LA IMPARCIALIDAD DEL JUEZ COMO DESAFÍO O LOS LÍMITES DE UNA ILUSIÓN
The impartiality of the judge as a challenge or the limits of an illusion
RESUMEN
La imparcialidad del juez es la primera condición del sistema de justicia en una democracia constitucional. Idealmente, ella permite administrar los conflictos de intereses en el campo judicial y extiende su influencia como patrón de legitimidad del orden social y político. A partir del caso peruano, el presente trabajo explora su significado y también sus límites: se examinan los vínculos entre la imparcialidad, la libertad de expresión y la textura abierta que emerge del razonamiento judicial. Se busca develar el papel que la imparcialidad cumple frente a las influencias que actúan sobre el juez, las que provienen de la cultura institucional y forman parte del campo judicial.
Palabras clave: Imparcialidad; independencia judicial; campo judicial; cultura judicial.
ABSTRACT
The impartiality of the judge is the foremost condition of the justice system in a constitutional democracy. Ideally, it enables the administration of conflicts of interest within the judicial sphere and extends its influence as a standard of legitimacy for the social and political order. Drawing on the Peruvian case, this study explores its meaning as well as its limitations: it examines the relationships between impartiality, freedom of expression, and the open texture that emerges from judicial reasoning. The objective is to uncover the role that impartiality plays in relation to the influences acting upon the judge, which stem from institutional culture and are inherent to the judicial field.
Keywords: Impartiality; judicial independence; judicial field; judicial culture.
I. PRESENTACIÓN[Subir]
La relevancia de la función judicial en los ordenamientos constitucionales radica en el significado atribuido a la imparcialidad. Desde ella se define el discurso válido de los jueces, lo que pueden decir dentro y fuera del proceso. Así, las decisiones judiciales se proyectan como una prolongación del orden político y de la imparcialidad que las legitima: un ideal reflejado en cánones normativos con la pretensión de representar la realidad.
El ordenamiento peruano no es ajeno a esta perspectiva. El reconocimiento de la imparcialidad está implícito en el ámbito del debido proceso. Por esta razón, se establece la regla que prohíbe la existencia de jurisdicciones excepcionales o por comisión. Y, en esa dirección, se afirma la ausencia de todo vínculo del juez con las partes o con el resultado del proceso. El juez es solo juez (Neyra, 2010: 7-8) es la expresión que refuerza su posición neutral. La imparcialidad se expande, incluso, como garantía contra la influencia del sistema en la función del juzgador.
No obstante, en esta justificación no aparece, o, al menos, no de manera suficiente, la estructura social (Fiss, 2004: 37) ni los conflictos donde actúan los jueces y en los que sus decisiones tendrán impacto (Sunstein, 1996: 3-4). Por el contrario, la función judicial se describe en forma prevalentemente «interna», distante de las contradicciones ideológicas a las que responden los casos (Kennedy, 1997: 62) y del impacto de las decisiones judiciales en la comunidad política (Sunstein, 1996: 4).
Una constelación de factores de la realidad influye en la argumentación de los jueces y puede determinar el desenlace de los procesos judiciales. Sin embargo, la noción de imparcialidad, como el núcleo del modelo judicial, permanece ajena a la crítica. Se convierte en un discurso que supera su condición epistemológica y se advierte con la capacidad de influir en el proceso (Malem, 2017: 49), al punto de asegurar su apariencia de apoliticidad (Pinardi, 2005: 345-346) y construir un manto de certeza en torno al juez y sus decisiones.
El presente trabajo parte de esta premisa y explora el significado de la imparcialidad y sus limitaciones frente a la realidad. Se busca trascender del caso peruano y proponer una reflexión que levante las sospechas sobre su papel en la actuación del juez y en la configuración del campo judicial. Se analiza el problema de la imparcialidad en el contexto de la argumentación judicial y frente a la carga ideológica implícita en la libertad de expresión de los jueces. También se examina cómo el andamiaje institucional del modelo judicial contribuye a invisibilizar estas dinámicas.
II. LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL COMO PROBLEMA[Subir]
El modelo judicial lleva consigo la idea de imparcialidad como categoría de fondo en el discurso sobre la posición del juez en el ordenamiento: se entiende como una de las condiciones básicas para garantizar los derechos en las democracias constitucionales.
Así ocurre en el ordenamiento jurídico peruano. El escenario normativo previsto en el art. 55.º de la Constitución Política incorpora al derecho nacional los tratados celebrados por el Estado. En este marco, el derecho a un juez imparcial corresponde al régimen indicado por la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 8, inciso 1) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 14, inciso 1). Se le entiende como un derecho implícito en el derecho al debido proceso, reconocido en el inciso 3) del art. 139.º de la Constitución (véase STC 6149-2006-AA/TC, FJ 48).
Existe una doctrina jurisprudencial concurrente del Tribunal Constitucional que respalda esta caracterización. La más reciente es la Sentencia 579/2021 EXP. N.º 01132-2019-PHC/TC LIMA. En ella se afirma que «es un derecho que garantiza una limpia y equitativa contienda procesal»: una visión optimista que ignora los desafíos estructurales que inciden en los procesos judiciales dentro y fuera del campo judicial.
En esa línea de razonamiento se confía en que «las situaciones en las que se cuestione la imparcialidad de los magistrados» se resuelvan mediante «las instituciones de la inhibición y la recusación (Expediente 03733-2008-PHC/TC y 02139-2010-PHC/TC)». Sin embargo, este razonamiento sobredimensiona el significado de estos mecanismos normativos y no considera que están sujetos a las mismas dificultades y limitaciones de la realidad: la posición asumida por el juez en su discrecionalidad argumentativa, las estrategias de la defensa legal para desvirtuarla, las tensiones del campo judicial y la influencia externa sobre él, todos estos factores inciden en su aplicación.
La noción de imparcialidad o el «derecho a que el juez no sea seguramente parcial» (Romboli, 2005: 203) se refleja en la terceridad respecto de los intereses y las partes involucradas en el proceso, como expresión idealmente inherente a la función del juez (Bin, 2009: 5). El significado de la imparcialidad también se proyecta como garantía que contribuye a la sobrevivencia del sistema democrático, pues sirve para generar confianza en la labor de los jueces y, a partir de ello, en el carácter imparcial del ordenamiento jurídico y político.
Pese a todo, su significado mantiene un contraste permanente con la realidad que define el quehacer judicial: el ámbito material de los casos, el sentido de la historia, las tendencias ideológicas que influyen en el derecho y su interpretación, así como los intereses y las capacidades dispares para visibilizarlos.
En esa tensión, la imparcialidad se presenta como una fórmula casi mágica, con el poder de absorber la impureza involucrada en el caso. Una pretensión que no evita su carácter ideal, ni siquiera cuando enfrenta los extremos que definen la actuación judicial (Bourdieu, 2000: 187): por un lado, el ámbito subjetivo, donde se construyen las valoraciones y el razonamiento del juez, como se ha señalado en el caso Scot Cochran v. Costa Rica (Corte IDH, 2023: 36); y, por otro lado, la estructura institucional objetiva, tal como se define en Piersack v. Bélgica (TEDH, 1982)[1], con la cual se busca neutralizar el ámbito en el que se desarrolla el proceso judicial (Kennedy, 2006: 66).
En el primer caso, se pretende liberar al juez —en su proceso decisional— de las «impurezas» del contexto en el que se producen los hechos. Aquí, la imparcialidad opera como un blindaje contra los prejuicios y sesgos que afectan el ideal de objetividad de las decisiones judiciales.
Conforme a esta idea, la imparcialidad se presume y el afectado puede acudir a las reglas de incompatibilidad, impedimento, recusación o abstención del juez de la causa. Sin embargo, estos remedios tienen un carácter aleatorio y una estructura porosa que dejan a la imparcialidad como una pretensión frágil frente a la realidad. Son una respuesta ex post frente a la dificultad que, por lo general, se ubica en un espacio discrecional del razonamiento judicial.
De otro lado, se considera que la imparcialidad proviene de la estructura institucional: un blindaje externo desde el andamiaje orgánico del sistema judicial, pero que incide en la posición del juez en el ordenamiento. Se manifiesta en el sistema de selección y nombramiento de los jueces, la atribución aleatoria de las causas judiciales, los mecanismos que ordenan las relaciones entre las partes implicadas, sus abogados y los jueces en los procesos, la inamovilidad judicial, entre otros. Sin embargo, el entusiasmo en la imparcialidad de estas instituciones ignora los intereses y tensiones que moldean las prácticas judiciales (Kennedy, 2010: 67).
Para esta perspectiva, existe una coordinación indispensable entre la imparcialidad y la independencia judicial, como se advierte en el caso Morris v. Reino Unido (TEDH, 2002). Sobre todo, en la necesidad de evitar interferencias externas o jerarquías internas que pueden influir sobre el juez (Silvestri, 1997: 142). No obstante, la sola independencia no asegura automáticamente la imparcialidad, pero la falta de un juez independiente siempre traerá la posibilidad de un juez seguramente parcial (Romboli, 2005: 198). Por lo tanto, la estructura institucional que garantiza la no interferencia en la función judicial es solo circunstancial.
III. LA IMPARCIALIDAD FRENTE A LA CULTURA DEL CAMPO JUDICIAL[Subir]
La búsqueda de imparcialidad permite que los jueces sean sometidos al escrutinio, también en los hechos de su vida cotidiana. Incluso, serán corregidos en sus expresiones públicas si generan desconfianza en la imparcialidad, aunque el evento ocurra fuera de un proceso judicial. Los jueces son actores del escenario judicial, pero este extiende su presencia, casi en forma dinámica e inherente, a su vida cotidiana.
1. El campo judicial como dificultad básica de la imparcialidad[Subir]
Sin embargo, la apariencia de imparcialidad depende del contexto donde ocurre. Indica una condición no necesariamente definida que se proyecta a los demás y, por ello, debe ser valorada externamente (Bin, 2009).
La coincidencia entre apariencia y apreciación no es uniforme en este escenario, dada la pluralidad de valores que lo explican, pero al mismo tiempo, aunque resulte paradójico, es una razón clave para determinar si la apariencia de imparcialidad ha sido vulnerada en un caso particular.
En el año 2008 un presidente de la Corte Suprema de Justicia del Perú decidió instalar una capilla católica en un espacio del edificio del Palacio de Justicia. En la capilla, denominada «Señor de la Justicia» y con la ayuda de un capellán, se empezaron a realizar misas periódicas y el lugar fue convertido en un recinto católico de oración[2], pero también en un lugar de publicidad y proselitismo religioso sin oposición ni crítica. En los hechos, jueces, trabajadores, abogados y litigantes aceptaron convivir e integrarse a los efectos de este escenario impuesto y contrario al modelo republicano[3], que cuestiona las propiedades básicas de la imparcialidad, no solo en el terreno ideal de la institución[4].
Los hechos de este caso son una fuerte expresión de la dificultad que enfrenta la imparcialidad como condición del modelo judicial y político: la apariencia de imparcialidad y la objetividad funcional se asemejan por la frágil configuración que las define y su distancia de la realidad. Como es evidente, las prácticas institucionales (incluyendo la interpretación) pueden imponer el sentido de las normas y moldear el comportamiento institucional. Y esa es la dirección que sigue la libertad de expresión de los jueces si se piensa en las creencias religiosas, sus manifestaciones y consecuencias. La imparcialidad, como apariencia o como condición orgánica, depende del entorno cultural.
En este razonamiento, la «preponderancia» de los valores del Estado democrático solo asoma como una tendencia ideal. La idea de salvaguardar el modelo judicial (Roca Trías, 2021: 25)[5], a través de la imparcialidad, se articula a las dinámicas internas del aparato judicial, donde los acuerdos implícitos para el ejercicio del poder son flexibles y resisten a los imperativos constitucionales o los acomodan para preservar un cierto «modelo judicial»: es una expresión del campo judicial (Bourdieu, 2000: 187) que busca imponerse como principio de corrección sobre la realidad (Manheim, 2004: 171). El campo judicial es un espacio determinado por las actividades estructuradas y reguladas en su interior (Bourdieu, 2000: 155). En este terreno, la garantía de los derechos ciudadanos afectados por la influencia de las creencias religiosas en alguna sentencia judicial pierde prioridad.
Preservar el modelo es mantener la ilusión en la imparcialidad, aunque el campo judicial refleje los intereses de los poderes hegemónicos en la sociedad (Bourdieu, 2000: 187). Mantener la integridad del campo para conservar el control de lo que ahí ocurre es una condición para la sobrevivencia del poder y sus actores. Lo que está en juego es la preservación del modelo y lo que representa, por encima de las circunstancias de cada caso.
De otro lado, el modelo judicial ha experimentado cambios significativos, en particular después de la Segunda Guerra Mundial. La imparcialidad no es más sinónimo de neutralidad estricta, ni apego literal a la ley. De guardianes del orden legal, los jueces deben enfrentar la diversidad cultural y moral, que desafía a la ley tradicional. La comunidad política y el orden social no se subsumen en la fórmula del Estado-nación. Los jueces tampoco obedecen a ese tipo de orden y las herramientas jurídicas que antes les servían se revelan limitadas para hacer frente a las nuevas exigencias (Zagrebelsky, 1992: 9-37).
Las comunidades antes ignoradas o ubicadas en los márgenes invisibles de la sociedad ahora son parte de los procesos sociales y políticos, exigen derechos e igualdad, y son factores que otorgan legitimidad al poder político. En este nuevo orden, la posición del juez se redefine, ya que la supremacía de la Constitución es la base que le otorga legitimidad. El juez se vincula a este orden a través del control de constitucionalidad de las leyes (Pizzorusso, 2005: 27) para garantizar los derechos, sus valores (Gargarella, 1996: 263-265) y el propio orden político.
La función judicial debe su legitimidad a la pretensión de ser garante de los derechos fundamentales frente a las instituciones políticas y las mayorías que las controlan (Guarnieri y Pederzoli, 2002: 168-169): los jueces tienen la posibilidad de desarrollar las concepciones que orientan el ordenamiento legal, gracias al carácter normativo de la Constitución que los obliga a interpretarla (Fioravanti, 2001: 163-164).
En este contexto la imparcialidad se vuelve más problemática, afectando el carácter de la función judicial. El modelo judicial ha ampliado su capacidad e influencia, pero debe hacer frente a un plexo más amplio y complejo de valores como exigencia del ordenamiento constitucional. La influencia ideológica del medio social se manifiesta en los argumentos que nutren las decisiones judiciales. Aquí cuentan la fuerza de las creencias locales, así como los intereses en conflicto: estas múltiples dimensiones se proyectan en el orden institucional (Eagleton, 2019: 59) al que se debe la función judicial.
Esta confrontación también se relaciona con las formas de percibir y comprender los hechos sociales, los conflictos y los intereses en el campo judicial (Bourdieu, 2000: 93). Esta estructura, definida por Bourdieu como habitus, se reproduce en las categorías que los jueces utilizan para orientar su trabajo y en su concepción del derecho (Bourdieu, 2000: 107). En estas condiciones, adquieren significado las formas de expresión del pensamiento en el proceso judicial, y tanto su restricción como su prohibición son definiciones previstas por el campo judicial.
En el campo judicial se combinan y superponen factores que se retroalimentan como exigencia del habitus: los diversos intereses involucrados, el poder de las cúpulas judiciales, la influencia de los medios de comunicación, la presión desde la política, pero también las posturas que ganan adhesión entre los jueces por la fuerza de las formas y símbolos de la corporación judicial, el prestigio del cargo y las ventajas asociadas. Estos factores y las ideas que arrastran moldean el ejercicio de la función judicial frente a la realidad, aunque no sea precisamente para inmolarse por la justicia (Dworkin, 2019: 313). Esta tensión desafía el carácter imparcial que se predica del campo judicial y lo que este representa.
La imparcialidad no puede eliminar los valores presentes en el imaginario de los jueces. La libertad de pensamiento, conciencia e ideología influyen en las prácticas judiciales, en la posición del juez como ciudadano y en el sentido que asumen los derechos fundamentales en general. Sin embargo, en nombre del modelo, el razonamiento judicial se presume neutral, lógico, sin espacio para las convicciones del juez (Malem, 2017: 49)[6]: como una estrategia del campo judicial para evitar que la ilusión en la imparcialidad y su influencia sobre el orden político desaparezca.
2. Imparcialidad y jueces provisionales: la fuerza del campo judicial[Subir]
La imparcialidad no puede mantenerse al margen de las tensiones que se definen en el campo judicial. Su eficacia refleja las hegemonías que se imponen en las controversias judiciales como extensión de los procesos sociales y políticos.
En este contexto se identifica la denominada «provisionalidad de los jueces» en el Perú y su controversia con la imparcialidad en todas sus facetas. Esta realidad afecta a más del 60 % de los 3707 jueces de la República[7]. Es un fenómeno crónico y estructural que compromete la estabilidad de los cargos judiciales y representa un «Estado de cosas inconstitucional» (Gonzales, 2022b).
El art. 65.º de la Ley de Carrera Judicial reconoce dos categorías de jueces: los provisionales, jueces titulares que ocupan un cargo superior en caso de vacancia, y los supernumerarios, abogados inscritos en el registro de jueces supernumerarios para cubrir plazas vacantes (art. 239 Ley Orgánica del Poder Judicial). Sin embargo, en la práctica, muchos supernumerarios son designados discrecionalmente por los presidentes de las Cortes Superiores, conformando más del 40 % de jueces en el país.
Este problema institucional afecta la estabilidad como garantía material de la independencia y compromete la imparcialidad. En la práctica, las diferencias entre provisionales y supernumerarios pueden atenuarse. Un «juez provisional» por tiempo indefinido ve erosionada su estabilidad laboral de manera evidente. En los supernumerarios, la independencia es un principio ajeno a su posición. Al final, en ambas categorías —aunque nítidamente para los supernumerarios—, el acceso y, por lo tanto, el ejercicio de la función judicial se mueven por fuera de los principios constitucionales que les dan sentido. En ambos casos, el efecto es lesivo y contrario a la existencia de un sistema judicial propio de un ordenamiento constitucional (Gonzales, 2022b).
Desde los años noventa, diversos actores institucionales han contribuido a perpetuar la provisionalidad. El Ejecutivo, como efecto de una cultura que busca mantener la subordinación del Poder Judicial. El Congreso, por desconocimiento o conveniencia, ha desatendido el problema, salvo cuando sus intereses políticos se ven comprometidos. La Junta Nacional de Justicia —antes Consejo de la Magistratura— ha sido incapaz de enfrentar este problema como una prioridad del país.
La Corte Suprema comparte responsabilidad en el problema. La existencia de 42 jueces supremos provisionales en Salas Transitorias desde hace décadas es una muestra de esta cultura institucional. No se recuerda que ningún presidente de la Corte Suprema haya tomado medidas concretas para cambiar esta realidad, como si el interés estuviera en preservar el estado de cosas para mantener su influencia dentro del campo judicial.
Por eso, en el Perú es muy grande la brecha entre el ideal de imparcialidad y las condiciones para garantizar su sola apariencia. Aunque proclamada como principio fundamental, la imparcialidad judicial se desvanece con la inestabilidad de los jueces provisionales y supernumerarios, erosionando la legitimidad del sistema de justicia.
IV. LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL Y LA PARADOJA DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN[Subir]
La libertad de expresión es una máxima del modelo democrático y del estatuto exigido por la idea de ciudadanía. Tiene un carácter fundamental (art. 2-4 CP) y, por esa razón, no puede ser suprimida, porque forma parte de la realidad concreta de las personas, del carácter inescindible de los derechos fundamentales (Pizzorusso, 2002: 513-514) y de la propia existencia de la comunidad.
En los jueces, la libertad de expresión está condicionada por el modelo judicial desde los orígenes del mundo moderno. La idea del juez como sujeto ajeno a la influencia de los conflictos e intereses que definen el orden social se mantiene en el tiempo. A este modelo corresponden la independencia judicial (Azaritti, 1994: 7) y su apoliticidad bajo la sombra de la ley que refleja el ideal de la soberanía popular (Pizzorusso, 2009: 5).
Una de las premisas básicas del modelo es que los jueces solo se expresan a través de sus sentencias, definidas por un razonamiento lógico (Malem, 2017: 49) en un proceso técnico y neutral (Pinelli, 1999: 625). Esta visión rige la idea del juez en forma integral. No solo importa su función frente a los casos, sino que responde por el modelo judicial y por el orden al que pertenece el modelo. Incluso en su papel de ciudadano, se espera que su conducta refleje la requerida en las oficinas judiciales. El modelo judicial se proyecta en las creencias y prácticas que configuran su estructura normativa (Friedman, 1975: 193-194).
Pero el modelo judicial no es una estructura rígida, sino un estándar que se impone continuamente. No tiene un carácter exhaustivo, aunque ofrezca tal imagen. Ese es el sentido de las instituciones desde que las prácticas influyen en su identidad. Aquí es donde el encuentro entre la interpretación judicial y la libertad de expresión del juez puede dar lugar a una zona de penumbra.
La libertad de expresión forma parte de la estructura del orden social, jurídico y político que enmarca el modelo judicial. Responde a la necesidad de garantizar el libre intercambio de ideas, la crítica y la participación en el proceso político (Meiklejohn, 1948: 25). Su finalidad está descrita en las condiciones indispensables para la discusión pública (Mill, 1991: 16, 62 y 92)[8], la autonomía individual (Milton, 2009: 79 y 94)[9] y la preservación de las instituciones que la sostienen. En la práctica, la libertad de expresión debe hacer frente al equilibrio exigido por la tensión entre la autonomía personal y los valores de la comunidad.
La libertad de expresión es una herramienta clave para construir las relaciones sociales y las instituciones (incluyendo el modelo judicial), para reconocer y reafirmar las identidades, así como para hacer visible el pensamiento y las ideas (Malinowsky, 1984: 60). Cumple una función ética e institucional al mismo tiempo, que se proyecta como necesidad básica del individuo y como un pilar en la configuración del orden social y político (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, s. f., párrs. 7-9). Su propósito bien podría ser «la preservación de la democracia y del derecho de un pueblo […] a decidir qué tipo de vida quiere vivir» (Fiss, 2004: 23).
El modelo judicial se nutre de los valores implicados por la libertad de expresión. Está en la base cultural en la que actúan los jueces y en los intereses que se enfrentan en el proceso judicial. En este contexto actúa la interpretación judicial para adjudicar significado a los valores públicos (Fiss, 2007: 35) y refuerza la confianza en el derecho. La influencia de los jueces se extiende más allá del campo legal e interviene en la formación del proceso democrático a través de la garantía de los derechos (Dworkin, 2019: 9). Sus mensajes llevan consigo una forma de ver la realidad a partir de los casos, que al mismo tiempo los sobrepasa y se conecta con los valores morales y la cultura.
Pero el modelo judicial niega esta realidad como condición de validez y legitimidad de una idea del derecho ajena a la influencia del conflicto social. La libertad de expresión resulta un elemento extraño a esta racionalidad y a la gramática judicial (Malem, 2017: 49). Ella representa un peligro para el modelo judicial y, por ello, se la restringe más allá de la actividad judicial, como una fuerza inercial que actúa sobre el juez incluso en su esfera personal.
1. Jueces esterilizados en política: entre el silencio y la negación[Subir]
Aunque se pretenda invisibilizar la influencia de la libertad de expresión sobre la actividad del juez, esta sigue presente. La imposición del silencio es una estrategia de autocensura sostenida por la cultura judicial y los órganos de control disciplinario. En cualquier caso, la libertad de expresión no desaparece de la función judicial
Este hecho es más notorio cuando el juez actúa fuera de la oficina judicial. La premisa es que el juez debe mantener silencio en la mayor medida de lo posible. Sin embargo, aunque resulte paradójico, el silencio también es una forma de expresión y la función judicial no está al margen de esta posibilidad.
El silencio es evidente cuando los jueces son objeto de corrección disciplinaria por manifestarse sobre asuntos institucionales o de interés público. Las expresiones del juez pueden ser consideradas inapropiadas para los estándares del modelo judicial, según los términos de la cúpula judicial o de los órganos de control disciplinario. No importa que se trate del ejercicio legítimo del derecho ciudadano a la libertad de expresión. En estos casos, la imparcialidad o su apariencia deberá seguir la hipótesis de un juez esterilizado en política.
En el caso Urrutia Laubreaux vs. Chile, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH, 2020) ha subrayado el poderoso efecto que tiene la libertad de expresión de los jueces sobre el modelo democrático y los derechos fundamentales. La Corte reprocha que el silencio pueda ser un rasgo válido en la conformación del modelo judicial, incluso cuando supone una crítica a la organización y funcionamiento del Poder Judicial.
Para la Corte IDH el asunto es particularmente relevante porque la libertad de expresión del juez influye en la conducta de otros jueces y constituye una crítica a la cultura institucional que la cúpula judicial busca silenciar. En su resolución sugiere repensar el significado de la independencia e imparcialidad como valores usados para limitar la función judicial y contener la interpretación en los casos[10], lo que inevitablemente se reflejará en la vida pública.
Cuando aparece la importancia del silencio como expresión de la fidelidad al modelo judicial, se advierte el lugar de la independencia y su vinculación a esta realidad. Por un lado, está la palabra del juez en el proceso, que debe ceñirse a los cánones del ordenamiento, pero el problema también se manifiesta más allá del proceso, como proyección del campo judicial que impone restricciones a la expresión de los discursos contrastantes que los jueces pudieran proponer.
El silencio puede ser un síntoma del estado de la cultura judicial, una manifestación de la fuerza del habitus que eclipsa los valores que el orden representa. Incluso la independencia judicial puede perder significado y convertirse simplemente en un nombre. Un ejemplo de esto ocurrió en los días sucesivos al golpe de Estado del 5 de abril de 1992 en el Perú, cuando el dictador Fujimori anunció la intervención del Poder Judicial[11] y decretó[12] un cese masivo de jueces[13] y prohibió la procedencia de las acciones de amparo en contra de tal medida (Decreto Ley 25454).
Esta última decisión es particularmente importante porque hizo evidente la falta de reacción de los jueces. El silencio, en la práctica, negaba sus derechos también como ciudadanos. Implicaba la negación de la independencia judicial como parte de una cultura precedente marcada por la sumisión a la injerencia y la subordinación (Gonzales, 2022a).
Sin observar requisitos constitucionales[14], el régimen se encargó de «nombrar» provisionalmente a los jueces reemplazantes, comenzando por la Corte Suprema (Decreto Ley 25447): la obediencia y la fidelidad al nuevo orden de cosas era el único requisito exigido por la dictadura (San Martín, 1992: 66) y los jueces estuvieron dispuestos. Parece difícil distinguir la cuota de responsabilidad entre quienes fueron designados como jueces para cubrir las plazas vacantes y los que sobrevivieron a la destitución. Desde ambos lados se hizo posible la sostenibilidad del nuevo orden.
Los jueces que mantuvieron sus plazas también fueron sometidos a un proceso de ratificación por una comisión integrada por la reconformada Corte Suprema[15] (Decreto Ley 25445). Esta evaluación tenía antecedentes en regímenes autoritarios del pasado para subordinar a los jueces (San Martín, 1992: 67)[16]. Por ello, el silencio y la falta de reacción del cuerpo judicial para oponerse a la intervención se sostenía en una práctica y contó con la expresa colaboración de la Corte Suprema de Justicia (San Martín, 1992: 68).
El silencio de los jueces frente al poder político refleja la cultura institucional del cuerpo judicial y forma el territorio común de los gobiernos autoritarios. Es cierto que el modelo impuesto desde la autoridad política puede quebrar la idea genuina de juez, como en el régimen nazi (Peña, 2020: 67); sin embargo, esto no le resta certeza al compromiso activo (Hilbink, 2014: 11-12) y también a través del silencio. En el Perú de los noventa no se dictó una norma para exhortar a los jueces, como en la Alemania de Hitler, «a tomar cualquier medida, estuviera o no respaldada normativamente, para construir una justicia nacionalsocialista» que podría ser justificada por una ley ex post (Peña, 2020: 67); no fue necesario, porque bastó con su silencio.
Esta sujeción responde a un modelo judicial que reclama la «despolitización» del juez. Por ello se le prohíbe participar en política, formar parte de sindicatos y declararse en huelga[17]. Una prohibición equivalente al silencio para cautelar la independencia y la imparcialidad. El silencio que se busca imponer también está dirigido a negar el carácter político de la función judicial (Silvestri, 1997: 223-224): una propiedad básica del Estado constitucional (Silvestri, 1984: 231) que se cristaliza cuando los jueces, a través de la interpretación, desarrollan las concepciones del sistema legal (Pizzorusso,1982: 57) y cuando afirman el valor de la Constitución como poder de corrección sobre las mayorías parlamentarias (Romboli, 2002: 258), aun en detrimento de la ley.
La regla que prohíbe la militancia político-partidaria[18] busca preservar la apariencia: «los jueces no solo deben ser independientes, sino también parecerlo». La filiación partidaria implica la subordinación a un ideario y a la red de lealtades personales y jerarquías políticas. Se pretende «evitar que los jueces se muestren prejudicial y orgánicamente a favor de una parte política, al punto que esto provoque, en quien está siendo juzgado, la impresión de una prejudicial tendencia» (Pinardi, 2005: 345-346) que podría afectar el caso.
Sin embargo, la idea de un juez despolitizado en el Perú es un eufemismo. Aunque la filiación política no impide postular a ningún cargo judicial, el candidato debe renunciar a ella o dejarla en suspenso al ser nombrado juez. Entonces, la filiación política desaparece por efecto de la norma que así lo establece y se niega su permanencia frente la comunidad (Kennedy, 2010: 66). Los jueces que, antes de su nombramiento, tuvieron militancia partidaria y compromiso ideológico, gracias a esta norma, dejan de tenerlo.
Para preservar la imparcialidad, se niega la ideología frente a cualquier crítica que conecte los dos momentos en la biografía de un juez. Incluso la posibilidad de proponer remedios impugnatorios[19] frente al posible conflicto derivado de la militancia política de un juez es una excepción que confirma la neutralidad ideológica del juez como rasgo básico del modelo.
Pero la realidad supera las expectativas de esta prohibición. Un ejemplo significativo ocurrió en el año 2009 cuando el presidente de la Corte Superior de Lima apareció en público reunido en una celebración del Partido Aprista Peruano, entonces en el Gobierno y del cual había sido militante[20]. Se ratificaba el carácter artificial de la prohibición y, ciertamente, la relevancia de negar la ideología política del juez como un factor crucial para el campo judicial y para su imagen frente a la comunidad (Kennedy, 2010: 68).
Esta idea se extiende a cualquier vínculo del juez con la política: candidato para el ejercicio de cargos políticos o el desempeño como funcionario público de confianza (ministro de Estado, asesor, consejero, jefe o director). La licencia judicial no contempla como justificación ninguno de estos supuestos[21].
También se prohíbe la sindicalización de los jueces. De este modo, las condiciones laborales solo provienen de la Constitución y la ley (Gonzales, 2009: 413). La regla no se extiende sobre el derecho de asociación[22], que, en la práctica, es un vehículo para el ejercicio de los intereses profesionales de los jueces y de las ideas que los justifican[23].
Los jueces no pueden declararse en huelga porque ella involucra asuntos que solo se pueden discutir en un plano político, ajeno para los jueces. Se impide así toda expresión sobre sus reivindicaciones laborales (en forma individual o como colectivo). La huelga aparece como una variable dependiente de la libertad sindical, por ello, su prohibición es casi un resultado mecánico.
Un límite adicional al derecho de huelga prioriza los bienes constitucionales comprometidos en el quehacer judicial sobre los derechos de los jueces. El argumento es que el servicio de justicia resulta esencial para el ejercicio de otros derechos y para el funcionamiento del sistema político y jurídico. Se asume que una hipotética huelga de jueces sería como si el Estado mismo lo hiciera. Sin embargo, se ignora que el sistema judicial puede ser paralizado por los empleados judiciales, quienes sí pueden sindicalizarse y ejercer el derecho de huelga[24].
Al amparo de esta condición, la prohibición, en ambos casos (sindicalizarse y ejercer el derecho de huelga), tiene un contenido económico y político que supera el ámbito de las reivindicaciones laborales del cuerpo de jueces (Pizzorusso, 1982: 181). Esa es la razón de fondo que explica su carácter instrumental y el uso que el Ejecutivo le ha dado para imponerse sobre el Poder Judicial.
La Constitución de 1993 (art. 145.º) establece que el Poder Judicial presenta su proyecto de presupuesto al Poder Ejecutivo y lo sustenta ante el Congreso. Esta sujeción económica también incide sobre los salarios judiciales. En efecto, pese a estar homologados con el sueldo de los congresistas (art. 186 de la Ley Orgánica del Poder Judicial), el incumplimiento de la regla ha sido frecuente. Con el Decreto de Urgencia 114-2001, de 28 de septiembre de 2001, se buscó mejorar los salarios mediante un incremento opaco vía «gastos operativos» que ascienden al 50 % del total percibido, están exonerados del pago del impuesto a la renta y no se integran al fondo pensionario.
Por esa razón, en diciembre de 2004 el Tribunal Constitucional concluyó que el Poder Judicial es competente para presentar su proyecto de presupuesto al Poder Ejecutivo, sin que este último pueda modificarlo, para su posterior sustentación ante el Congreso de la República[25]. Sin embargo, el Tribunal añadió que el Poder Judicial debía cumplir con un conjunto de condiciones que impedían despejar del todo la hegemonía del Ejecutivo en esta materia.
La esterilización política de la función judicial en un contexto de subordinación del Judicial al Ejecutivo y al Parlamento persiste. La finalidad es mantener la apariencia que el campo judicial debe exhibir para mantener el modelo político.
2. Imparcialidad, libertad de expresión y sus límites[Subir]
La imparcialidad es crucial para generar confianza en los jueces y también en el ordenamiento jurídico y político. Es un derecho ciudadano y, al mismo tiempo, una garantía para la supervivencia del sistema democrático (Bologna, 2020: 188). Sin embargo, en cualquiera de sus extremos, la imparcialidad enfrenta las tensiones del campo judicial y puede ser inevitable que estas se filtren a través de la propia voz de los jueces.
A través de un comunicado público, una presidenta de la Corte Suprema del Perú expresó su disconformidad con el fallo de habeas corpus que había anulado una condena por negociación incompatible a favor de un exgobernador regional. Anunció una investigación disciplinaria contra el juez responsable de la resolución y anticipó que el procurador del Poder Judicial apelaría y denunciaría penalmente al citado juez. Además, aseguró que un tribunal superior revisaría el fallo con prontitud. La paradoja fue evidente al concluir: «Defiendo la independencia de los jueces cuando hay racionalidad en su decisión, pero cuando advierto indicios de otra naturaleza, debemos accionar» (Poder Judicial del Perú, 2021a).
Las expresiones de esta autoridad, aunque contradictorias con la independencia y la imparcialidad, reflejan su compromiso con los valores del campo judicial y la necesidad de controlar las prácticas que atenten contra su racionalidad. El afán de corrección podría comprometer incluso al tribunal superior en el ánimo vindicativo (Zagrebelsky, 2021: 137) que se persigue.
En el 2013, el Tribunal Constitucional se pronunció sobre una disputa entre las autoridades de la Municipalidad de Huánuco y la Corte Superior del lugar (Tribunal Constitucional del Perú, 2013). Determinó que el presidente de dicha corte de justicia había formulado declaraciones sobre la causa, en contra del alcalde y otras autoridades municipales imputadas. La conclusión del Tribunal fue que, en ese distrito judicial, no se garantizaba la independencia interna ni la imparcialidad y que el caso se traslade a otro distrito judicial[26].
El comunicado de la presidenta del Poder Judicial sigue este razonamiento. Sin embargo, su posición como máxima autoridad judicial[27] compromete la independencia interna y, más allá del caso concreto[28], erosiona la apariencia de imparcialidad de todo el sistema judicial. Es una forma de violencia encubierta ejercida desde la autoridad (Arendt, 1997: 11) para modelar el significado de los principios funcionales del campo judicial.
Otro caso muestra cómo la Oficina de Control de la Magistratura (OCMA) impone una sanción disciplinaria al juez del Primer Juzgado de Investigación Preparatoria Nacional, por dos declaraciones públicas sobre procesos en los que había intervenido previamente. La primera declaración se produjo el 3 de junio de 2018. Mostró su desacuerdo con una sentencia del Tribunal Constitucional que ordenó la excarcelación del expresidente Ollanta Humala y su cónyuge, corrigiendo el mandato de detención provisional que el mismo juez había decidido en una investigación anterior[29] por el delito de lavado de activos. «Como operador de justicia voy a acatar el fallo, pero nada me impide criticarlo», declaró (TV Perú, 2021).
El 1 enero de 2019, luego de que los fiscales a cargo del equipo especial para el caso Lava Jato fueron removidos del caso (Cócteles) seguido contra el partido político Fuerza Popular y la excandidata a la Presidencia de la República, Keiko Fujimori (Convoca, 2018)[30], el citado juez reitera una frase contenida en una resolución previa: «Fuerza Popular tiene capturado el Ministerio Público». Así lo ratificó: «Entiendo que soy juez, entiendo que soy magistrado, pero ante todo soy ciudadano y esta noticia [se refiere a la remoción de los fiscales] me ha causado honda indignación y preocupación porque prácticamente en mi resolución judicial había dejado en claro el tema de la captura del Ministerio Público». Estas declaraciones ya habían dado lugar a su recusación en el proceso contra la candidata Fujimori, a través de una dudosa resolución del Tribunal Superior[31].
Aunque las declaraciones del juez no pasaron el umbral del adelanto de opinión, la OCMA lo sancionó con una multa del 10 % de su sueldo, señalando que no tuvo autorización de la presidencia de la Sala Penal Nacional para hacerlo. Así, se convalidó una «censura previa» contraria a la Constitución Política (art. 2-4.1).
Estos episodios muestran una victoria «pírrica» de la imparcialidad sobre la realidad. En el fondo, el campo judicial impone su lógica través de sus actores, relegando a libertad de expresión por la fuerza de los hechos, en busca de mantener la apariencia de un «orden» ideal.
V. LA IMPARCIALIDAD Y LAS ZONAS DE SOMBRA DEL RAZONAMIENTO DE LOS JUECES[Subir]
En teoría, la imparcialidad y la independencia reconducen el significado de la libertad de expresión del juez hacia el ejercicio de sus funciones (Bologna, 2020: 177). Por ello, existe una zona compartida en el proceso de argumentación que está en conflicto permanente y no es una exageración retórica decir que la argumentación se construye también en este espacio, frente a las tensiones que plantea la libertad de expresión.
Estas zonas de sombra se confunden con el contexto de descubrimiento, un espacio de discrecionalidad e indeterminación en el razonamiento judicial donde se entrelazan elementos normativos, valores personales, influencias ideológicas y presiones políticas. En este ámbito, las decisiones de los jueces no solo responden a criterios jurídicos. También reflejan sesgos interpretativos, preferencias morales y dinámicas de poder que pueden moldear la aplicación del derecho.
1. Las zonas de sombra del razonamiento judicial[Subir]
La libertad de expresión del juez se presenta como un desafío a la cultura judicial. Se entrelaza con sus rasgos constitutivos: el pensamiento y su reflejo a través de la palabra, la escritura y la crítica que están en la base de la libertad personal (Supiot, 2012: 10); y en sus resoluciones judiciales. Desafía la gramática cerrada del campo jurídico (Bourdieu, 2000: 186) y el sentido que este asigna a la función judicial.
En esta confrontación, el campo judicial reacciona para preservar su racionalidad técnica: se busca desvincular la conexión entre la realidad social, el proceso político y el papel del juez como intérprete de los valores constitucionales. Un buen ejemplo es la Casación N.º 1464-2021/Apurimac emitida el 17 de abril de 2023 por la Sala Penal Permanente de la Corte Suprema de Justicia (Poder Judicial del Perú, 2021b). La sentencia responde a un conflicto entre la empresa minera Las Bambas y los miembros de la comunidad campesina de Quehuira, ubicada en el distrito de Tambobamba, provincia de Cotabambas (Apurímac). Como se advierte en el fundamento quinto, los hechos refieren que, el 7 de mayo de 2016, miembros de esta comunidad bloquearon la carretera e impidieron durante algunas horas el tránsito de camiones que transportaban cobre concentrado (fundamento quinto).
Esta casación está conectada con el escenario de las protestas sociales ocurridas entre diciembre del 2022 y marzo del 2023, que produjeron una gran convulsión social y la muerte de más de cincuenta ciudadanos por la intervención de las fuerzas del orden. Estos hechos son el «contexto de descubrimiento» del delito contra la seguridad pública y entorpecimiento al funcionamiento de los servicios públicos, en agravio del Estado (art. 283 del Código Penal), sobre el que la Corte debe decidir. Así lo advierte la premisa de la sentencia por la vinculación del caso «con el ejercicio de los derechos a la libertad de expresión y de reunión»[32]. Y, por ello, anticipa que es un asunto «que, por su trascendencia constitucional reviste especiales connotaciones jurídicas y satisface la exigencia […] del ius constitutionis»[33]. La Corte identifica como núcleo del problema la validez del derecho a la protesta social como condición para calificar los hechos del caso.
Sin embargo, la «trascendencia constitucional» que la Corte atribuye al caso se contradice con la argumentación formalista que exhibe al negar la existencia del derecho a la protesta. Afirma que «su connotación de derecho fundamental y sus prácticas de vehemencia beligerante no han sido reconocidos, taxativamente, en el texto constitucional ni en alguna otra norma convencional». Incluso, sostiene que la base de este derecho es «un antivalor o contravalor». Esta postura ideológica explica que le resulte «incomprensible» (fundamento 12).
Por ello, en la solución al caso (apdo. V) la Corte omite el derecho a la protesta. Su fórmula se limita a los derechos reconocidos en el texto de la Constitución: la libertad de expresión y reunión, siempre que se ejerzan de manera pacífica y sin interrumpir el transporte público o privado, según el art. 283 del Código Penal (fundamento 20). La condición para estos derechos es que los reclamos y la vehemencia que los respalden se remitan al ámbito estrictamente individual. La Corte menciona, como ejemplos análogos, la huelga laboral y la huelga de hambre, desvirtuando plenamente el contenido político, social y jurídico de la protesta social. Final del formulario
La Corte Suprema contradice directamente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en el caso Atenco vs. México (Corte IDH, 2018) reconoció el derecho a la protesta como implícito en el derecho a la reunión pacífica y el derecho a la libertad de expresión (arts. 15.º y 13.º de la Convención Americana de Derechos Humanos). La Corte IDH señaló que el derecho a la protesta permite manifestar la disconformidad contra una acción estatal a través de reuniones en espacios privados y públicos, incluyendo desplazamientos. Incluso, establece que el carácter pacífico y sin armas de la reunión, no impide reconocer que las víctimas que participaron en una protesta contra la autoridad local en el contexto de un bloqueo de carretera ejercían lícitamente su derecho de reunión (párrs. 75 y 172). La Corte IDH proscribe los actos lesivos contra la vida o la integridad de las personas, así como los daños a la propiedad pública o privada, pero reivindica los actos disruptivos que pueden traer molestias o incomodidades a las actividades regulares de terceros e incluso perturbaciones a sus derechos. Esta decisión desarrolla los términos anticipados en el caso López Lone y otros vs. Honduras. Aquí se advierte que «el derecho a manifestarse públicamente o a la protesta social […] puede transformarse en el único instrumento disponible para la participación efectiva e incluyente de los ciudadanos» (Corte IDH, 2015: 54).
Así mismo, la Corte Suprema ignora una resolución del Tribunal Constitucional peruano (0009-2018 PI/TC). Este caso no tuvo los votos conformes necesarios para formar una sentencia, pero cinco de los siete magistrados del TC reconocieron el derecho a la protesta como un derecho autónomo, no nominado, conforme a la cláusula abierta del art. 3.º de la Constitución, y también como derecho implícito en los derechos a la libertad de expresión y reunión o en el derecho a la participación política.
Como se observa, la imparcialidad enfrenta una dificultad básica: que los jueces razonen conforme a los cánones preexistentes no supone, necesariamente, que ahí se encuentren todas las respuestas, ni que puedan ser utilizados para moldear la realidad en forma inequívoca. Se puede dar la apariencia de ello, pero siempre será posible la filtración de fuentes externas al proceso judicial. Es entonces cuando las ideas, las creencias o la ideología contenidas en la libertad de expresión del juez se manifiestan en forma inevitable. Aunque el derecho constituye un marco de estándares normativos, su interpretación está expuesta a los factores subjetivos y contextuales que influyen en el razonamiento judicial (Zagrebelsky, 2021: 146).
Existe una distancia variable entre las soluciones previstas por los estándares institucionales y las respuestas que un juez desea alcanzar (Kennedy, 1999: 91). Esta divergencia es evidente cuando la Corte Suprema rechaza la protesta social contra lo previsto por la Corte IDH y el Tribunal Constitucional. La defensa del carácter lógico y neutral del proceso argumentativo niega el impacto de esta realidad (Kennedy, 2010: 32), inevitable desde que se acepta el razonamiento moral (Dworkin, 2019: 8; Alexy, 2002: 525) como parte del derecho y en sus consecuencias hermenéuticas e interpretativas.
Los jueces tienen un «máximo nivel de autoridad formal» para decidir el significado de los derechos. Esta autoridad se despliega a través del sistema legal y resulta de una preferencia ideológica en la actividad interpretativa y en los argumentos para justificarla (Kennedy, 1999: 95). El razonamiento judicial a menudo refleja las ideas y creencias de los jueces como núcleo de una perspectiva quizás controversial, pero determinante para la definición de la sentencia (Kennedy, 2010: 32).
Los jueces están expuestos tanto al pluralismo moral de la sociedad como a sus propias convicciones. Su enfoque interpretativo, por encima de cualquier ideal epistemológico, refleja una elección basada en valores e intereses al adjudicar el derecho. En este proceso, los valores sociales convergen con el ideal de corrección para justificar las decisiones judiciales (Nino, 1989: 93).
Este rasgo es particularmente visible en los tribunales y altas cortes que resuelven en forma definitiva los aspectos más conflictivos de las contiendas judiciales (Kennedy, 2010: 29). Estos casos demuestran que la interpretación constitucional no es solo un ejercicio técnico, sino también una construcción política y cultural. La neutralidad judicial, en este contexto, es más una aspiración que una realidad.
2. Las zonas de sombra del razonamiento en la justicia constitucional[Subir]
La discrecionalidad en el razonamiento judicial alcanza su mayor amplitud en el caso de los jueces constitucionales. Esta realidad se debe, en gran parte, a la complejidad de la Constitución y su interpretación, así como al papel que desempeña el Tribunal Constitucional. En este caso, la argumentación puede estar más expuesta a las convicciones personales de los jueces y la jurisprudencia constitucional puede reflejar esta realidad.
Además de la interpretación judicial, el proceso de designación de jueces también influye en el ejercicio de su función. Salvo la edad mínima (45 años), los requisitos son generales y no garantizan una selección basada en el mérito. Se trata de un nombramiento político (Constitución Política del Perú, 1993, art. 201), determinado por acuerdos entre fuerzas políticas en el Congreso.
Un ejemplo de lo dicho se observa cuando, en marzo de 2020, el Tribunal se pronuncia sobre una demanda contra la primera disposición complementaria final de la Ley 30407, Ley de Protección y Bienestar Animal (Tribunal Constitucional del Perú, 2020). Se alegaba que esa norma excluía de su protección a «las corridas de toros, peleas de toros, peleas de gallos y demás espectáculos declarados de carácter cultural». La demanda de inconstitucionalidad fue rechazada con cuatro votos a favor y tres en contra.
En su voto singular, el magistrado Ferrero Costa defiende la legitimidad de estos espectáculos. Señala que son una actividad extendida en el país y que forman parte de la tradición de diversas comunidades. Su argumentación, sin embargo, evade el significado de la violencia extrema o el sufrimiento animal, ni lo que ello representa como mensaje para la comunidad. El juez prioriza el resultado deseado y acude al argumento de autoridad para respaldarlo: la opinión de un escritor —incuestionable como tal, pero con límites definidos en el derecho— y el comentario de un antropólogo:
[…] de nuestro Premio Nobel Mario Vargas Llosa, para quien «las corridas de toros forman parte de la historia cultural de nuestro país, al que llegaron desde los albores de nuestra historia colonial» […] destaca que el […] antropólogo Juan Ossio […] explica la integración que ha experimentado la fiesta de los toros en las comunidades indígenas, pues hay más de trescientas fiestas patronales en los Andes peruanos que se celebran con corridas de toros (cfr. Mario Vargas Llosa, carta dirigida al Sr. Jorge Pérez Chávez, presidente de la Asociación Cultural Taurina del Perú, Madrid, 24 de abril de 2019). Vargas Llosa también hace la siguiente reflexión […]: El toro bravo es un animal que recibe desde que nace un único tratamiento de favor, que no merece ningún otro animal. Es una gran equivocación creer que si desaparecerían (sic) las corridas de toros, los toros bravos andarían por el campo espantando mariposas con las colas. La verdad pura y simplemente es que desaparecerían ya que ellos existen única y exclusivamente en razón de las corridas […] (Tribunal Constitucional del Perú, 2020: 129).
Estas opiniones, ajenas al derecho, evidencian la orientación personal del juez y su voluntad de hacerla manifiesta, sin que ello alcance para justificar las consecuencias jurídicas de su voto.
El juez refuerza su postura cuando intenta minimizar el impacto moral de la violencia de estos espectáculos en los niños que asisten a ellos. Entonces, recurre nuevamente al argumento de autoridad: un jurista que narra su historia personal como amante de la tauromaquia[34], un psiquiatra defensor de las corridas de toros, a las que asistió desde niño[35] y un famoso torero peruano que se inició en la práctica desde los diecisiete años[36].
Así, se muestra cómo la argumentación jurídica puede ceder ante las creencias, antipatías, caprichos e intereses privados (Ross, 1961: 160) del juez, amparados en la autoridad formal que representa (Kennedy, 1997: 96), desplazando incluso los estándares requeridos por una sentencia constitucional (Dworkin, 2019: 17). Es un claro ejemplo de la zona de sombra en el razonamiento judicial, donde la discrecionalidad puede suplantar la imparcialidad y redefinir el sentido de la justicia constitucional.
Desde una perspectiva interpretativa estratégica, más encubierta que en el caso anterior, aparece el voto singular del magistrado Gutiérrez en la STC 423/2023 (Tribunal Constitucional del Perú, 2023). La demanda de amparo se refiere a un padre que pide la inscripción extemporánea del nacimiento de sus dos menores hijos en el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (RENIEC), sin revelar la identidad de la madre. La explicación de ello obedece a que los niños fueron concebidos a través de un procedimiento de maternidad subrogada debidamente reconocido en los Estados Unidos de América.
La justificación del voto singular evidencia una retórica intencionada con dos niveles de relevancia. En primer lugar, se argumenta para responder a un problema diferente al planteado en los hechos de la demanda, aunque se pretenda negarlo. Esta negación puede ser semiconsciente, solo para cumplir con la convención que exige responder a los hechos formulados en la demanda, aunque esto no ocurra realmente (Kennedy, 2009: 66)[37]. Luego, la respuesta solo busca guardar las apariencias, pues la interpretación asumida evidencia la persecución de un propósito personal difícil de ocultar.
Frente a esta demanda, tanto el RENIEC como el Poder Judicial, en dos instancias, rechazaron el pedido porque no se ajustaba a un supuesto legal existente. Negaron la nacionalidad peruana a dos menores hijos de padre peruano, contra lo dispuesto en la Constitución, que la reconoce para los nacidos en el territorio peruano, y en el exterior si son hijos de padre o madre peruanos y están inscritos en el registro correspondiente (art. 52.º Constitución).
La mayoría del Tribunal Constitucional otorgó la razón al demandante, priorizando el derecho a la nacionalidad previsto en la Constitución y en los instrumentos internacionales. En contraste, el voto en discordia retoma la tesis formalista y persiste en la prohibición legal de la maternidad subrogada. Sostiene que el contrato que la permite es nulo porque es contrario al orden público y las buenas costumbres[38]. De este modo, el derecho fundamental a la nacionalidad de los menores queda desplazado por el supuesto carácter ilícito del procedimiento que permitió su existencia.
La inclinación personal del juez en discordia se confirma con su defensa de la familia «natural» basada en una lectura literal de la Constitución (art. 4.º). Esta interpretación excluye la maternidad subrogada, debido a su carácter «artificial» y, sin advertirlo, también excluiría otros procedimientos de reproducción asistida. Más aún, bajo este razonamiento, la nulidad del contrato de subrogación equivaldría a considerar que los menores del caso tienen la condición de «entes nulos» debido a la prohibición del acuerdo que permitió su existencia. Este juez construye una interpretación que se alinea con sus intereses o creencias. La autoridad de la sentencia y su voluntad cierran el círculo que justifica la decisión contraria al razonamiento jurídico esperable (Kennedy, 2009: 32).
De este modo, la inmunidad de los magistrados del Tribunal Constitucional plantea un dilema relevante (Constitución Política del Perú, 1993, art. 201): garantiza su autonomía, pero también blinda su responsabilidad por sus opiniones y votos (Constitución Política del Perú, 1993, art. 93) sin perjuicio de lo que puedan decir.
La inmunidad resguarda la posición del juez constitucional como intérprete del derecho y la Constitución (Pinardi, 2005: 338). Brinda seguridad a la función del Tribunal que actúa como punto de articulación flexible entre la esfera política y la judicial, al punto que participa en ambas, según tiempos y modos afectados por la orientación general del sistema político (Caretti y Chielli, 1984: 35). Nada de esto, aunque resulte paradójico, cuestiona la idea de imparcialidad, porque su configuración es una ficción que puede encubrir las decisiones bajo consideraciones ideológicas o políticas.
La imparcialidad se impone como un principio derivado de la igualdad y la independencia (Constitución Política del Perú, 1993, art. 201) (Romboli, 1998: 365-368). Sin embargo, en la práctica sirve para ocultar las verdaderas características de la jurisdicción constitucional, las estrategias interpretativas que redefinen su papel frente a la Constitución y el carácter político de la designación de sus miembros por el Congreso. La argumentación de los casos citados proviene de esta realidad. Es un discurso parcialmente jurídico (Ross, 1961: 162), permeable a intereses, sesgos y orientaciones externas al derecho para la toma decisiones.
3. Las zonas de sombra en la argumentación de los jueces[Subir]
En la argumentación judicial existe una zona de sombra donde se entremezclan materiales de diverso origen, incluida la perspectiva que el juez desea desarrollar. El discurso de los jueces también refleja las tensiones externas que influyen en el proceso. No es sorprendente que sus argumentos no siempre provengan de fuentes jurídicas —lo cual no es necesariamente negativo—, ni que recurran a materiales jurídicos solo para respaldar creencias, ideas o prejuicios personales. En un plano formal, las consideraciones acerca del denominado contexto de descubrimiento, en contraste con el de justificación[39], son un buen ejemplo de este supuesto (Pino, 2016: 339-340).
En el contexto de descubrimiento se movilizan las ideas y las convicciones personales de los jueces sobre el conflicto social. Aquí se revelan sus prejuicios, preferencias morales y orientaciones políticas, que, aunque marginales al derecho, se pueden traducir jurídicamente en la decisión final (Pino, 2016: 351). Por ello, la distinción entre los contextos de descubrimiento y justificación ofrece límites internos muy difusos e imperceptibles. Incluso, en algunos casos «la completa comprensión de la decisión judicial pasará […] quizás en forma inadvertida, de un contexto al otro» (Pino, 2016: 351).
Como se ha visto en casos de la Corte Suprema y del Tribunal Constitucional, atender solo a la justificación racional de una sentencia judicial no elimina la influencia del contexto de descubrimiento. A veces, las razones explicativas quedan registradas en la motivación judicial, e incluso pueden ser las que realmente sostienen la decisión judicial, aunque esta opción refleje un pobre entendimiento del derecho (Dworkin, 1985: 146)[40] por parte de los jueces.
En esta zona, la justificación pierde claridad: los argumentos pueden recoger las tensiones e intereses de la comunidad, entremezclados con el discurso formal normativo, al punto de debilitarlo. Aunque se pueda cuestionar la pertinencia y suficiencia de esas razones, no es improbable que se integren en la decisión judicial, bajo los cánones de la argumentación y al amparo de la autoridad del juez.
VI. LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL COMO ILUSIÓN (A MODO DE REFLEXIÓN FINAL)[Subir]
A lo largo de este trabajo se ha constatado que la imparcialidad es una pieza esencial del relato sobre el Estado moderno (Locke, 1990: 134). Desde sus orígenes se integra en la estructura jurídico-política como un atributo de los jueces y para crear confianza en el ordenamiento jurídico-político. No hay juez sin imparcialidad.
Sin embargo, en la realidad la imparcialidad aparece como una ilusión. Aunque el discurso judicial se conforme a los cánones del derecho, las ideas y creencias de los jueces pueden prevalecer. El razonamiento judicial puede normalizar ciertas condiciones o creencias y oscurecer la realidad en forma conveniente, tanto como el origen de los intereses en conflicto (Eagleton, 2019: 26).
Se ha mostrado que, en la práctica, el razonamiento judicial funciona instrumentalmente (Kennedy, 2010: 95) para constituir la realidad sobre la cual se adjudica (Eagleton, 2019: 26), pero no tiene un carácter exhaustivo (López Medina, 2006: 269). Por esa razón, la validez de las resoluciones depende de la autoridad simbólica del juez para conservar el orden legal y político (Friedman, 1975: 193-194).
La imparcialidad permite que los jueces universalicen sus sesgos a través del significado de conceptos estructurales del derecho como libertad, igualdad, justicia o bienestar (Kennedy, 1976: 1766). El carácter complejo e indeterminado de estas nociones se construye por los intérpretes a lo largo del tiempo (Bin y Pitruzzella, 2012: 212) y, sobre esa base, la realidad adquiere un significado concreto que los jueces validan (Kennedy, 1976: 1766).
Se ha podido establecer que la imparcialidad invisibiliza la influencia de los procesos sociales que reclaman alguna calificación jurídica (Bin y Pitruzzella, 2012: 231): el resultado traerá un significado controversial de la noción de justicia. Para sus críticos será una simple racionalización de intereses particulares, mientras que sus adeptos la defenderán como si fuera la expresión del interés general (Kennedy, 2010: 95).
En consecuencia, la imparcialidad está amenazada por la dinámica del campo judicial, la precariedad en el reclutamiento de jueces y la falta de garantías de la independencia judicial. También está expuesta a la influencia de los medios de comunicación, los conflictos sociales y las tensiones políticas. En síntesis, es una hipótesis vulnerable, sostenida en medio de la paradoja que implica la abierta imparcialidad del entorno social (Zagrebelsky, 2021: 146): una estructura edificada sobre arena movediza para encubrir las grietas del razonamiento judicial en la realidad.
En los procesos judiciales el derecho se redefine por efecto de las influencias externas y las motivaciones internas o ambas (Greco, 2021: 93). Por ello, no debería esperarse algo distinto de la imparcialidad, pues sus posibilidades están intrínsecamente relacionadas con estas dinámicas. No hay control absoluto que garantice la imparcialidad como uniformidad, coherencia sistémica o normativa (Dworkin, 2019: 103).
No es posible corregir el razonamiento judicial solo con prohibiciones para impedir que se filtren los intereses ajenos al litigio. El espacio abierto por la incertidumbre es muy grande y difícilmente será restringido solo a través de estrategias normativas. Este no es un reconocimiento trivial (Dworkin, 2019: 104), aunque esté subvalorado en el debate sobre la imparcialidad.
La imparcialidad judicial en el Perú muestra un déficit por causas estructurales. La ausencia de jueces titulares por más de tres décadas es una de sus manifestaciones más dramáticas. Es una condición que debilita el deber de los jueces frente a la Constitución (Dworkin, 2019: 104) y es parte de una cultura institucional ajena a la independencia, que enmascara los sesgos y preferencias al momento de juzgar: una realidad donde la imparcialidad apenas sobrevive como una ilusión.