RESUMEN

La propiedad privada ha sido habitualmente caracterizada como un derecho real del que es titular una persona sobre una cosa. La propiedad, sin embargo, tiene una dimensión social. Esta dimensión ha sido abordada desde dos perspectivas que, si bien encuentran coincidencias desde un plano funcional, se diferencian desde un punto de vista teórico. La primera ha sido desarrollada por el derecho continental y sostiene la función social de la propiedad. Este enfoque ha tenido un amplio reconocimiento a nivel europeo y latinoamericano. La segunda aborda la cuestión desde una perspectiva más amplia a partir de una concepción relacional de los derechos humanos. Esta doctrina ha sido desarrollada en el pensamiento anglosajón. El presente trabajo hace una comparación entre ambas perspectivas destacando los elementos que posibilitan una concepción de la propiedad privada a la luz de la naturaleza social del ser humano y de las exigencias de una mejor convivencia democrática.

Palabras clave: Propiedad privada; derechos humanos; relacional; función social.

ABSTRACT

Private property has usually been characterised as a real right held by a person over a thing. Property, however, has a social dimension. This dimension has been approached from two perspectives that, although they find similarities from a functional level, differ from a theoretical point of view. The first has been developed by continental law and supports the social function of property. This approach has had wide recognition at the European and Latin American level. The second addresses the issue from a broader perspective based on a relational conception of human rights. This doctrine has been developed in Anglo-Saxon thought. The present work makes a comparison between both perspectives, highlighting the elements that enable a conception of private property in light of the social nature of the human being and the demands of a better democratic coexistence.

Keywords: Private property; human rights; relational; social function.

Cómo citar este artículo / Citation: Fuenzalida Bascuñán, S. (2025). La función social y la concepción relacional de la propiedad privada. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 29(1), 49-‍78. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/aijc.29.02

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

La doctrina jurídica, cuando aborda el derecho de propiedad privada, suele referirse a la protección legal del vínculo que existe entre una persona y un bien determinado, incluyendo en este ámbito el uso, goce y disposición particular que se tiene sobre la cosa. El mismo adjetivo «privado» sugiere esta dimensión individual. Por lo mismo, la relación entre el bien y su dueño estaría configurada con relativa prescindencia de las reglas que gobiernan las relaciones sociales. Existiría una separación más o menos tajante entre la esfera de lo privado, donde la propiedad y sus atributos ocupan un lugar propio, y el ámbito de lo público. Como dice el adagio, «al ciudadano la propiedad, al soberano el imperio».

De esta forma, la propiedad o dominio como derecho se circunscribiría o agotaría en la relación entre el titular y el bien. Y esta particular característica sería determinante en la esfera económica, como base del libre mercado. Constituirá un elemento clave para asegurar la inversión y la consecuente apropiación de las ganancias, con resultados tangibles en el aumento de la riqueza.

La posibilidad de restringir los atributos propietarios, en aras, por ejemplo, de un ordenamiento territorial en una ciudad, por lo mismo, dependería de decisiones adoptadas en la esfera de lo público, una esfera externa y ajena a lo que es más distintivo del dominio privado, el que estaría inescindiblemente vinculado a las libertades de cada individuo u organización privada.

No obstante esta extendida concepción sobre la propiedad privada, aquí abordaremos la cuestión de un modo diferente. Diremos que ella es una institución constitutiva del orden social y político. Por lo mismo, es un derecho constitucional. No en el sentido evidente de que está incorporado por regla general en las constituciones nacionales, sino porque es capaz de articular formas diferenciadas de convivencia. Y esa convivencia puede configurarse de uno u otro modo, de manera más o menos inclusiva, en parte importante de acuerdo con cómo se regule legalmente el derecho de dominio.

La dimensión social que posee la propiedad privada ha sido abordada de dos maneras, que aquí revisaremos. La primera, que es propia del derecho continental, está articulada bajo la doctrina y la legislación que consagra la «función social de la propiedad» como una cualidad inherente a la propiedad privada. La segunda, que es propia del mundo anglosajón, lo hace a través de la concepción relacional o «progresista» de la propiedad.

Esas aproximaciones son las que examinaremos aquí, para luego compararlas y sugerir algunas conclusiones. Antes, sin embargo, haremos una breve referencia a la concepción liberal más clásica de la propiedad privada y los alcances que pueden derivar de ella, y las razones que aconsejan su revisión.

Advertimos que al momento de examinar el alcance de la función social de la propiedad haremos especial referencia a la legislación y la doctrina chilena. Ello debido a la nacionalidad de quien escribe y, además, porque la experiencia chilena reviste un especial interés por tratarse de un país donde el liberalismo económico ha tenido un despliegue especialmente intenso.

II. UNA CARACTERIZACIÓN DE LA PROPIEDAD PRIVADA[Subir]

En la concepción liberal clásica, la propiedad configura una frontera y con ello se garantizaría la libertad y la independencia personal (‍Nedelsky, 1996: 6 y 7). La imagen prototípica del derecho sería una casa rodeada por una cerca donde el dueño puede controlar lo que sucede dentro del espacio circunscrito e impedir que otros ingresen dentro de esa esfera protegida (‍Singer, 2000: 130). Así, la propiedad constituiría básicamente una barrera que permitiría un control interno, pero, también, la exclusión del resto. Tanto uno como otro serían interdependientes.

Laura Underkuffler ha profundizado sobre las implicaciones extremadamente complejas que supone la propiedad privada, al menos desde su concepción más liberal. Para la profesora norteamericana, la propiedad se diferencia de un modo significativo de los demás derechos constitucionales. «Los derechos de propiedad son asignativos porque dan a algunos lo que no se puede dar a todos: asignan derechos a individuos particulares en recursos finitos, no compartibles» (‍Underkuffler, 1996: 1038). A diferencia de los demás derechos liberales, cuya protección no implica «quitarle ese mismo derecho a otra», el de propiedad sí supone aquello: «[S]i se protege el disfrute de un bien particular por parte de una persona, se niega el disfrute de ese mismo bien por parte de otras personas. La extensión de la protección de la propiedad a una persona niega necesaria e inevitablemente el mismo derecho a otras» (‍Underkuffler, 1996: 1039). La libertad de expresión, por ejemplo, no implica que su ejercicio impida el mismo ejercicio a otros al tratarse de un bien público. De ahí se origina la singularidad de la propiedad: es el único derecho que, por su propia naturaleza, asigna bienes finitos y privados a unos, mientras que, al mismo tiempo, niega indefectiblemente esos bienes a otros (‍Underkuffler, 1996: 1039). Ese es el rasgo característico de la propiedad privada. Y ello supone un costo importante, una carga sustancial que lo diferencia de los otros derechos liberales.

Por lo mismo, existe un trasfondo contencioso sobre cada bien poseído. Tratándose de la propiedad de bienes privados, y escasos, cuando el Estado protege los derechos de adquisición de una persona, implícita y positivamente niega los reclamos de otros que pueden existir sobre esos mismos bienes (‍Underkuffler, 1996: 1042). Implica por lo mismo no una actitud omisiva, de dejar hacer, neutral frente al ejercicio de libertades que no impactan en el ejercicio de las demás. Por el contrario, se trata de una acción positiva de asignación de titularidades a favor de ciertas personas y no de otras. En concepto de la autora, eso hace que la propiedad como derecho tenga una naturaleza inherentemente distributiva y que necesariamente incluya un componente de intervención estatal. Se trataría de un derecho positivo que supone una elección —«explícita y colectiva»— de quién tendrá o no, y, en su dimensión más extrema, quién sobrevivirá o no. A quién beneficiamos, pero también a quién menoscabamos, excluimos e incluso dañamos.

Desde otra vertiente dogmática, Ferrajoli postula algo similar. El autor italiano estima que el derecho de propiedad es estructuralmente incompatible con la igualdad y le niega la calidad de derecho fundamental por resultar inconciliable con lo que son las características esenciales de dichos derechos. Lo que define a los derechos fundamentales es su universalidad, es decir, que «son conferidos a «todos», en igual forma y medida, sobre la base de la simple identidad de cada uno como persona y/o como ciudadano» (‍Ferrajoli, 2018: 20). Ello no ocurriría en el caso de los derechos patrimoniales: la propiedad se erige como un derecho de carácter singular. Cada uno es titular «de acuerdo a diversos títulos y, en distinta medida, de diferentes derechos de propiedad (y de diferentes “propiedades”)». Por lo mismo, a diferencia de los derechos fundamentales que están distribuidos de manera igualitaria, esto no tiene lugar respecto de los derechos patrimoniales. La propiedad, por ende, implica necesariamente desigualdad y, consecuentemente, no se corresponde con la universalidad que caracteriza a los derechos fundamentales. «Unos son inclusivos y forman la base de la igualdad jurídica», mientras, «[l]os otros son exclusivos, es decir, excluendia alios, y por ello están en la base de la desigualdad jurídica» (‍Ferrajoli, 2007: 30).

Y es la sociedad política la que decide, entre muchas pretensiones que pueden existir respecto de los recursos, cuándo, por quién y bajo qué condiciones serán explotados. Lo cual adquiere un matiz dramático bajo una concepción de la propiedad privada que implica una regla de exclusión estricta. La neutralidad del Estado liberal, en consecuencia, no pasaría de ser un disfraz. Un simple acuerdo entre dos partes, como sería una compraventa, no podría tener ningún efecto en otros si no hay un tercero dotado de poder para imponerlo frente a todos (‍Pistor, 2020: 35). La supuesta neutralidad liberal implicaría en realidad tomar partido por un estado de las cosas, que en ningún caso resulta natural o necesariamente defendible. La pasividad o su supuesta pasividad estatal implica una acción muy férrea para defender el statu quo, lo que se traduce muchas veces en una defensa de la propiedad en pocas manos (‍Gargarella, 2005: 223).

Por ello es por lo que el rol del Estado en relación con la propiedad tiene mucho de activo. Katharina Pistor ha destacado esta circunstancia. Para ella, los niveles de desigualdad alcanzados en el mundo contemporáneo, la creación exponencial de las riquezas y su perdurabilidad en el tiempo no es posible comprenderlos sin abordar lo que ella llama la «codificación del capital». El capital se compone, para esta autora, de dos elementos: un activo (v. gr. un pedazo de tierra, un edificio, una acción, una fórmula para un medicamento, etc.) y una codificación legal. Tanto el uno como la otra sirven para el propósito de crear capital y a partir de ahí generar ganancias. Con la codificación (que tiene lugar mediante los contratos, los derechos de propiedad, las cauciones, el derecho de sociedades, etc.) es que los activos ganan los cuatro atributos que caracterizan el capital:

[La] prioridad, que establece una jerarquía de los derechos que compiten por los mismos activos; [la] durabilidad, que extiende en el tiempo los derechos prioritarios; [la] universalidad, que los extiende en el espacio, y la convertibilidad, que opera como un seguro que permite a los poseedores convertir sus derechos de crédito privado en dinero estatal bajo demanda, protegiendo de este modo su valor nominal, ya que solo la moneda de curso legal puede ser un verdadero depósito de valor… (‍Pistor, 2020: 18).

Y el rol del Estado es insustituible en esta codificación de los activos que conforma el capital. Es a través de la norma creada o respaldada por el aparato público que un bien va a estar en condiciones de pertenecer a alguien y de crear riqueza, ya sea porque el Estado configure directamente el bien (v. gr. propiedad intelectual) o que lo reconozca como propio de alguien (v. gr. bienes corporales). «En la práctica, la economía moderna se construye alrededor de una compleja red de derechos legales de distinta categoría que están respaldados por el poder coactivo del Estado» (‍Pistor, 2020: 37).

III. LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA PROPIEDAD[Subir]

La concepción de la propiedad que intenta hacerse cargo de las complejas cuestiones que nos plantea el derecho analizado, como las referidas atrás, ha sido la que integra en ella la función social. Esa función implica tanto condicionar el ejercicio del derecho subjetivo como disciplinar la configuración objetiva del derecho de propiedad, de acuerdo con tipos diferenciados de estructuras dominicales en función de los tipos de bienes y los titulares del derecho.

Como se sabe, el origen del término viene del jurista León Duguit, para quien la propiedad privada cumplía un rol preminentemente impersonal. No era un derecho subjetivo. Era una función para la satisfacción de intereses colectivos, y su ejercicio debía «asegurar el empleo de las riquezas que posee [el titular] conforme a su destino» (‍1920: 37). Solo en el caso de satisfacerse esa condición, la «situación jurídica subjetiva» —que no es más que un reflejo del derecho objetivo cuya finalidad es la solidaridad— podía encontrar amparo en la ley.

A partir de ahí (aunque distanciándose de su formulación inicial) la función social ha sido introducida como parte del derecho de propiedad privada en muchos países de Europa y Latinoamérica. Y su introducción a ese nivel ha implicado «desplazar la idea de inviolabilidad de la propiedad o absolutismo de este derecho, pasando a entenderse que esta, en su misma esencia, exige de su titular actuaciones que tiendan al logro del bien común» (‍Rajevic, 1996: 87). «La propiedad obliga», como prescribe la Constitución alemana. No puede ser considerada exclusivamente como un derecho que protege al sujeto. Hay una transición histórica en que el interés jurídicamente protegido que funda los derechos subjetivos (del cual la propiedad es su prototipo), enfocado exclusivamente en los fines del individuo y que confiere amplio señorío sobre las cosas, se pasa a la integración de los intereses y fines que la colectividad también tiene sobre los bienes, modificándose con ello profundamente la estructura decimonónica de la propiedad privada. De esta manera se puede decir ahora que «el propietario tiene una función que cumplir, una función social, y que mientras la cumpla, sus actos como propietarios estarán protegidos; se afirma que, por tenerse de los deberes de satisfacer necesidad individuales y colectivas, se tiene los correlativos poderes» (‍López y López, 2018: 51).

El concepto, hay que aclararlo, no supone oponerse al desarrollo industrial o al capitalismo. Puede ser exactamente lo contrario. De hecho, en su concepción original de tipo positivista, bajo «la apoteosis de la revolución industrial», se buscaba consagrar «una propiedad “funcionalmente” dirigida a la producción de riqueza, eso es, de una propiedad capitalista más que territorial» (‍Rey, 2006: 987)[2].

De acuerdo con la función social, la propiedad sobre un bien garantiza un provecho individual, asociado a la utilidad o el beneficio personal, pero también el ser dueño envuelve un deber para su titular en razón de las finalidades públicas. De esta manera, el objetivo es armonizar los intereses individuales con los intereses colectivos de la sociedad, lo que puede conllevar la imposición de restricciones y deberes sobre la propiedad privada (‍Guiloff y Salgado, 2021: 649 y 650). La función social fija, de este modo, una serie de condiciones y cargas para el ejercicio de las atribuciones propietarias, cuya infracción puede significar incluso la pérdida de la titularidad o la reducción en el ejercicio de las facultades agrupadas en el derecho subjetivo (‍López y López, 1998: 1654).

De esta suerte, la función social de la propiedad, reconocida constitucionalmente al modo que lo hacen la mayoría de los países iberoamericanos, configura la propiedad con un carácter dual: «Es utilidad y al mismo tiempo función social» (‍Santaella, 2019: 81). De este modo, titularidad dominical no se limita a las libertades y facultades que confiere al dueño, sino que también incluye su responsabilidad como miembro de una comunidad, a la cual debe rendir cuentas por el compromiso que asume: ejercer su derecho de manera acorde con la función social que le es propia (‍Santaella, 2019: 83). Por lo mismo, su protección queda condicionada a un uso de los bienes supeditado y «funcionalizado» a su cometido social.

Con todo, el sujeto propietario sigue siendo un individuo autónomo, no deviene en funcionario público, y la propiedad, por ende, continúa siendo un vehículo para la materialización y realización de los proyectos de vida individuales (‍Bonilla, 2013: 180). Lo que sucede es que el sujeto propietario no está aislado, tiene deberes positivos para con los otros. Por lo mismo, en principio, se puede afirmar que «cuanto más sirva el derecho de propiedad en cuestión a la libertad personal, tanto más fuerte ha de ser su protección y cuanto más se inscriba en el contexto social (por ejemplo, en el caso de las propiedades inmobiliarias urbanas o de empresas), tanto mayor deberá ser la posibilidad de conformación legislativa de acuerdo con la función social del bien» (‍Rey, 2006: 975). Y para ello es necesario estar atento a los distintos tipos de bienes, los diversos tipos de propietarios, la finalidad que persigue la ley que configura el derecho y el ámbito de regulación que abarca.

Lo importante, desde un punto de vista operativo y también moral, es precisamente reconocer la tensión entre ambos extremos y discernir cuándo debe primar uno por sobre otro o de qué modo compatibilizarlos. El reconocimiento de la función social no puede llevar a desconocer la dimensión subjetiva de la propiedad adquirida, dimensión que justifica proclamar el derecho de propiedad desde un punto de vista defensivo (aunque no absoluto) frente a la intervención del Estado. Y en esto hay que diferenciar lo que puede ser una intervención que afecte legítimamente el ejercicio del patrimonio adquirido —cuando honra los principios de proporcionalidad, no arbitrariedad e igualdad de las cargas públicas— de una intervención que derechamente suprima o elimine los derechos preexistentes. En este último caso, debieran contemplarse normas que aseguren una compensación (‍Fuentes, 2018: 454).

Por otra parte, la consagración de la función social faculta al legislador para regular los diversos tipos de propiedad de acuerdo con los distintos tipos de bienes, al mismo tiempo que establece las responsabilidades y derechos que componen la propiedad, garantizando que su ejercicio siempre tenga en cuenta su aspecto social (‍Nogueira, 2010: 187). Así, la estructura del derecho de propiedad al modo como lo entienden tradicionalmente los códigos civiles, asociada a las facultades de uso, goce y disposición, cede frente a múltiples formas de tenencia, cada una signada con estructuras e incluso elementos esenciales claramente diferenciados (‍Santaella, 2019: 264). Es precisamente la función social la que va a fundar la pluralidad de los estatutos de propiedad, basándose en el cometido económico-social de los bienes (‍López y López 2018: 53) y también en su significación cultural, como ocurre en caso de propiedad indígena, como veremos más adelante.

IV. LA CONCEPCIÓN DE LA PROPIEDAD PRIVADA A PARTIR DE SU FUNCIÓN SOCIAL[Subir]

La incorporación de la función social tiene impacto sobre el sentido y alcance de la propiedad privada. En primer lugar, amplía y flexibiliza su campo de protección, permitiendo que las constantes nuevas posiciones jurídico-patrimoniales que surgen a diario debido a las leyes y las dinámicas del mercado queden provistas de la protección que la Constitución brinda a los bienes. En segundo lugar, permite que estas diferentes especies de propiedad queden sujetas a las obligaciones derivadas de la función social (‍Santaella, 2019: 91). Todo lo cual contrasta con una noción unitaria del régimen de la propiedad.

A partir de las características del bien sobre el que recae la titularidad, por ejemplo, se configuran diversos estatutos propietarios, que incorporan en su seno la búsqueda de diferentes objetivos sociales (‍Fuentes, 2018: 330). Los diferentes regímenes de dominio son establecidos en diversas leyes sectoriales que incorporan el significado específico de la función social de cada manifestación concreta del derecho según lo definido por el legislador (‍Santaella, 2019: 105 y 106). Lo que se traduce, además, con relación al alcance en la delimitación del contenido dominical, en que existen tantos núcleos esenciales de propiedad como tipos de propiedad se reconozcan (‍Santaella, 2019: 226). Así, desde el momento en que no es posible hablar de un «tipo abstracto único para el derecho de propiedad (recuérdese lo dicho sobre “las propiedades”), no podemos hablar de un único “contenido esencial” a él referido» (‍López y López, 2018: 37).

Es a través de la comprensión extensa del objeto de la propiedad establecido en la Constitución que el marco legal delineado por el constituyente para este derecho puede satisfacer adecuadamente las finalidades y funciones tanto individuales como públicas que se le han asignado (‍Santaella, 2019: 267). La función social de la propiedad, por lo tanto, junto con abrir la protección jurídica a distintas expresiones de pertenencia, aprovechamiento o utilidad, disciplina esas expresiones propietarias, entregando un amplio espacio a su regulación, condicionando su ejercicio con vistas a la satisfacción de los intereses sociales que incorpora en su interior (‍Santaella, 2019: 265).

Este punto es importante dada la profunda penetración del concepto individualista de propiedad privada. En el caso de Chile, por ejemplo, se ha suscitado un amplio debate sobre el contenido y alcance de lo garantizado constitucionalmente. La propiedad como derecho subjetivo ha sido garantizada de una manera intensa, al punto de disponer su Constitución en su art. 19, numeral 24, que «[n]adie puede, en caso alguno, ser privado de su propiedad, del bien sobre que recae o de alguno de los atributos o facultades esenciales del dominio, sino en virtud de ley general o especial que autorice la expropiación por causa de utilidad pública o de interés nacional, calificada por el legislador». Pero, al mismo tiempo, el texto constitucional establece una amplia capacidad configuradora del legislador a partir de la función social de la propiedad.

En consonancia con esto último, el Tribunal Constitucional chileno ha establecido en algunos fallos que la definición de dominio del Código Civil no puede servir de modelo común para conceptualizar la propiedad. Ha señalado que:

No existe, entonces, una propiedad general y propiedades especiales; existen solo propiedades distintas, con estatutos propios. La Constitución garantiza el derecho de propiedad, cualquiera fuera este. No hay en la Constitución un modelo a partir del cual se configuren las distintas propiedades. En este sentido, el constituyente se mantiene neutro frente a las preferencias constitutivas del legislador al momento de definir «el modo de adquirir la propiedad, de usar, gozar y disponer de ella y las limitaciones y obligaciones que deriven de su función social». No existe una legislación que haya sido erigida por el constituyente en modelo de todas las demás propiedades. Ello habría significado constitucionalizar una determinada legislación; rigidizar las definiciones del legislador; y abrir un debate sobre la protección de las propiedades constituidas a partir de un diseño propio, distinto a ese pretendido modelo común […] (Tribunal Constitucional, Rol N.º 1298-‍2010-INA, de 3 de marzo de 2010, considerando 44.º).

Pero también ha indicado lo contrario. En la última sentencia en que se pronunció por la inaplicabilidad de los mismos preceptos legales que fueron el objeto del control de constitucionalidad del fallo recién citado[3], señaló que dejar completamente entregado el contenido de la propiedad al legislador acarrea que su contenido esencial «se desdibuja al punto de que se acepte como legítima cualquier concepción del derecho de propiedad, incluso aquellas que minimizan el valor de la propiedad inscrita o registral como mecanismo de protección» (Tribunal Constitucional, Rol N.º 7264-‍2020-INA, de 19 de marzo de 2020, considerando 15.º). Y, con una noción potencialmente tan elástica, se quebraría o desconocería toda vinculación con la concepción civilista de dominio o propiedad (considerando 17.º). Concepción civilista que es importante mantener con el objeto de reconocer el derecho y, especialmente, «los atributos o facultades esenciales del dominio», es decir, «de usar, gozar o disponer de ella [la propiedad]», tal como dispone el texto constitucional (considerando 18.º).

Esta última posición, por cierto, está acompañada de apoyo doctrinario en Chile. Para Gonzalo Montory, por ejemplo, no se puede afirmar que haya tantas propiedades como el legislador configure. Lo que ocurre es que ciertos bienes, como resultado de decisiones públicas, se destinan a fines específicos, lo que en algunos casos da lugar a un marco legal completo al que deben adherirse para cumplir con el interés público. En estos casos, se dice que el uso de estos bienes está definido o regulado por un estatuto, lo que da lugar a lo que se conoce como regímenes «estatutarios» de la propiedad, siendo un ejemplo destacado de esto el régimen de propiedad urbana (‍2019: 38 y 39). Pero, aun así, eso no puede llevar a «confundir el contenido normativo o dogmático del derecho de propiedad, con el objeto sobre el cual recae, porque la ley normalmente regula los aprovechamientos y crea nuevos estatutos propietarios, en consideración al objeto» (‍2019: 39).

Es por ello por lo que la propiedad constitucionalmente garantizada no sería un derecho de configuración «estrictamente legal». Existe un «género supremo» que abarca el derecho de propiedad en sus diversas especies que contiene los elementos comunes a todas ellas (‍Montory, 2019: 40). El estatuto constitucional, así, es único, mientras que el marco legal que se aplica a ciertos bienes puede variar, y esta variación dependerá de las necesidades de la función social, que requerirán una regulación legislativa diferente de acuerdo con la naturaleza de esos bienes (‍Montory, 2019: 41). Pero no existe fraccionamiento, todos los regímenes propietarios son reconducibles y participan de un concepto abstracto y unitario (‍Montory, 2019: 43). De esta manera, si la legislación en su regulación de la propiedad le impone limitaciones que vayan más allá de sus componentes esenciales, «la genérica garantía constitucional del dominio adquiere pleno vigor» (‍Montory, 2019: 42).

De este modo, para este autor, las características esenciales de la propiedad privada y que conformarían su núcleo indisponible serían 1) la pertenencia (la relación entre la persona y la cosa), 2) la exclusividad, 3) la posibilidad de máximo aprovechamiento (de ahí que sigue siendo el dominio civil «el prototipo de la relación de derecho real en su forma plena») y 4) la perpetuidad (salvo la existencia de una causal legal de caducidad). Todo lo cual permite entregar un concepto unitario de la propiedad, como «la atribución exclusiva de un bien a una persona, representativa de las más altas facultades de aprovechamiento, sin perjuicio de las limitaciones que el legislador pueda imponerle, en razón de su función social» (‍Montory, 2019: 164).

Esta definición, sin embargo, no es la sostenida acá. Más allá de que mucho de la argumentación del autor analizado refiere especialmente al texto constitucional chileno, sus conclusiones no pueden tampoco compartirse de un modo general. No creo posible sostener que la propiedad necesariamente se vincule con los elementos que entrega ese autor. Esto implicaría hacer de la propiedad algo extremadamente acotado, dejando muchas expresiones patrimoniales exentas de defensa, por un lado, y muchas facultades asociadas a la tenencia de las cosas sin sujeción a objetivos sociales. De aceptar esta definición, por ejemplo, podría llegarse al absurdo de desconocerse la calidad de propietaria a la mujer casada en sociedad conyugal en relación con sus bienes raíces propios, al carecer ella de las facultades de disposición y administración sobre ellos[4]. Asimismo, los cotizantes previsionales no podrían ser reconocidos como dueños de sus propios fondos previsionales manejados por las Administradoras de Fondos de Pensiones en Chile[5].

Esta conceptualización de la propiedad, a mi juicio errada, pasa por entender la función social como un elemento externo a la propiedad. A juicio del autor que estamos analizando, la función social no es una categoría inherente al derecho de propiedad. Solo tiene un rol orientador de la labor legislativa de acuerdo a las causales señaladas por la Constitución (‍Montory, 2019: 66).

Pero, en contraste con lo sostenido por Montory, la función social debe ser entendida como un elemento intrínseco al derecho de propiedad privada si queremos incorporar plenamente su dimensión social. La función social de la propiedad forma parte de la estructura del derecho y lo conforma en su contenido (‍Fuentes, 2018: 330). Por consiguiente, «la función no puede identificarse ulteriormente con la banda externa de la propiedad, reservada a la colectividad, y se presenta con una expresión elíptica, que unifica los presupuestos de la calificación jurídica de modo tal que identifica el contenido mismo de la situación de pertenencia» (‍Rodotá, 1986: 239). Así, «[l]a determinación del contenido esencial de la propiedad privada no puede formularse desde la exclusiva consideración de los intereses individuales del derecho, pues debe atender a la necesaria referencia a la “función social”» (‍Álvarez, 2022: 260 y 261). Y esa incorporación de la función social como elemento interno tiene una traducción en la conceptualización del derecho de propiedad privada. La variedad de tipos propietarios, en virtud de las diferentes funciones que buscan satisfacer, es tan extensa que difícilmente se pueden predicar en todos los casos los elementos señalados por Montory. Las diferencias no son de grado bajo los supuestos estándares comunes que define el autor. Las diferencias son cualitativas.

Esto ha sido reconocido, por ejemplo, en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, quien en el caso de los territorios ancestrales de los pueblos indígenas se ha desmarcado de una conceptualización «clásica» de la propiedad. En relación con el art. 21 de la Convención Americana, cuando ha sido invocado por comunidades indígenas, el tribunal ha constatado la estrecha relación de ellos con sus territorios tradicionales —al punto de constituir «un elemento integrante de su cosmovisión, religiosidad y, por ende, de su identidad cultural» (Corte IDH. Caso Comunidad Indígena Yakye Axa vs. Paraguay, párrafo 135)— y, además, ha constatado que es la forma colectiva la que caracteriza el dominio de esos pueblos sobre sus tierras. Lo cual se aparta de la manera habitual de entender la propiedad privada:

[T]ales nociones del dominio y de la posesión sobre las tierras no necesariamente corresponden a la concepción clásica de propiedad, pero la Corte ha establecido que merecen igual protección del artículo 21 de la Convención Americana. Desconocer las versiones específicas del derecho al uso y goce de los bienes, dadas por la cultura, usos, costumbres y creencias de cada pueblo, equivaldría a sostener que solo existe una forma de usar y disponer de los bienes, lo que a su vez significaría hacer ilusoria la protección de tal disposición a estos colectivos […] (Corte IDH. Caso Pueblo Indígena Xucuru y sus miembros vs. Brasil, párrafo 115).

Volviendo a Chile, es oportuno señalar que ni siquiera la concepción de la propiedad bajo el liberal Código Civil chileno de 1855 es unívoca o encuentra un modelo primario, como señala Montory y buena parte de la doctrina civilista. Guzmán Brito ha criticado la interpretación que se ha hecho sobre el art. 583 de dicho cuerpo legal, que dispone que «[s]obre las cosas incorporales hay también una especie de propiedad». Esta doctrina ha entendido que ese artículo habla de la misma propiedad que refiere el artículo anterior (que regula la situación de los bienes corporales)[6], con las necesarias adaptaciones que impone la incorporalidad del objeto. Pero esto no es así: tanto una como otra son, ambas, especies de propiedad (‍Guzmán, 2006: 136 y 137). Es decir, no es cierto que el género propiedad sería el derecho real sobre una cosa, para gozar y disponer de ella arbitrariamente (no siendo contra ley o derecho ajeno), y las demás serían especies de la misma. Aquello no es admisible desde el momento que se atribuye como genérica la relación del propietario con una cosa corporal, lo que en ningún caso puede servir como concepto general respecto de propiedades sobre bienes incorporales o sobre «producciones del talento o ingenio» (art. 584 del mismo Código), que reconoce el mismo cuerpo legal. Todas, en consecuencia, son especies de propiedad y se encuentran «en el mismo rango o nivel sistemático» (‍Guzmán, 2006: 138).

Lo común entre las distintas especies de propiedad, lo compartido por todas las especies de propiedad, sería algo de carácter mucho más abstracto y genérico que lo que caracteriza el derecho real sobre bienes corporales. Sería la cualidad de tener algo como «“propio” de alguien. No en oposición a lo “común” sino a lo “ajeno”» (‍Guzmán, 2006: 139) y cuya sustancia se identifica con la exclusividad del aprovechamiento (en el caso de derechos reales) o de la exigibilidad (en el caso de los derechos personales) (‍Guzmán, 2006: 144). Se trataría, en consecuencia, de una titularidad o pertenencia de alguien sobre un derecho real en cosas corporales (art. 582), como sobre los derechos reales en una cosa corporal ajena y sobre los derechos personales, como también sobre los derechos intelectuales e industriales (art. 583). Respecto de todos los cuales existe una propiedad, o, si se prefiere, se tiene una titularidad o pertenencia (‍Guzmán, 2006: 142 y 143)[7].

De esta manera, y a partir de un amplio concepto de propiedad privada, como el expresado aquí, es posible abarcar una amplia gama de titularidades bajo el amparo de la protección jurídica y regular su contenido con base en las distintas finalidades sociales concedidas a los diferentes bienes. De esta manera, mientras se protegen las posiciones jurídico-patrimoniales en manos de sujetos privados contra incursiones no justificadas de los poderes públicos, también se cubre toda la realidad jurídico-patrimonial con las diversas técnicas de intervención previstas por la Constitución en relación con este derecho (‍Santaella, 2019: 329).

V. LA CONCEPCIÓN RELACIONAL DE LA PROPIEDAD[Subir]

En esta parte revisaremos la manera como se ha entendido la propiedad privada por parte de aquellos quienes dentro del mundo anglosajón han defendido una concepción «progresista» de este derecho (progressive property)[8].

Para esta doctrina, el abordaje de la propiedad privada supone tomar en cuenta tanto los intereses de los dueños como de quienes quedan sin propiedad. El problema del derecho de propiedad, cuando es concebido exclusivamente a partir de los intereses del poseedor, es que su regulación pone el foco en el provecho del titular sin mayor consideración a quienes sufren las obligaciones y exclusiones que impone el dominio, obscureciendo así la realidad total que ella configura. Por poner un ejemplo palmario, cuando observamos a personas sin hogar, rara vez reflexionamos sobre el hecho de que en parte nuestro sistema de derechos de propiedad es el que los deja en la calle. El régimen propietario nos permite desvincularnos, sentir que no solo no somos responsables («estamos en nuestro derecho»), sino que tampoco estamos conectados de ninguna manera con estos «otros». Pero, al poner atención en las relaciones que dan forma a nuestros derechos, podemos discernir la conexión intrínseca entre nuestro poder de exclusión y la difícil realidad de las personas sin hogar (‍Nedelsky, 2012: 251).

Los derechos, del mismo modo que protegen intereses que pueden ser centrales para las personas, crean deberes para los demás en cuestiones que pueden ser igualmente importantes a sus intereses. Y ambas dimensiones son necesarias de abordar en la reflexión moral. En el caso del dominio, esta doble dimensión surge de una manera muy inequívoca. Y la referencia a un beneficio general, como es la eficiencia o la generación de riquezas que permite el mercado, adolece de los típicos defectos que tantas veces han sido señalados a propósito del utilitarismo (‍Kymlicka, 1995, 34-‍62).

Siguiendo este punto de partida, Singer destaca las deficiencias de lo que él llama el «modelo de propiedad» (asociada casi siempre a la teoría de los derechos) para comprender adecuadamente la institución del dominio. Este modelo identifica que hay un derecho cada vez que un interés particular sea lo suficientemente importante desde un punto de vista moral como para que los demás deban respetarlo (‍Waldron 1988: 105, 287, 347)[9]. Pero, aunque es cierto que la cuestión de proteger determinados intereses personales puede ser crucial para la dignidad humana, no podemos pasar por alto una consideración igualmente relevante: las repercusiones de esta protección en las personas que estarían obligadas a respetar dicho interés. El reconocimiento de un derecho, junto con proteger al titular, impone a los otros el deber de actuar o de abstenerse para evitar violar ese derecho, o puede hacerlos vulnerables a los efectos nocivos de las acciones tomadas por el poseedor dentro del alcance de su libertad legal (‍Singer, 2000: 107).

Por eso, para determinar cuáles derechos deberíamos poseer, es esencial cuestionarnos sobre las obligaciones que nos debemos entre nosotros (‍Singer, 2000: 210). Los derechos crean relaciones jurídicas, por lo que es necesario ver en qué situación quedan todas las partes: titulares y obligados. Respecto de la propiedad, supone justificarlo por la importancia para el poseedor, pero requiere también una justificación de las obligaciones que para los otros nacen a partir de ese derecho. Tanto la constitución de lo propio como su correlato, lo ajeno, requieren ser fundamentados. Los derechos crean relaciones jurídicas entre personas y no pueden justificarse sin hacer referencia a la situación en que quedan todos los implicados por esas titularidades (‍Singer, 2000: 21).

Respecto a las relaciones entre las personas que crea la propiedad, Kelsen lo tenía claro. Para el autor austriaco, la propiedad privada concebida como derecho de naturaleza subjetiva y como un derecho real constituía un dispositivo ideológico. Lo que esta categorización esconde es la realidad manifiesta de que

el dominio jurídico de una persona sobre una cosa consiste exclusivamente en una relación entre un sujeto y otros sujetos, o más exactamente, en una relación entre la conducta de un individuo y la de otro u otros individuos, a saber, en la posibilidad jurídica para el propietario de impedir a todos los otros sujetos gozar de la cosa y en el deber de estos de no coartar la facultad del propietario de disponer de ella (‍Kelsen, 2003: 98).

Se trata en consecuencia no de una relación entre un individuo y la cosa, que el derecho descubre y protege; constituye, por el contrario, una relación entre personas configurada por el derecho objetivo que establece el poder del dueño sobre su bien y como «un aspecto secundario del deber de los otros sujetos de derecho» (‍Kelsen, 2003: 98). De ahí que, para Kelsen, la propiedad propiamente constituye una relación entre personas configurada por el derecho objetivo y no un derecho real, como suele categorizársela.

A lo que se agrega, dada esta relación entre personas que configura la propiedad, que las razones para proteger a los propietarios (autonomía, identidad, reconocimiento del esfuerzo, eficiencia, etc.) deben contar con una amplia aceptación social para que el acatamiento de las intensas obligaciones que de la propiedad derivan sean aceptables, o, al menos, generalmente toleradas. La propiedad, por lo mismo, debe incorporar el «inevitable ajuste y compromiso de reclamos en conflicto necesarios para el mantenimiento de la institución social y política de la propiedad» (‍Underkuffler, 1996: 1044). Y es probable que esta búsqueda de un equilibrio y de un lugar apropiado para cada propiedad tenga una relación bien directa con una tradición que vincula la propiedad con lo «apropiado», es decir, algo que se conforma a un orden social justo. De lo que se trataría es de asignar a cada uno lo que le es «propio» de acuerdo con el papel que debe desempeñar en una comunidad política (‍Rose, 1994: 51).

La reflexión sobre los derechos propietarios, por lo mismo, es incompleta y engañosa si no ponemos atención en las consecuencias de reconocer un derecho de propiedad sobre aquellos que no son propietarios del bien asignado. La propiedad implica sostener una pretensión ante la cual otros deben ceder. Pero eso genera, o puede generar, sacrificios que pueden comprometer el bienestar de los demás de un modo importante. Así, «las reivindicaciones de derecho implican afirmaciones de que otros deben soportar esas vulnerabilidades, que las obligaciones que son correlativas al derecho son justas» (‍Singer, 2000: 209). La reflexión debe, en consecuencia, hacerse cargo tanto de la (in)justicia de la pretensión del titular como de la (in)justicia de la situación en que queda él o los obligados.

De no incorporar esta dimensión relacional y las aspiraciones sociales dentro de una sociedad democrática, la propiedad puede conformarse como un derecho excluyente y odioso. Esto no implica preterir la esfera personal que cubre el derecho, que en variados casos justifica su firme protección, ya que puede resultar fundamental para preservar la autonomía individual y la dignidad personal (‍Singer, 2000: 209). Pero la regulación va a depender de varias dimensiones a tomar en cuenta, esto es, quiénes son los titulares, qué bienes son los protegidos, cómo fueron adquiridos, cuál es la identificación cultural con determinados recursos, qué consecuencias pueden acarrear las opciones de regulación dominical y, también, cuáles son los niveles generales de desigualdad social. Todos estos aspectos deben tomarse en cuenta para diseñar estatutos diferenciados de protección y regulación del dominio.

VI. PROPIEDAD PRIVADA Y RELACIONES HUMANAS[Subir]

Por las razones señaladas atrás, la concepción sobre los derechos humanos, y en particular la propiedad privada, no puede estar desvinculada de los valores centrales que queremos articular e institucionalizar como sociedad. Tampoco podemos sostener una visión simplista del individuo que resulta inadecuada en aspectos directamente vinculados con dichos valores, como son los referidos a la naturaleza de la autonomía y las condiciones que permiten su desarrollo (‍Nedelsky, 2012: 161). Para esto resulta necesario distinguir claramente entre el concepto de autonomía humana, que se construye intersubjetivamente, y la noción de independencia y control sobre sí mismo, que apunta a la autoafirmación de un individuo soberano.

La propiedad implica poder sobre otros. El dueño les puede imponer condiciones a otros que requieren usar lo ajeno, como también —tal vez lo más significativo— puede impedir a todos los no titulares (la población mundial salvo el dueño de la cosa) el uso de la cosa. Incluso el derecho de propiedad si es tomado como un derecho ilimitado entrará en conflicto con el derecho a la adquisición (derecho a la propiedad). El propietario de una tienda podría prohibir el acceso a ciertos clientes (por razón de raza, por ejemplo) o negarse a venderles bienes. Con ello la posibilidad de adquirir la propiedad se vería obstaculizada por el ejercicio de la facultad más propia asociada al dominio (exclusión o disposición, en su caso) (‍Singer, 2000: 44), lo cual parece insostenible, a menos que podamos sostener que la propiedad solo es importante para quienes actualmente la detentan. Y también podría darse el fenómeno al revés, esto es, que la comunidad se niegue a adquirir los bienes o servicios que una persona ofrezca dado que el oferente pertenece a un grupo socialmente rechazado o que la empresa trata con obreros o empleados «indeseables» (Arneson, 2022).

El desafío es cómo configurar patrones de relación que puedan desarrollar y sostener tanto una vida colectiva enriquecedora como una auténtica autonomía individual; crear así «un sistema de libertad». En lo referente a lo que hace posible la autonomía, ella no se logra mediante el aislamiento, sino por medio de las relaciones enriquecedoras que permiten a las personas trazar y lograr sus fines en contexto de relaciones humanas que promueven sus habilidades, la confianza y el amor propio. Por lo mismo, los derechos deben ser pensados como normas que dan forma a unas relaciones fructíferas y no como esferas de protección que entran necesariamente en colisión entre unos y otros (‍Nedelsky, 1993: 7 y 8).

De hecho, nos señala Blomley, nuestras concepciones más arraigadas (liberales) sobre «la propiedad se basan en el dibujo de líneas claras, que separan un interés o patrimonio individual de otro», operando «una lógica particularmente aguda de espacialización euclidiana, en la que las categorías están separadas, limitadas y contenidas, y se imaginan como espacios individuados». La producción de propiedad requeriría cortes categóricos, en ella la pertenencia es dada a partir de una frontera (‍Blomley, 2010: 205).

Pero el modelo de la frontera no ayuda, sino que por el contrario puede encasillar el debate en términos extremadamente rígidos (‍Nedelsky, 2012: 106). Las fronteras estructuran relaciones, pero lo hacen ocultando su naturaleza, bajo la apariencia de verdades evidentes y no susceptibles del escrutinio social o político. Por lo mismo, es necesario revisar nuestros conceptos para volverlos funcionales a los patrones sociales que deseamos implementar, lo cual no excluye la protección de ciertos espacios individuales; el asunto es tener la capacidad de evaluar los límites, las interacciones y las responsabilidades que surgen a partir de la propiedad, sin que estemos predeterminados por concepciones paralizantes al respecto (‍Nedelsky, 2012: 117).

El enfoque individualista, verbigracia, se centra en mediar o resolver los conflictos de derechos, como extremos polarizados. Pero aquello olvida lo que los derechos pueden hacer: proteger a las personas y los valores que les importan estructurando las relaciones que fomentan esos (‍Nedelsky, 2012: 249). Todos los derechos, y el concepto mismo de derechos, se entienden mejor en términos de relación, y el foco del análisis debe pasar «de una abstracción del derecho individual a una investigación sobre las formas en que el derecho moldeará las relaciones y esas relaciones, a su vez, promoverán (o socavarán) los valores en juego» (‍Nedelsky, 2012: 249). Lo cual, como se sabe, se estrella directamente con las posiciones que centran su atención en el sujeto y que defienden la «prioridad ontológica y de finalidad» del «hombre creado a imagen y semejanza de Dios» (‍Nedelsky, 2012: 249).

Ahora hagamos una pausa. Vinculemos esta reflexión, que responde a los parámetros anglosajones y específicamente estadounidenses sobre la propiedad privada (‍Nedelsky, 1990: 177 a 202), con nuestra realidad latinoamericana. Esta concepción tiene, al menos, paralelos evidentes con la doctrina y la mentalidad chilena. Prueba de ello es que, bajo una terminología teológica, Jaime Guzmán, el ideólogo de la dictadura militar chilena e inspirador de la Constitución aún vigente (que se mantiene intacta en la regulación propietaria), sostenía, fundándose en la encíclica Mater et Magistra, que:

El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, en orden a su fin sobrenatural. Tiene, por ello, prioridad ontológica y de finalidad sobre la sociedad y el Estado. El hombre es un ser sustancial con un destino eterno, mientras que el Estado es un ser relacional, que deriva de la dimensión social del hombre y perecedero. Puede haber hombres sin Estados, que no puede haber Estados sin hombres (‍Cristi, 2011: 94).

En la filosofía de Guzmán se contrasta la naturaleza sustantiva de los individuos con la naturaleza puramente relacional de la sociedad y el Estado. Esa «sustantividad» de los individuos aseguraría su autonomía frente al colectivo y, precisamente, la propiedad privada constituiría la salvaguardia para asegurar esa autonomía individual frente a la polis. El bien común se reduce, así, al bien de los individuos, postulando el carácter subsidiario (negativo) del Estado «como manera de acotar la acción del Estado y limitar la aplicación del principio de solidaridad, y finalmente [afirmar] una concepción de la propiedad cercana al individualismo posesivo» (‍Cristi, 2011: 104). La dimensión relacional de la vida humana, a diferencia de lo defendido aquí, se subordinaría al «individuo sustancial»; una entelequia difícil de inteligir.

A diferencia de esto, la teoría relacional aborda el derecho de propiedad a partir de las inevitables relaciones que genera, como también a partir de sus titulares y de los distintos tipos de bienes sobre los que puede recaer, y de cuáles son los valores sobre los cuales puede o debe apoyarse. No solo en función de un ejercicio compatible entre las distintas facultades asociadas al dominio, sino con la promoción de ciertos valores sociales. El desafío, entonces, es revisar cómo la propiedad puede fomentar valores determinados constitucionalmente. Ello es lo que buscaría la jurisprudencia alemana, a juicio de Alexander, donde se concibe la propiedad como un derecho cívico. Su propósito central es personal, moral, no solo económico. Se trata de garantizar a su titular «una esfera de libertad en el campo económico y, por lo tanto, permitirle llevar una vida autónoma» (‍Alexander, 2003: 746).

De esta manera, la teoría relacional tiene una mirada más amplia sobre los propósitos que persiguen las relaciones propietarias. Su objetivo es favorecer la autonomía de las personas en el marco de un régimen democrático. La propiedad, por eso, puede perseguir múltiples propósitos y tanto su configuración como su nivel de protección va a depender de la persecución de cada uno de ellos. No se trata de un fin en sí mismo. Es más bien un instrumento diseñado para llevar a cabo y promover valores fundamentales más profundos, donde puede estar la creación de la riqueza, pero también el desarrollo de la autonomía personal, el reconocimiento mutuo y la búsqueda de la autorrealización. Por lo mismo, los derechos de propiedad nunca serían fundamentales en sí mismos. Solo los intereses sustantivos a los que sirven pueden considerarse como tales (‍Alexander, 2003: 738).

Y por esta razón nunca se puede olvidar que las normas que regulan la propiedad pueden tener importantes efectos en la situación de otras, en su seguridad, libertad u oportunidades: «los efectos sistémicos de los derechos de propiedad son cruciales para definir su significado y su alcance legítimo» (‍Singer, 2000: 147). Estructuran relaciones humanas, por lo que debemos tener en cuenta sus impactos a la hora evaluar las normas que la configuran. Y las distintas formas de propiedad dan cuenta de distintos tipos de relaciones humanas, algunas, por ejemplo, enmarcadas por la competencia entre extraños en el mercado, otras como las surgidas entre propietarios e inquilinos, entre miembros de una comunidad local, entre copropietarios, o las relaciones signadas por las relaciones íntimas entre los miembros de la familia. Estas diversas configuraciones dominicales reflejan distintos tipos de interacciones humanas, las cuales pueden promover o clausurar valores humanos importantes (‍Dagan, 2003: 1559).

VII. LA PROPIEDAD COMO PARTE DEL RÉGIMEN SOCIAL Y POLÍTICO[Subir]

Vinculado a lo anterior, hay que destacar que las leyes de la propiedad privada cumplen una función estructural. El régimen «privado» de propiedad individual no es separable del orden político y social. La regulación de la propiedad configura sistemas específicos de relaciones institucionales y sociales. Puede crear o evitar la creación de mercados racial, étnica o sexualmente excluyentes. Puede fomentar la igualdad de oportunidades para que individuos de todas las procedencias participen en el mercado, o, por el contrario, delinear una sociedad basada en un linaje inmutable (‍Singer, 2000: 153 y 154).

Por lo mismo, la regulación de la propiedad no está enfocada exclusivamente a obtener eficiencia. El régimen propietario no busca meramente reducir costos de información o allanar interacciones humanas complejas. Antes de eso la sociedad ha adoptado ciertas definiciones sobre el tratamiento propietario que guardan relación con nuestra forma particular de concebir nuestras relaciones sociales. Y en eso lo que entendemos por dignidad y autonomía humana ocupa un lugar central.

Las facultades habitualmente asociadas al dominio, como lo son el uso, goce, administración y disposición, no recaen sobre cualquier entidad ni es lícito cualquier canon que las reglamente. Detrás de la abolición de la esclavitud y de los mayorazgos, para poner dos ejemplos palmarios, si bien puede haber razones de eficacia económica, los motivos de las prohibiciones son de naturaleza moral. Entendemos que la esclavitud es radicalmente contraria a la dignidad humana y a la autodeterminación. En el caso de los mayorazgos, por su parte, es claro que su abolición dice directa relación con la igualdad ante la ley y la superación de una sociedad de castas[10].

Del mismo modo, hay existencias que están fuera del comercio humano, como son los órganos humanos y también los cargos políticos. Hay también tipos de convenciones que están prohibidas, como por ejemplo los pactos sobre sucesiones futuras, las cláusulas de inenajenabilidad, la constitución de mayorazgos o el fee tail anglosajón, las cuales se vinculan con consideraciones utilitarias, pero que tienen un vínculo claro con nuestra moral social. Las democracias, a su vez, prohíben formas de derechos de propiedad incompatibles con esa forma de organización política (‍Singer, 2011: 7), como lo fueron la práctica general de venta de cargos y oficios públicos durante las monarquías españolas y francesas.

El régimen de propiedad, por tanto, no solo está para resolver de un modo eficiente la asignación de recursos escasos, sino que también regula el marco legal de la convivencia humana en un sentido primario. Puede elegir, por ejemplo, entre la democracia o el feudalismo. Al decir de Singer, «[l]a propiedad puede ser la ley de las cosas, pero la propiedad es también la ley de la democracia» (‍Singer, 2014: 1301).

Por lo mismo, si bien las opciones que atienden a la utilidad son importantes, no pueden ir desacopladas de consideraciones políticas previas. Así, se trata de un problema constitucional, ya que la propiedad está limitada por las normas y valores de una sociedad libre y democrática. «Las democracias no solo limitan los tipos de derechos de propiedad que se pueden reconocer, sino que también tienen algo que decir sobre cuántas personas pueden ser propietarias, quiénes pueden convertirse en propietarios, cuánto duran sus derechos y qué obligaciones conllevan sus derechos» (‍Singer, 2014: 1303).

Es por eso que se puede decir que el derecho de propiedad privada moldea los contornos de las relaciones económicas, sociales y también políticas. Su regulación sirve de infraestructura a la democracia. «Su misión central es definir el marco para una sociedad libre y democrática que trate a cada persona con igual preocupación y respeto» (‍Singer, 2014: 1303).

VIII. PARALELO ENTRE DOS CONCEPCIONES: LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA PROPIEDAD Y LA PROPIEDAD RELACIONAL. ALGUNAS CONCLUSIONES[Subir]

Las concepciones revisadas aquí, la que postula la función social de la propiedad como la concepción relacional de la propiedad privada, muestran evidentes semejanzas. Desde una perspectiva funcional, ambas concepciones pueden identificar diferentes tipos de propiedad, pueden reconocer la inevitable necesidad de regulación legal de la institución, así como configurar el dominio de tal modo que sea funcional al logro de diferentes objetivos constitucionales. Con todo, desde una perspectiva conceptual, se presentan diferencias relevantes, las que, a su vez, pueden acarrear consecuencias significativas en la dimensión práctica. Y en eso la perspectiva relacional presenta importantes ventajas.

En primer lugar, la perspectiva relacional parte de un examen más amplio respecto a los derechos humanos en general. Identifica el necesario vínculo entre el ámbito de protección de un derecho con las consecuencias que eso puede generar en los demás. Asume, por lo mismo, una visión sistémica que mira al conjunto social y cómo la configuración de los derechos puede o no contribuir a crear una organización más ecuánime. En el caso de la propiedad privada, esta concepción tiene en especial consideración las afectaciones o «vulnerabilidades» que puede generar el derecho en quienes no son propietarios.

Por lo mismo, para esta concepción existe un error teórico, con importantes alcances prácticos, cuando los derechos humanos son reducidos a las «esferas individuales que el Estado no puede vulnerar o en las que solo puede penetrar limitadamente», como los ha definido la Corte Interamericana de Derechos Humanos[11]. Esa comprensión siempre supone encontrar una justificación muy robusta para cada intervención pública que afecte estas esferas individuales. Cuando se miran los derechos desde una perspectiva relacional, en cambio, la mirada está puesta en cómo ellos contribuyen a potenciar los valores constitucionales que se intentan alcanzar, y, por lo mismo, la configuración de ellos puede resultar más plástica. No se trata de establecer y defender un límite inexpugnable, o solo de eso, sino de generar vínculos fructíferos para el desarrollo humano.

La concepción relacional toma muy en serio la idea de que la persona se desarrolla en un entorno social de mutuas dependencias, donde la autonomía solo se puede desarrollar en la medida en que recíprocamente nos comprometamos en una vida social que ofrezca posibilidades de florecimiento común. Lo cual va más allá, cuando abordamos la propiedad privada, de lo que habitualmente se entiende como «función social» con relación a «cuanto exijan los intereses generales de la Nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental», como señala la Constitución chilena. Es, por eso, una perspectiva más amplia, en cuanto configura la institución propietaria con la mira puesta en el florecimiento humano, lo que implica atender a todos los valores de una sociedad democrática.

Esto se hace especialmente evidente cuando se consideran los efectos sociales que puede provocar la consagración de derechos de propiedad sobre ciertas cosas en relación con determinadas personas, con miras al despliegue de los valores que queremos potenciar en la convivencia humana. Especialmente en cuanto a la autonomía de todos los que integran una sociedad. Como ha destacado Waldron, la falta de hogar, o la indigencia, consiste en la falta de libertad para el desposeído. La libertad depende en parte importante de una cuestión muy concreta y pedestre: tener un lugar donde comer, dormir, orinar, etc. Una persona que no es libre para permanecer en ningún lugar no es libre para realizar nada, o, por lo pronto, su libertad está condicionada al permiso discrecional de quienes detenten el dominio, ya sea público o privado (‍Waldron, 1993: 313 y 320). Por lo mismo, la falta de lugar para ejecutar las acciones más básicas del individuo tiene un fuerte potencial de degradación humana (‍Waldron, 1993: 334) y su vida está permanentemente expuesta a la violencia: «[p]ara el vagabundo, el arrendatario, el invasor, el indígena o el sindicalista, la violencia ejercida por el Estado en defensa del derecho a expulsar es con demasiada frecuencia innegable» (‍Blomley, 2003: 130).

Por otra parte, se agrega que la aproximación relacional no solo refiere al ámbito del ejercicio de poder estatal sobre los bienes, que es donde la doctrina de la función pone su foco, sino que también entiende el rol que la propiedad cumple en los planos familiares, vecinales, comunitarios u otros. Las distintas reglas que organizan la distribución y administración de los bienes adquiridos dentro del matrimonio, por ejemplo, tocan directamente a las distintas formas de entender la relación entre los cónyuges y los principios y objetivos que integran la familia. También la forma de ordenar la propiedad urbana incide fuertemente en la disposición de la vida vecinal, ciudadana y laboral. Y el respeto a ciertos territorios vinculados estrechamente a culturas idiosincráticas, por otro lado, puede potenciar el pluralismo y la diversidad cultural en una sociedad democrática (como es el caso de las comunidades indígenas, ejidos campesinos, congregaciones religiosas, etc.).

Asimismo, igual que mira a la organización de instituciones sociales, la dimensión relacional aborda la relación general entre la propiedad privada y la posibilidad de un régimen político democrático. Nos dice que existe una relación directa entre ella y la democracia. Ese régimen es incompatible, o tendría un alcance excepcionalmente limitado, de persistir el feudalismo o el mayorazgo, la venta de cargos o la esclavitud[12]. La libertad indiscriminada para aportar en las campañas políticas, por su parte, también puede hacer naufragar a la democracia.

Esta perspectiva, por lo mismo, es especialmente sensible a los cruces que pueden darse entre ciertas concepciones de la propiedad y la realización de otros derechos o principios que ordenan el régimen constitucional. La prohibición de discriminación es un buen ejemplo de esto. Una noción propietaria de tipo absoluto, que afirme de un modo definitivo su carácter excluyente, resultaría difícilmente compatible con el mismo acceso a la propiedad privada de parte de los demás. Al apartheid político lo precede o lo acompaña la segregación propietaria. Y existe también con demasiada frecuencia una correlación entre la centralización de los medios de producción y la concentración del poder político.

Por otra parte, entre el desarrollo de la autonomía humana y la propiedad existe un fuerte vínculo, como lo destaca la perspectiva relacional. La autonomía debe ir acompañada de ciertas definiciones en materia de distribución de la propiedad privada. Si ella representa un obstáculo a la deliberación democrática en sociedades de alta concentración de la propiedad, ello frustraría la adopción de medidas para hacer accesible la propiedad a todos y así entregar oportunidades para el desarrollo de muchos proyectos de vida. Es por esto por lo que, para esta concepción «progresista» de la propiedad privada, resulta más natural una opción regulatoria que recoja las mutuas dependencias entre los mismos propietarios y entre los propietarios y quienes no lo son (si se justifica la propiedad privada, en la libertad humana hay una fuerte razón para hacerla extensiva a todos).

La doctrina de la función social de la propiedad, por su parte, sin perjuicio que ser un aporte fundamental para superar una concepción absoluta o tendencialmente absoluta e individualista del dominio, especialmente cuando esa función es entendida como un elemento intrínseco al derecho, presenta algunas dificultades teóricas que a la prostre pueden tener consecuencias prácticas. La doctrina tiene como ineludible sustrato la diferencia entre los intereses individuales de las exigencias sociales, al punto que hablar de función social de la propiedad privada incluso puede parecer un oxímoron. De hecho, hablar de una función social de la propiedad privada, por muy importante y funcional que ello sea a efectos de disciplinar la institución a los intereses públicos, no deja a veces de parecer una amalgama forzada de términos excluyentes[13].

La función social de la propiedad mira especialmente a la capacidad del Estado de ajustar la propiedad en aras de objetivos político-sociales, limitando así el interés privado, lo que en principio es adecuado, pero sus términos resultan estrechos. En el caso de la Constitución chilena, ella solo comprende «cuanto exijan los intereses generales de la Nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental». El listado es taxativo, ya que en él «solo [se] ha previsto la procedencia de limitaciones y obligaciones para las determinadas expresiones de la función social del dominio que ha señalado y toda otra restricción es inconstitucional» (Tribunal Constitucional, Rol N.º 334-‍2020-INA, considerando 2.º). Y la clave bajo esta concepción es la existencia de dos polos: el interés individual del propietario y, por otro lado, el interés colectivo. En el balance de ellos se juega el contenido y alcance de la propiedad privada.

Esta idea de dos polos separados aparece muy claramente en el siguiente extracto de una reciente sentencia del Tribunal Constitucional chileno:

La función social de la propiedad es la que permite equilibrar el interés privado que alimenta y orienta el ejercicio del haz de derechos que la constituyen y el interés público que justifica su protección como derecho fundamental; la función social de la propiedad define la frontera que separa los poderes de la autoridad y del dueño sin eliminar el interés individual y sin otorgar una facultad irrestricta al poder regulador y al poder administrador. Así, la evolución histórica y la norma constitucional vigente permiten afirmar que en nuestro régimen constitucional, al menos desde 1925, no existe identidad entre los intereses privados del dueño y los sociales, por cuanto en el ejercicio del haz de derechos plenos característicos de la propiedad privada está comprometido el interés público. Con todo, la protección del derecho de propiedad prevista por el constituyente fuerza la pervivencia del mayor número de facultades del propietario cuyo ejercicio sea compatible con el interés público amparado por la función social y sus dimensiones reconocidas por la Constitución (Tribunal Constitucional, Rol N.º 334-‍2020-INA, considerando 21.º).

La jurisprudencia de la Corte Interamericana, al referirse al concepto de función social de la propiedad, también adopta una posición similar. La dimensión subjetiva y el interés social los concibe como polos separados entre sí. Ha señalado que «a fin de que el Estado pueda satisfacer legítimamente un interés social y encontrar un justo equilibrio con el interés del particular, debe utilizar los medios proporcionales a fin de vulnerar en la menor medida el derecho a la propiedad de la persona objeto de la restricción» (Corte IDH. Caso Salvador Chiriboga vs. Ecuador, párr. 60). Se apoya en una noción «neutra» similar a la empleada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (‍Riccio, 2018: 190) que ha perseguido buscar el «justo equilibrio que debe reinar entre las exigencias del interés público y los imperativos de la salvaguarda del derecho del interesado al respecto de sus bienes» (‍Bouazza, 2013: 300).

La perspectiva relacional, por el contrario, entiende que el interés privado y la organización social y política están estrechamente vinculados. Si los derechos estructuran relaciones que permiten la autonomía de las personas, no es posible lo uno sin lo otro. Si las personas, todas, se desarrollan a partir de relaciones de mutua dependencia, no es posible concebir que existan polos inconexos entre los intereses individuales y colectivos. Los dos se potencian mutuamente. El bienestar individual depende de las condiciones públicas.

Es por esta razón que desde la concepción relacional de la propiedad se puede comprender mejor la dimensión estructurante de la propiedad privada. En la esfera de la familia, por ejemplo, la administración del patrimonio por uno solo de los cónyuges o por ambos implica diferencias importantes en los valores que sostiene la familia. En la esfera del trabajo, asimismo, las facultades asociadas al capital hacen otro tanto respecto de las relaciones en el interior de la empresa. También el reconocimiento del vínculo de ciertas comunidades idiosincráticas con sus tierras es decisivo para identificar las relaciones internas entre sus integrantes y su articulación con la sociedad exterior. Y en ello la doctrina de la función social aparece menos apta para incorporar esas dimensiones.

En conclusión, la propiedad relacional nos ayuda a pensar en cómo superar una concepción propietaria marcada por la tensión entre dos extremos en disputa para dar lugar a una concepción de la propiedad reconciliada con los valores sociales. Y en una propiedad privada, además, suficientemente distribuida a efectos de que todos y por igual gocen de sus beneficios.