del menor, esto es, la imposición de unas creencias o ideas disconformes con las convicciones que sostienen sus progenitores (‍Cámara Villar, 2004: 439).

Al tiempo, y ya en clave positiva, tal derecho ha venido comportando, por ministerio de la ley, de un lado, la solicitud a la Administración educativa de la realización de una oferta formativa, de libre y voluntario seguimiento, lo más plural posible, que permita, en su caso, la enseñanza confesional, no reglada, de las distintas opciones religiosas a los alumnos que voluntariamente las soliciten. Y, por otro, la demanda de enseñanza de materias alternativas o del desarrollo de actividades para los alumnos ajenas al hecho religioso que, en el caso de, aun así, guardar relación con este, se hallen desprovistas del carácter doctrinario y apologético que supone la enseñanza confesional.

Sea como fuere, e independientemente de su más o menos adecuada articulación legal, condicionada, hasta ahora, por los acuerdos firmados con la Santa Sede, lo cierto es que la Constitución no parece optar decididamente, o al menos así se ha interpretado hasta ahora, por una concepción estricta o rigurosa del principio de neutralidad de la enseñanza que conlleve el desplazamiento de los programas educativos de toda suerte de instrucción religiosa. Es así que, aun manteniendo un compromiso de neutralidad básico, que implica la interdicción de cualquier forma de adoctrinamiento ideológico o religioso impuesto por el Estado (STC 5/1981), y tras demandar el incondicionado respeto y activo fomento de la difusión de los valores y principios constitucionales, que son el presupuesto de la convivencia pacífica en democracia y libertad (art. 27.2 CE), prefiere, más bien, otorgarle a dicha exigencia un sentido abierto, plural y, en consecuencia, cooperativo, acorde, en fin, con lo dispuesto en el art. 2 del Protocolo adicional n.º 1 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales[32], que aconseja a los Estados «respetar las convicciones religiosas y filosóficas de los padres en el conjunto del programa de la enseñanza pública».

De ahí que no resulte inconsecuente con el carácter promocional del Estado (arts. 1.1 y 9.2 CE) que este facilite la realización de la dimensión positiva del derecho dispuesto en el art. 27.3 CE, facilitando, en los centros públicos y privados concertados, la impartición, extracurricular y no evaluable, de enseñanzas religiosas, de seguimiento, en todo caso, voluntario, en atención a las demandas sociales existentes y de conformidad con los acuerdos suscritos con las confesiones que provean tales enseñanzas (‍Motilla de la Calle, 2024: 278). Sin embargo, como ha subrayado la STC 166/1996, esta posibilidad no implica el reconocimiento de un derecho fundamental del que se deriven, de forma indisponible, obligaciones del Estado a satisfacer determinadas y concretas prestaciones (‍López Castillo, 2018: 997)[33].

En todo caso, y en lo que ahora interesa, ha de quedar claro que este derecho de los padres, ligado al ejercicio de la patria potestad y ordenado a la satisfacción del interés superior del menor, aun siendo un derecho propio de aquellos —no ejercido, por tanto, en representación de los hijos, al no caber dicha representación en relación con los derechos fundamentales dado su carácter personalísimo (‍Aláez Corral, 2003: 45)—, debe entenderse, en todo caso, en sentido instrumental, al orientarse a la realización del derecho a la educación de sus hijos. Por eso, la formación que, en el ámbito religioso y moral, aquellos elijan para estos, deberá, por una parte, contribuir al pleno y libre desarrollo de su personalidad[34], al tiempo que se ajusta a los valores y principios constitucionales; y, por otra, habrá de ser respetuosa con el derecho a la libre formación de su conciencia, esto es, con la libertad ideológica y religiosa del menor, reconocida en los arts. 16 CE y 6 LOPJM (‍Rodrigo Lara, 2019: 351).

En el caso concreto analizado, al carecer la menor de un grado de madurez suficiente dada su corta edad, la libertad de decisión de los progenitores, a ese respecto, se revela mayor, si bien con el transcurso del tiempo tal margen decrecerá a la par que aquella adquiere un «derecho de participación» en la adopción de las decisiones que le afectan cada vez más significativo[35]. Será, entonces, la menor quien podrá autodeterminar, al cabo, su propio interés en ese ámbito, a la vez que se extingue el derecho de sus padres[36].

De todos modos, con independencia de la naturaleza del centro educativo al que un menor asista, pero particularmente si es de titularidad pública o se encuentra concertado[37], hallándose, por tanto, en uno y otro caso sometido a los controles de calidad de la enseñanza y de adecuación, en este último caso, de su ideario a los valores constitucionales, junto con las demás exigencias que la ley establece[38], la opción promovida por los progenitores deberá tener en cuenta el derecho de los hijos «a que se respete su libertad de conciencia, sus convicciones religiosas y sus convicciones morales, de acuerdo con la Constitución»[39].

Tal derecho manifestará sus dimensiones, tanto positiva como negativa, en el supuesto de que se ejercite en centros escolares públicos, carentes, por definición, de ideario propio, aunque permitan y faciliten la enseñanza religiosa en el marco de las relaciones de cooperación con las confesiones. Pero aquel mostrará solo una, aun así, relevante faceta negativa en el caso de que se desarrolle en centros concertados, de titularidad privada, dotados, estos sí, en su caso, de un ideario religioso, genuino y concreto, ligado al contenido esencial del derecho a la libre creación de centros docentes (art. 27.6 CE) (STC 47/1985). Semejante dimensión negativa implicará el derecho del menor a verse apartado de cualquier forma de adoctrinamiento religioso considerada indeseable (‍Porras Ramírez, 2024: 56)[40].

3. Una ponderación sesgada de los derechos, en atención a las circunstancias del caso concreto[Subir]

El juicio de amparo impone la revisión de la ponderación de los derechos realizada por el juzgador para determinar si, en su resolución, sacrificó indebidamente a uno en beneficio de otro, a la luz de la Constitución. De tal modo, se contrae el enjuiciamiento constitucional a la finalidad estricta de determinar si se ha lesionado el derecho fundamental considerado por el recurrente objeto de vulneración.

Pues bien, es claro que las dos decisiones judiciales impugnadas efectuaron una ponderación de los derechos concurrentes, en atención a las circunstancias del caso concreto. No en vano, semejante operación de lógica jurídica forma parte de las facultades inherentes a la potestad de juzgar, que el art. 117.3 de la Constitución encomienda a los jueces y tribunales[41]. Para ello cuentan con un considerable margen de maniobra, que M. Medina Guerrero ha llamado, con acierto, «el dominio de la apreciación subjetiva». Mas, como este autor indica, la intensidad del control efectuado por el Tribunal Constitucional en los últimos tiempos, convencido de su derecho a efectuar una revisión completa, incluso de los hechos atinentes al supuesto analizado, a fin de así corregir las resoluciones recurridas en amparo, hace que propenda a desplazar o anular ese margen decisorio de forma cuestionable. De este modo, excede sus competencias, tasadas en la propia ley orgánica reguladora, lo que explica la habitual presencia de votos particulares, discrepantes con el fallo resolutorio de tal modo alcanzado (‍Medina Guerrero, 2024: 489).

Y, en verdad, así sucede cuando el Tribunal Constitucional alega que el órgano judicial «no pondera con la intensidad exigida por la jurisprudencia constitucional las circunstancias concurrentes en el caso» (STC 35/2020, FJ 5), o, como se dice en la sentencia ahora analizada, con mayor énfasis, «soslaya el verdadero conflicto de derechos fundamentales de los padres […] no identificando correctamente el objeto del debate» (STC 26/2024, FJ 5). Esa afirmación le lleva a identificar circunstancias novedosas, no tenidas en cuenta, a su juicio, por la jurisdicción ordinaria, que rechazó atribuirles relevancia para resolver la disputa, valorando así los hechos probados de forma distinta. Además, revisa la apreciación de aquellos efectuada por los jueces, sustituyéndola por una propia, considerando que la suya es la única pertinente. De este modo, realiza una ponderación ex novo, prescindiendo de la realizada por aquellos, fundada en su mayor cercanía o proximidad, en atención a las circunstancias del caso concreto. Con ello clausura su margen de actuación en la aplicación concretizadora de los derechos fundamentales.

Mas lo cierto es que, en ambas resoluciones judiciales recurridas, el juicio de ponderación se hace constar expresamente. En él se identifican con nitidez todos los derechos en juego y se calibra la proporcionalidad de la decisión adoptada, que hace primar el interés superior de la menor sobre cualquier otra consideración. De tal manera, es su derecho a la educación, en atención a las circunstancias del caso concreto, el que prevalece, modulado para que no suponga un sacrificio de los derechos, marcadamente instrumentales, de ninguno de los progenitores. De tal modo, el juez elige, en beneficio de la menor, teniendo en cuenta los elementos fácticos analizados, la que considera que es la mejor opción de escolarización propuesta para aquella: la que ofrece el centro concertado, inspirado en un ideario religioso, deseado por el padre, en atención a las mejores condiciones y prestaciones que aquel le brinda; al tiempo que, acogiendo el derecho de la madre, ordena la exclusión de la menor de la asignatura de Religión, instándola a la consiguiente realización de actividades alternativas, ajenas al expreso adoctrinamiento que aquella comporta. Mediante esta solución, ciertamente equilibrada, se garantiza tanto el derecho a la educación como la libertad religiosa negativa de la menor, al tiempo que se concilian los derechos y las convicciones de cada progenitor[42].

Sin embargo, la sentencia del Tribunal Constitucional impugna la corrección de la ponderación realizada por la jurisdicción ordinaria y centra la disputa en la casi exclusiva toma en consideración del derecho de la madre a decidir acerca de la formación religiosa y moral que, de conformidad con sus convicciones, ha de recibir su hija. Derecho al que, a la postre, atribuye un valor primordial y cuya realización completa estima, a toda costa, necesaria, con consecuencias depresivas para los demás intereses en juego. No en vano, rechaza dar cabida a todos ellos, al considerar incompatibles las opciones de los padres, circunstancia esta que, a su juicio, impide la conciliación de los derechos de ambos en beneficio de la menor[43]. De este modo, al confundir el derecho de la madre con el interés superior de su hija, soslaya la valoración, propiamente dicha, del interés superior de esta, en atención a las circunstancias del caso concreto. De esa forma, el interés superior de la menor queda subordinado al derecho de su progenitora.

El nuevo juicio de ponderación promovido por el Tribunal Constitucional, que reemplaza íntegramente el efectuado por la jurisdicción ordinaria, se manifiesta así, según viene a reconocer aquel, en un «verdadero conflicto de derechos fundamentales de los padres», conforme al art. 27.3 CE. Un conflicto que se reprocha a los jueces no haber expuesto, al no haber «identificado correctamente el objeto de debate». De tal modo, se renuncia a buscar un acomodo o conciliación y se opta por el sacrificio desproporcionado del derecho del padre a participar, en interés de su hija, en la elección de centro docente, el cual es manifestación del derecho de aquella a la educación (art. 27.1 CE). De esa forma, se convierte el interés superior de la menor en un mero trasunto del interés de la madre, cuyo derecho, contemplado en el art. 27.3 CE, se considera, en tanto que vulnerado, merecedor de restitución íntegra, aun a costa de cualquier otro. Se pone así el foco no en aquella, sino en esta, alumbrando una solución que elude la ponderación efectiva de los derechos.

III. CONCLUSIONES[Subir]

En este trabajo se analiza un supuesto especialmente controvertido que ilustra el proceder actual del Tribunal Constitucional, conforme al cual este se considera, a sí mismo, competente para efectuar una revisión plena de las resoluciones judiciales en garantía de los derechos que son objeto de amparo extraordinario. Así, el esfuerzo de autocontención del Tribunal Constitucional, inicialmente advertido en los primeros años, ha dado paso a una modalidad de intervención que lo ha llevado, con frecuencia, a extralimitarse, yendo más allá de su cometido tasado. Ha fungido, así, como una suerte de «tribunal de tercera instancia», particularmente en aquellas ocasiones en las que se ha invocado el art. 24 CE, precepto este potencialmente habilitante de una suerte de control general de las decisiones de los jueces y tribunales. Con ello, se ha inmiscuido en cuestiones de legalidad ordinaria, con el pretexto de adecuar la norma legal a los mandatos de la Constitución. Y así ha sucedido, achacándose al órgano judicial competente no haber garantizado la correcta reparación de aquellos, sino más bien haber convalidado, mediante su intervención, su mengua o quebranto. Semejante práctica obliga a deslindar el respectivo ámbito de competencia de las jurisdicciones ordinaria y constitucional, cuestión esta siempre abierta, habida cuenta de la existencia de materias donde ambas jurisdicciones confluyen.

En cualquier caso, a los efectos de establecer una necesaria delimitación de esferas de actuación, es claro que la fijación de los hechos probados corresponde a los tribunales ordinarios, sin que quepa su alteración; al tiempo que incumbe a la jurisdicción ordinaria establecer la calificación jurídica razonada de las conductas juzgadas, seleccionando e interpretando las normas aplicables, y, tras ello, efectuar una ponderación de los derechos y bienes en conflicto, en atención a las circunstancias del caso concreto. Sin embargo, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha evolucionado hasta considerar que a este le corresponde una muy amplia o casi plena competencia revisora. Así, ha considerado que al Tribunal Constitucional no solo le compete constatar si la jurisdicción ordinaria atendió debidamente la consideración que merecen los derechos fundamentales en la resolución de la controversia, comprobando que los tuvo en consideración en su argumentación, sea cual fuere el resultado de su proceder, sino también verificar materialmente, esto es, más allá de comprobar su razonabilidad y motivación, si la ponderación efectuada resulta constitucionalmente adecuada, al atenerse a los criterios definitorios de los derechos expresados por el propio Tribunal.

De este modo, con esta forma de actuar se obtiene una apreciable reducción del ámbito propio de actuación de los jueces y tribunales ordinarios, cuyas decisiones pueden llegar a verse íntegramente rectificadas por el Tribunal Constitucional en las frecuentes ocasiones en que este efectúa una comprobación íntegra o plena de la controversia suscitada.

Los habituales excesos en los que el Tribunal Constitucional incurre, que, a menudo, le hacen ir más allá de los límites que su propia ley orgánica dispone, se han ilustrado mediante el estudio de su proceder en relación con un caso en el cual se dilucida el interés superior de una menor en relación con los derechos que, en orden a garantizar su educación, poseen sus padres. La conclusión que se obtiene en la sentencia es harto discutible, siendo resultado de una tergiversación de los hechos probados que fueron objeto de la controversia y de un reconstruido y sesgado juicio de ponderación que niega injustificadamente valor, al fundarse sobre nuevas premisas, al realizado por la jurisdicción ordinaria.